jueves, 18 de diciembre de 2008

Shakespeare y su imposible influencia



La verdadera crítica es la que ríe al último, y es que la única crítica válida es la que da placer, y que de ese placer extrae razones, o por lo menos una razón. Muchos, pues, han querido reír de últimos. Tanto así, que se han tomado esa supuesta risa como una tarea exageradamente seria, ¡como si reír fuera cosa de grandes!



El afán de cualquier modesto y hasta rozaganate bufón, que pretenda sacar y dar provecho de un autor -y sobre todo si ese autor es universal; y más aún si se trata, como en mi anheloso caso, de Shakespeare, tal vez la máxima voz poética que ha dado Occidente-, debe apuntar hacia el placer de la risa final. No sé si sea la tarea del bufón reír cuando se acaben las bromas, o en todo caso enseriarse al punto de con su tez obtusa y sobreactuada provocar las ansiadas risas en su audiencia que, desde luego, de estar presente lo está para disfrutar y no para hallar carbón en las minas del rey Salomón.


"Es muy pobre el amor que puede contarse", le dice Antonio a Cleopatra en esa obra maestra del Poeta de Stratford On-Avon, cuyo título es la compartimentación entre esos dos monstruos históricos y místicos: Antonio y Cleopatra, una de las obras de Shakespeare menos conocidas en América Latina, e indudablemente una de sus mejores tragedias, de la cual me gustaría remarcar la flexibilidad, rapidez y justeza con la cual el bardo extirpa datos a la historicidad para, precisamente, a su obra volverla rápida, flexible y justa.




Luis Astrana Marín, uno de los reconocidos traductores de Shakespeare al español, coloca a Antonio y Cleopatra inmediatamente después de Hamlet, El rey Lear, Macbeth, Othello y Romeo y Julieta, a los que denomina, no sin sobrada razón (aunque me atrevería a incluir a Ricardo III en aquel zumo de ensueños): "los cinco brillantes más puros, más perennes, más inalterables de la corona del trágico sublime". Bástenos leerla...


Volvemos a la frase que le dice Antonio a Cleopatra. ¿Cuánto amor, me pregunto, podemos contar? ¿Cuánto de este amor nos ha llegado a enceguecer, a enloquecer, a retornarnos a las cavernas y, picapedrestres ya, empezar a escarbar por nuestro propio bien? Es cierto que metaforizar tanto puede crear confusión en el lector u oyente, en el amigo que trata de desenredar la trama o simplemente comprenderla. Sin embargo, la dramatización, tema del cual fue el mejor William Shakespeare, es necesaria para ampliar el panorama. Cuando amamos -entiéndase que con todo esto no quiero caer en simiedades o exhaustas "autoayudas a otros"- nos regimos a una ley superior, una ley que modifica el cosmos y que es tan poderosa que nos aplasta, que termina por constreñirnos por dentro, como un ataque viral de sueños. En esos momentos de angustia celestial, no sentimos la influencia del ser amado sobre nuestros cuerpos, por más que la vivamos, por más que evolucionemos (si así lo prefieren) o involucionemos (si así lo prefieren), por más que de verdad nos estemos forjando bajo esas normas, esculpiendo por los caprichos del objeto amado, encorvándonos, hirguiéndonos, fisicoculturizándonos, liliputizándonos, entuertándonos bajo entuertos manchegos y ganando vista en tormentas del desierto... En esos momentos podemos crear para ese objeto, pero no basándonos en ese objeto. Es decir, no excluyéndonos del mundo y tomando las reglas que ese objeto nos las ha dispuesto para nuestro proceso creativo, sino tomando las reglas que el mundo, hasta llegar al instante mismo del amor, dejó regadas por el camino y que de pedazo en pedazo las hemos ido alzando y paulatinamente, aprendiendo para enseñar.


