miércoles, 29 de octubre de 2008

Un canto no general, generalizado

Hace dos semanas se hizo público el libro "La canción del invitado" de Galo Alfredo Torres, quien me pidió hiciera el lanzamiento y el juzgamieno crítico del mismo. A continuación, unos fragmentos de la presentación que preparé para aquella noche.




EL CORO DEL INVITADO
Carlos Vásconez


Para que no sepan que estamos enfermos, a veces fingimos estar afiebrados. Y es en esas temperaturas en que vemos la noche como si algo cayera de ella sobre la tierra, y es entonces, en esos desvaríos de enfermedad real y fingida, en que sabemos que algo que de allá cae está bien que caiga sobre nosotros, porque ocupará un lugar nuevo y acaso mejor del que ya ocupaba. Y entiendo que es de allá de donde proviene la invitación a este canto de Galo Torres a primero interpretarlo para por fin corearlo, porque la verdadera poesía es así, se anuncia en el aire y algunos animales la presienten. ¿Qué estrella cae sin que nadie la mire?, preguntaba Faulkner.
Esa es una de las formas de la entrega, el fingimiento, el disfraz, incluso la mentira que surge en procura de la paz y del sosiego, pero también la mentira que brota de la desesperanza, que sugiere un mundo justificado y mejor, un mundo lleno de poetas, de sus musas y de la gloria que logran en conjunto los poetas y sus musas. Y si hablamos de gloria, la mayor que un poeta puede aspirar está en entregarse, con toda el alma, a su poesía y tener fe, no sólo en sus cofrades escribas, sino también en sus detractores y en sus súbditos. Esto viene a acotación porque, al referirnos a las letras, los ecuatorianos estamos acostumbrados a respirar, con una frecuencia casi enfermiza, un monótono aire de trono vacío. Sin embargo, en este mismo país donde se alega que no se lee, donde evidentemente el tuerto es el rey, están sembrados escritores magistrales que, precisamente por estar muy enraizados, no se han dado a conocer como es debido, pero que demuestran, a pesar de estar atados a lo cotidiano, a pesar de ver llover, de buscar en los ojos ajenos unos que los identifiquen, de sopesar las posibilidades de éxito y renegar de los lugares comunes, que nada hay de casual en ellos. Tal vez se trata del mercantilismo o del mundanal ruido callejero que los tiende al silencio, a pausas en las rutinas y en el vértigo; o quizá el afán de intentar llevar a un libro lo inaudible, lo invisible que hay en todo eso; y entonces, dan con gratas sorpresas que nos las sirven en bandeja para que nosotros, convidados en ese festín, las devoremos famélicos; los poetas son la réplica a la afirmación de los morfólogos de la escuela goethiana, de que toda especie al perfeccionarse engendra una nueva especie.
Galo Alfredo Torres, poeta por vocación y destino, cinéfilo por intención, amigo mío porque no le queda más, nos presenta hoy un poemario que está en el olvido, en la memoria (que está llena de olvido), en el pasado y en las herejías, en un innominado pero descifrable mercado, en los sueños de los amigos, ahí, donde damos pasos de bastón tras el eco de su voz, y consigue poetizar como pocos la melancolía, que es lo mismo que decir la búsqueda, la rebeldía y la desilusión de ciertas infancias y adolescencias que han transcurrido en la ceguera, que se han visto sujetas a estereotipos y a guías inútiles de convalecencia. Para felicidad de nuestra memoria, que es casi rencorosamente refractaria a las formalidades académicas, Torres es capaz de alcanzar en “La canción del invitado” una ternura de niño a su vez que logra crueldades hirientes. Para graficar lo último, bastaría con revisar “Visiones en el mercado”, cuyo remate es ambiguo a la vez que colosal: Los perros callejeros se acercarán, husmearán el cuerpo abierto –de ella– y luego se irán, dejándonos en el paladar la sensación omnímoda de entusiasmo o de desinterés o aun de desprecio; y todo esto, resumido, no es sino tormento peculiar del poeta.


(...)


He nombrado a la memoria, al olvido, al pasado y a las herejías que son recurrentes en “La canción del invitado”; no obstante, lo son de una manera intencionada. Éstos llevan siempre en los poemas de Torres al pensamiento y a la enfermedad del alma dolida, como si lo uno viniera de la mano de la otra. Se trata de elementos que son centrales en la construcción de la idea de casi cualquiera de sus poemas. Ese contraste entre la cultura y la vida, digamos así, mantener la tensión, trabajar los posibles matices de esos dos mundos es fundamental en la escritura de Torres, mantener unidos los términos, siempre en lucha, creo que eso es constitutivo en Torres y a la larga prevalece la idea de que la memoria y el olvido empobrecen, y de que las vidas elementales de los hombres simples son la verdad… La seducción de la barbarie es un gran tema, por supuesto, de nuestra literatura. Para Torres, como para Bolaño o aun para Onetti, la barbarie, la vida elemental y verdadera, el destino ecuatoriano y sudamericano son antes que nada el mundo de la pasión. No porque no haya pasiones intelectuales, y eso Torres lo conoce muy bien, sino porque del otro lado está la experiencia pura, la epifanía. En ese exquisito poema titulado “Visita de la cruz”, un hombre se descubre de perfil al verse pobre de fe y caridad en la espalda de un enviado o un mensajero; esto es lo vivido, las pasiones elementales. Asimismo, he hablado del tormento; el tormento es una costumbre lógica en las personas limpias de fanatismo, aquél de preguntarse si la vida puede ser usada y disfrutada y abusada, si la vida no es una hectárea de terreno o quitarse el sombrero ante el paso de un hermosa mujer y comenzar a pedir limosna, o si la vida es un sueño, o es los libros que no compramos, a cambio de los cuales están los libros que sí leímos; o si la vida no es el pobre hombre que sólo quiere suicidarse, en algún régimen comunista, y se pregunta ¿cómo hacerlo si las máquinas del proletariado no funcionan?, o si la vida es dar las gracias por libros como éste y momentos como los que este tipo de libros nos brindan.


(...)


Por esto y más, “La canción del invitado” debe leerse mucho. Se ve ensalzado, su poemario, sobre todo por su ausencia de monotonía ya que llega a parecer casi una serie de respetuosos retazos de la vida de un hombre dotado de una extraordinaria sensibilidad, que, aunque parece de un cementerio hacer cloaca, representa con sencillez mas no simpleza, las pasiones de la carne y el corazón, y que nos dice que un día los hombres se van a agotar y que aquél que se subleve y escriba, no podrá hacerlo ya sino refiriéndose a ríos y a símbolos, y otra vez el escriba al paredón, y otra vez a elevar un canto mentiroso para no fenecer, prefigurar un porvenir recuperando un pasado ajeno. Porque sí, la poesía trabaja con el pasado. Se cierne en éste y con éste se entiende. Y entonces canta. Y en el murmullo de los timbres de sus páginas, se alza semimaterializado, sobre el silencio de a quien le ha tocado leer, corear y gozar.
Todo libro debe justificarse, sentenció el viejo Borges. “La canción del invitado” lo hace doblemente: se justifica como obra y nos justifica como lectores o diablillos que dormimos a las sombras de las iglesias. Lo he releído; hay en éste algo que atrapa y que es muy bueno como para que el autor nos lo muestre; algunas veces imagino que es la alegría de Galo Torres.

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