Caso similar resulta con Shakespeare. ¡Cuán difícil es encontrar un remedador del estilo shakespeariano! ¡Tan difícil como asirse de la cola de un cometa! Es que su vertiginosidad provoca vértigo; es que su magia provoca magia, es decir, vida. Por eso es un imposible referirnos a su influencia. Freud, seguidor constante y apasionado de Shakespeare, dijo -entre sus contados aciertos- que todos partimos de un estereotipo shakesperiano, que somos, como el hombre medioeval del Sagradas Escrituras, hechos a imagen y semejanza de Yago o Desdémona, de Julio César o Laertes, y ni qué decir del dandi emigramático danés llamado Hamlet. Esto confirma la tesis de que es un dador de vida, no de intelecto. Parecido al Inventor (llámenlo J o Betsabé o el Yavista) del Libro de Job o del Evangelio de San Pablo, inimitables porque no hay cómo crear símiles, las obras del Inglés no influencian en la literatura porque, quizás, la vida las necesita más. Tal vez al mejorar, al ser orginales como él, no exista tal necesidad, y sus obras se vuelvan meros espejos y no torbellinos.

martes, 2 de diciembre de 2008

Sueños de niños


¿Cómo no encontrarse a uno mismo en esos momentos en que revisa imágenes, totalmente improvisadas, y con las cuales uno da al revisar los viejos libreros donde colocamos nuestros recuerdos para que florezcan, intentando regarlos con el transcurso del tiempo y de vez en cuando hablarles en lengua extranjera o lengua propia o incluso a veces hablarle en lenguas muertas, esperantos de ojos de prostitutas o de nuestros padres y abuelos cuando ven el horizonte, perdidos porque allí encontraron un recuerdo del cual no se quieren volver a desprender, y deshojarlas cuando tales hojas sean más maléficas que promotoras de bienaventuranzas? ¿Cómo no verlas con orgullo y nostalgia, con melancholicus morbus? Eso me ha ocurrido últimamente. He dado con imágenes que han vuelto a abrir, totalmente, mi apetencia infanto-juvenil. He recordado (¿o recobrado?, aunque no sabría decir si alguna vez los perdí) a mis queridísimos Snoopy o Astérix, a He-Man o a Robotech con su capitán Rick Hunter o Lisa Heis o la preciosa Lin Minmey y su voz celestial, recuerdos de mi infancia que ennoblecen mis días al darme a entender, a mí mismo, que el camino tomado no ha sido del todo vano ni tan entorpecido por malos ratos, baches que nos han obligado a cambiar la marcha y a veces hasta las ruedas, ni que ha surgido de la nada, sino más bien de un trabajado empeño de mis padres en hacer de mí un hombre digno, anhelante de bondades y felicidades circundantes y que reniegue de las nimiedades propias de la vida, esas cositas que nos calculan o que nos rigen o que, ya de plano, destinan malamente nuestros pasos y encurvan la línea recta y, para detrimento de la cordura, a veces enrectan las indispensables curvas. No sé si esto sea caer en puritanismos o patetismos; lo que sí sé, es que la gana por entablar una charla con uno mismo es algo que me suele suceder seguido, y con ganas lo llevo a efecto.


Mafalda -esa niña prguntona y sabia- también estuvo allí, en mi creciemiento, en mis ganas de entender o interpretar este reino del Samsara donde todo es posible aunque no todo sea permitido, donde todo es imaginable como una catacumba donde fenezcamos y que no encontremos nada más placentero que estar allí, y que allí no encontremos nuestro semblante sino el de todos: el de nadie, el del muerto. También me cautivó su forma de ser, tan enhiesta ante tanta calamidad, la de sus padres, la de sus amigos, y aún así, toda ella resistente, toda ella viviente, no tan sólo sobreviviente. La gracia infantil es necesaria en este mundo. Y habemos obstinados a seguir siendo niños. Recordemos que la felicidad son los sueños que tuvimos de niños cumplidos en la adultez. Que los niños sigan soñando y nosotros, nosotros tratemos de que sus sueños sean realidad. Ahora, me declaro niño... para que me cumplan mis sueños. Sí, capricho se llama, el de Snoopy que camina, el mío, que sueño que sueño.

martes, 18 de noviembre de 2008

Misterios que de mí hacen hombre



Libro de libros


Mariela, por mi treintavo cumpleaños, me regaló ese librito llamado “La justificación”. Nunca hubiera recaído en él; nunca me inspiró la menor curiosidad. Sin embargo, por el afecto de años que se ha criado en mí hacia Mariela, me sentí, en una tarde ociosa, con la obligación de por lo menos repasarlo para saber de qué trataba. No acarreó ninguna sorpresa notable hasta que, en la página setenta y dos, descubrí una línea que me remontó directamente a un cuento de Enrique Vila-Matas. Un tanto preocupado, di con el libro y constaté la no sólo similitud sino casi exactitud entre la idea de la una y de la otra obra. Durante todo el día procedí a un examen sistemático de la obra, persiguiendo la dispersión de los fragmentos en decenas de antologías y colecciones de textos. Así encontré cerca de trescientos cincuenta, repartidos en casi trescientos autores; tanto los célebres como los más oscuros poetas del fin del siglo veinte, y a veces incluso los prosistas (como Georges Perec o Roberto Bolaño), parecían haber hecho del libro “La justificación” la biblia de donde hubieran extraído lo mejor de sí mismos.
Atormentado, empecé la redacción de una novela, quizá en pos de demostrarme que no todos los escritores contemporáneos recaían en el mismo libro; que ése no era la centrífuga de las demás obras literarias e intelectuales del mundo: simple y llanamente, porque ninguna obra podía serlo.
Así transcurrí entre días y días. Intentando no leer nada, para no subjetivarme y escribir lo más original posible. Al cabo de tres meses de labores casi ininterrumpidas, de no ser por llamadas de la misma Mariela, invitándome almuerzos o fiestas, y yo rechazando lo posible, y trabajando arduamente para que mis energías no me tienten a los libros, acabé la obra. No supe cómo titularla. Me perseguía de un lugar a otro el nombre “La justificación”. Pero eso sería un plagio. Ahora bien, ¿no era ésa misma la naturaleza de mi novela? ¿No la había ideado para justificar un mundo que no puede girar sobre un único eje? Pues sí, me respondí. Así, además me burlaba de la obra. La intitulé, al fin y al cabo, La justificación.
¡Qué espanto! ¡Qué debacle la mía cuando, tras hacerle leer el libro a Honorato Riviere, crítico de mi confianza y amigo de verdad, me dijo que ese no era mi libro, que ese libro había sido escrito hace algunos años por un novelista japonés y que incluso el título seguía siendo el mismo! ¡Cómo decirle que lo había escrito yo! ¡Cómo decirle, ya entrado en la locura, que yo era él, que él era yo, que esa obra era todas las obras!


La condecoración

El cojo, quien además era miope, a veces miraba el campo y se ponía a pensar en su familia. A veces creía que la familia está para ser desaparecida, como en una especie de reto para el más brillante de los descendientes: lo que el mejor tiene que hacer es opacar a los que no brillan tanto, robándoles su brillo, se decía. A veces se cruzaba por su mirada un vecino muy alto llamado Hans y recordaba a su tatarabuelo que le contaba la historia del llamado “batallón de lujo”, ese regimiento compuesto sólo de hombres que pasaban el metro ochenticinco y que fracasó en su primera y única contienda, pues resultaba sumamente fácil hacer blanco en ellos.




ANIMALITOS DE SOMBRA



Un hombre tiene muchos rostros. No se puede ser alguien sin haber producido resultados o reacciones contradictorios. Entre mis primeros descubrimientos, que para ser honesto no han sido muchos, recuerdo una vieja calle en el centro de Cuenca, toda ella adornada de guirnaldas, por donde pasaban unos cortejos fúnebres que, para qué negarlo, en ese momento los imaginé míos; vi, en esa multitud, a mis allegados llorar por mi partida, y de alguna oscura o atroz manera, me alegré de saber que podía provocar esos sentimientos en la gente que quiero; hoy, esa calle ha sido renovada notablemente, me refiero a la Calle Larga. Acompañé a esos cortejos hasta el mismísimo cementerio donde no pude resistir las ganas de llorar. Fui el último en irme del lugar, sentándome a contemplar la tumba durante unas dos horas –aunque el tiempo, para mi recuerdo, sea tan variable como las caras de los deudos. Mi recuerdo se remonta al año 1982, cuando cursaba el Jardín de Infantes. Es extraño cómo uno cambia con el transcurso del tiempo. De entonces, hasta la universidad, no me había vuelto a ranclar de clases. ¿Quién lo diría, no? A la edad de cinco años, me rebelaba contra lo establecido, y eso que tenía unas compañeras que ni qué les cuento y que además eran tan solidarias conmigo que me permitían hurgar bajo sus faldas, sin saber, el pobre tonto que era yo, qué era lo que debía aprovechar. Pero desde entonces, y durante mi época escolar-colegial, no volví a cometer semejante atropello contra la educación, convencido como estaba que aquélla era la mejor forma de crecer. Hoy en día, con todo esto de las revoluciones y los gritos de nuestro mandamás, he terminado por convencerme de aquello. Ya cuando entré en la universidad, quiero decir, cuando perdí la cordura y la compostura y me saqué la camisa de debajo del pantalón, y aprendí a despeinarme, y rehusé las corbatas y comprendí que estar solo no es tan malo como parece; quiero decir, puntualmente, cuando empecé a leer y a interesarme por ese escabroso y húmedo mundo femenino, retomé aquella malacrianza de huir de clases, proclamando, aquí, allá y acullá, que las aulas entorpecen el entendimiento y, sobre todo, la imaginación. Además, cómo no creer eso si invertía mis tardes ociosas en leer y releer, encantado, como un aprendiz de brujo que aprende cómo volver de la ceniza a la rosa, cuentos de Borges o de Chesterton, o novelas como “El nombre de la rosa” o “Sobre héroes y tumbas” y ya después el mismísimo Quijote y a Flaubert, y me asustaba y me atormentaba y me perseguía su sombra por entre las calles y en mis sueños, al saber que alguien que había vivido sin televisión ni teléfonos celulares hubiese escrito Hamlet o El rey Lear, todo yo boquiabierto y babeante ante semejantes historias que me hacían temblar, como cuando pasaba frente a mí una mujer obnubilante… y ésa fue precisamente la razón por la cual siempre he comparado a la mujer con los libros: me provocaban (ya, ya, me dejo de cuentos: me provocan) las mismas sensaciones: escalofríos, tembladeras repentinas, a veces hasta “moquera”, tartamudeos, sudores espontáneos, ganas de gritar y huir y esconderme en una cueva o en el pico de una lejana montaña, o, ya de por sí, ganas de saltar de un puente. Llegado ese momento, cuando me he escondido en una cueva, me ha fastidiado no tener libros o mujeres que conquistar; o ya en la montaña, me han dado ganas de volver a las comodidades del hogar para contar a diestra y siniestra lo que viví o lo que dejé de vivir. Y ni qué decir cuando se me ha ocurrido aquello de saltar de un puente: primero: me ha faltado la dosis de valor necesaria para hacerlo; segundo: son tan agradables los puentes de Cuenca que pocas ganas dan de saltar. Mejor, pensaba, escribir un poema sobre ellos, imaginando que entonces una preciosa curiosa podría acercárseme y preguntarme, qué sé yo, si la vida vale la pena como para convertirse en escritor.
Pues bien, decía que el hombre tiene muchos rostros. Ya lo proclamó Shakespeare, que en su ubicuidad fue nadie, y lo remarcó Whitman, que en su canto fue todos. Yo, que no he sido nadie y que aún así sigo siendo lo que soy, he tenido unos tres o cuatro rostros. Casi todos ellos moldeados o por las letras –destino que juguetea conmigo como si no me dolieran los jalones que da a los hilos con los cuales me titiritea– o por las mujeres –como si no me doliera que cada una de ellas me descubra in fraganti y de perfil, por su locuaz y común manía de acertar.
Este tipo de autobiografías, muchas de las veces nos tientan a hablar de nosotros mismos en un tono remoto y reverencial como si habláramos de un ilustre pariente que a veces encontráramos en los velorios. Lo que pretendo, al contrario, es intimar jovialmente conmigo mismo y hasta reírme de mí. Hay muchos escritores, por ejemplo, que dicen que no hay un solo imbécil que pueda tratarlo de amigo. Pues, en cuanto a mí, supongo que hay muchos imbéciles que pueden tratarme de amigo y también muchos amigos que pueden tratarme de imbécil.
Mi primer libro, fue la Biblia. Lo leí íntegramente, cada noche, a partir de los once años. Acto que de alguna manera me prefiguraba. No he hallado nada, sin embargo las múltiples opciones que promete la literatura, y aunque sostenga que en lo que respecta a literatura todavía no hay nada escrito, nada, digo, que me conmueva más que el Libro de Job. No sé si fue Harold Bloom o la escolástica, o quizá mi propensión a elevar a las mujeres a los altares, lo que me ha convencido, a la larga, que fue ingeniada por Betsabé, esposa del rey David y madre de ese otro rey llamado Salomón.
A partir de este libro, libro de libros, en mi caso, empecé a hurgar por los distintos destinos de las letras. Abordé, encandilado, al ciego Borges, quien marcó, por mucho tiempo, mi forma narrativa y hasta mi estilo, si es que eso existe. Por él tomé la ruta de los clásicos, amándolos con denuedo, desde los libros antiquísimos de la Odisea y la Ilíada, que siempre me recuerdan una metáfora al respecto de cuando regresa Ulises y tras dar muerte a todos los pretendientes de su mujer, Penélope, ella le dice, irritada por la excitación y la rabia: ¿y bien, qué me vas a decir, por qué tardaste tanto en volver?, y el vagabundo Ulises, no sin antes llenarla de besos para calmarla, se inventa la Ilíada y la Odisea.
Pues bien, así empezó mi recorrido por las letras, muchas veces hipertrofiado y otras simplificado por la irresponsable reducción del mundo. Escribí cuentos e intenté poemas, que no han pasado del intento. Luego, me arriesgué y publiqué un par de novelas, de las cuales, no lo voy a negar, me siento bastante contento, a pesar de muchas veces, por mí o por otros, dudar de ellas y hasta pretender renegarlas.
¿Por qué escribí, de una vez y para todas? Ésta es la verdad. La verdad verdadera, esa que no he contado nunca y que bien habría querido narrar alguna vez. Tal vez no la he contado porque no es original y porque sé que se parece a una historia de Umberto Eco. Fue un atardecer de gran ternura. Entraba la noche, delante de lo que se avizoraba como el último whisky en la oscuridad de mi bar favorito, el más acogedor de todos, sentí que esa mujer, a mi lado, esperaba algo de mí para decir “qué bonito”. Lo sabía, pero callé. Salimos, bajamos hasta las riberas del Tomebamba y en el curso de un paseo a orillas de ese curso de agua, supe que ella no esperaba nada más que un hermoso relato, porque al acabar de contarle que muchas sombras de los difuntos se dedican a lamer las aguas del río de los muertos, porque éste viene de donde estamos nosotros y aún tiene el sabor salado de nuestros mares y del llanto que dejan caer en él los enamorados, y que el río se resiste, le dije, de asco, y fluye en sentido contrario y en sus ondas arrastra a los muertos a la vida; decía que al acabar de contarle esa historia oí el ansiado “qué bonito” y sentí su mano al coger la mía. A partir de ese momento, supe que estaba tentado por las historias, que me sentía satisfecho con la imaginería mundanal, y que ver el mundo con los ojos propios, o sea estos ojos de un picapedrestre buscador de diamantes incrustados en las piedras, era lo que quería, era lo que me apasionaba.
Y para no aburrirles más, no hablaré sobre las influencias, sobre todo las que han marcado las de los últimos libros que son años. No hablaré de Georges Perec, sobre todo acerca de ese puzzle que quiso que fuera un libro, y que lo logró, titulado “La vida, instrucciones de uso”, que trata sobre una planificación perfecta de asesinato, ni de “Mientras agonizo”, la que, en mi humilde y limitada opinión, es la mejor novela estadounidense del siglo XX, escrita por William Faulkner, cuyo tema central es la muerte de la madre de una numerosa, aunque en ese tiempo usual, familia sureña. Una obra que sabe cómo conmover hasta al más reacio de los lectores, hasta al más sesudo de los críticos, hasta al más insensible de los sensibleros. No creo que convenga que me refiera, ni siquiera un momento, a la omnipresencia, que cada vez se ratifica más, de las obras shakesperianas, que nos enseñan que no somos otra cosa que juguetes del destino, o del cariño infinito hacia Chesterton, mi polígrafo por excelencia. No vale, asimismo, decir cuánto quiero a un Bob Dylan o a un Joaquín Sabina, hablar de sus letras, usurpando un neologismo joyceano, siniestrogíricas, porque resulta, al hacerlo, un poco kitsch. En estas intensidades, cuando uno trata de desnudar el alma, o mejor será decir desanudarla, abundan las interpretaciones que de nosotros mismos, o de las diferentes versiones que se van sucediendo día tras día, podemos identificar. No son injustas, ni las propias, menos las ajenas, pero tampoco son necesarias. Lo que podríamos metaforizar en forma de pregunta, es si ¿en esto de competir contra uno mismo, el mejor papel a adoptar sería el de Aquiles o el de la tortuga?
Perdón por la suma de peroratas.
Y para no aburrirles más, en una suerte de manifiesto diré por qué sigo escribiendo, a pesar de que hoy por hoy no haya mujer alguna que me guíe por los ríos de la muerte (y conste que no me estoy haciendo cuña publicitaria…). No escribo en espera de que las cosas contaminen lo que intento ni de que las palabras descontaminen mi vida: ni por las aguas altas que inundan lo que busco y lo esconden, ni por las arduas literaturas de todos los tiempos, que son mi dilecto, ni por helenismo ni por mitología ni por estoicismo, ni por una mujer establecida (aunque ellas así lo crean). No escribo en pos de ti ni para que me esperes en andén alguno. Tampoco lo hago por esas chicas que en la playa me sonríen en sus shorts, reclinando las cabezas para ver diferente la realidad que sus hambrientos ojos no pueden distorsionar, o por los viejos barquitos de papel en los que se hundieron algunos de mis sueños. No podría escribir por mi familia, no dependen de las letras para ser felices. Ni siquiera escribo por el mero encanto de saber que alguien escribió ya la historia del ser con los pies al revés y que así distrae a sus perseguidores, porque ellos buscan de donde partió y no a donde llegó. No escribo por el Ulysses de Joyce o el Museo de la Novela de la Eterna de Macedonio. Ni por Mallarmé ni por Keats. No escribo por tanto “canalla” que acomoda mis noches a sus requerimientos de bohemia y malas compañías, de mujeres placenteras y antros entrañables. No escribo para no desnaturalizarme y no convertirme en un psicópata o en violador de niñas. No escribo por la vaciedad del mundo o la simiedad de muchos vecinos. No escribo por los besos no recibidos o la música que me los robó; menos aun por ti, invisible y sapiente lector. Escribo, hedonista, lo que ya no cabe en mi mano y que de ella quiere desprenderse, y que por eso me la retuerce desde adentro y me la acalambra como una artrosis; esta mano que quiere engañarse al ocuparse de otros menesteres como dibujar animalitos de sombra o acariciar rostros delicados, sostenerme a las paredes que impiden mis caídas y brindar alzando las copas que al cabo las provocan; o contar a aquellas personas impresentables que se hacen llamar mis amigos sin saber lo que hacen, o aguantar a ese cielo que parecería quererse caer y promover infiernos y que, al final, no sabe cómo descontentarse de ser lo que es.
Ahora bien, todo esto puede ser una mentira. La mentira es necesaria, indispensable en la creación literaria. ¿Quién puede creer los cuentos que yo cuento? El narrador busca, siempre, puntos de apoyo, y no hay nada que sirva más o mejor que una imaginación ilimitada que franquee las puertas de la realidad pero diciéndola como un conjuro de protección mientras pasa sus umbrales.
“En la medida que creamos al personaje se puede decir hacia donde va”, pregonaba Juan Rulfo. Esto lo traduzco como la más atinada respuesta a las interrogantes ¿en qué me baso al escribir?, ¿qué me impulsa a hacerlo? Y esa respuesta es: la gana de saber qué les sucederá a cada uno de mis personajes, y quizá, a la postre, a mí mismo. En resumen: para escribir, me siento a escribir.
No obstante, no quiero con esto caer en el espantoso ateísmo, aún en la literatura, lo que viene a ser algo así como ateísmo laico, de decir que escribo por o para mí mismo. No, escribo por el Lector Futuro, ése que descifrará mis signos, y escribo y leo, a veces mucho, para no entristecerme cada vez que acabo de escribir y de leer.

Cuenca, viernes 28 de noviembre de 2008

sábado, 15 de noviembre de 2008

La raza extinta


Me place transcribir, a continuación, un texto crítico a manera de epístola que el escritor, crítico y catedrático Oswaldo Encalada, tuvo la gentileza de transimitirme, sobre mi última novela, La raza extinta. Lo hago por la sensación de estímulo que la misma me provoca, y porque me une al estimado Doctor Encalada más que el "simple" afán literario. Además, conviene decir que estos pequeños detalles, que son grandes manifestaciones, nos dan alas para continuar en la lucha contra uno mismo. Y ni qué decir acerca de la reivindicación que provoca, como ciertas críticas (que prefiero omitirlas para precisamente no alardear) que, igual a ésta, han venido de la mano de la seguridad y la entereza. Espero, sin embargo, no pecar de vanagloria al hacerlo, o simplemente caer en esquemas snob nada apetecibles; de ser así, pues, pues, pues que me incendie espontáneamente, merecidamente:


Estimado Carlos:

He leído su interesante y atrapadora novela, y estas son mis opiniones:
LA RAZA EXTINTA es una novela densa, morosa, detallista, donde no hay espacio para el silencio. La palabra lo cubre todo, cada lugar del mundo creado está lleno de palabras, en una especie de crecimiento que, al parecer, podría volverse imparable.
El tema es la muerte, ¿asesinato?, ¿suicidio?, de Víctor Reiter y María Loyola Ríos. A cada paso la perplejidad del lector crece porque se atan los cabos sueltos más insospechados y el relato se explaya en cada vericueto posible, quizá para despistar al lector y dificultar la investigación.
La novela abre frentes de batalla -frentes de escritura- a cada momento y aparentemente deja en olvido lo sustancial, lo cual es una técnica del narrador, para dilatarnos más la solución y distraernos del objetivo principal: el conocimiento del culpable.
La voz del narrador se mueve en múltiples planos que fugazmente adquieren preponderancia, para luego hundirse en el anonimato.
LA RAZA EXTINTA es una novela muy original, de naturaleza policíaca, contada por un narrador conocedor de las técnicas, y gran lector, además. La imaginación prima en cada página; pero sobre todo brilla y se desborda -la novela es un continente que no alcanza contenerla realmente- sobre todo en ese alarde de fantasía que son las "gacetillas".
Carlos Vásconez es un narrador que cada día progresa y cada vez ofrece frutos más refinados, como es precisamente el caso de esta novela.

Oswaldo Encalada Vásquez

jueves, 13 de noviembre de 2008

Cosas imperdibles que se pierden con frecuencia

Las mujeres
Todas las mujeres son iguales, sin embargo hay unas que son más iguales que otras.


Las palabras
El imperdible: nombre ridículo a algo que siempre se nos pierde.


La estampa
Una de las características de la literatura, es que despeina.


Las triquiñuelas
Ella no era mentirosa y por eso le gustaba ser trágica, apasionada. Donde estaba estaba más contenta. Tenía un sueño recurrente en el cual exprimía las tetas de una vaca y luego se bañaba con su leche, rejuveneciendo. Se levantaba y todavía con gotas blancas en su pelo y en las pestañas se iba al pueblo a arreglar su propio entierro... Y ese sueño le quería significar algo, o por lo menos de eso se convencía. Y volvía a renacer en ella la tragedia, incluso una especie de patetismo. Y le gustaba despertarse muy de madrugada y no volver a dormirse. Quiero decir que no sólo lo era, sino que además le gustaba serlo. Escogió ser una mártir, una puta, una enfermera en Etiopía. Era todo lo que olía a pólvora, que ideaba héroes heridos en el suelo. Todo lo que ayudara al hombre a crecer o, por lo menos, a sentirse bien. "La vida es bella", solía repetirse por doquier, intentando convencerse.

De esa manera desaforada había cultivado una suerte de "extravagancia de la referencia", apersonándose de cuanto sucedía a su alrededor, imaginando que todo era una proyección suya, sintiéndose una santa y preocupándose por todo cuanto ocurría en el mundo. Una guerra en Medio Oriente le resultaba como un dolor de cabeza intolerable o como una fractura de tibia; un huracán en la Península de Yucatán, igual a un dolor de muelas o un mareo causado por un mal trago. En definitiva, un mundo en el que pasan tantas cosas, la mayoría que tienden al acabose de la humanidad, que al comienzo no supo cómo identificar hasta que las comprendió como palabras (como sus palabras). Palabras de un lenguaje obsceno, o en su defecto mal pronunciadas, mal redactadas, con una gramática deplorable. En suma, una bullanga. Pero una bullanga que se propuso enmendar, hablando puntillosamente, sin retruécanos, cosa que fluya como el amor, como el eufemismo que es decir que algo puede fluir como el amor.
Y habló. Habló con todos los que pudo. No es difícil imaginarla en la noche, planeando discursos, conferencias, sermones o entrevistas donde ella es quien pregunta y ella misma quien responde. Más complicado es imaginar quién podría detenerse a entablar una charla de tan alto nivel sin tener de por medio un interés. Así, pues...

Llegó, como no podía ser de otra manera, la tarde en la que el ruido le resultó insoportable. Decidió, con tapones en los oídos, dejar de hacer el bien, porque ésa era la fuente de donde brotaba todo ese caudal de ruido, ¿y el pensamiento?, ¿y el silencio? Si es lo contrario al ruido, es el mal.

Por eso ahora sus objetivos son diferentes. No hace nada por nadie. A lo que se limita es a insultar cuando le piden por favor esto o aquello, y a desenfundar toda su carga de odio contra los que trabajan. De tanto pensar, se olvidó que el mundo era ella, que odiarlo era odiarse.


El ego
Debieron haber escogido otro;
soy el menos adecuado para ser yo,
yo, que tantos he sido...


La inmortalidad
Quisiera ser tú para no tener la necesidad de estar a tu lado.


La mortalidad
A veces los rasgos se nos confunden en el smog de Babilonia.

La soledad
Nos une una ansiedad abrazadora y, ahora,
toda una biblioteca, una flor ridícula, la añeja
palabra arcángel, un barco ebrio, un rosario,
tu deber de ser yo.
La condecoración
El cojo, quien además era miope, a veces miraba el campo y se ponía a pensar en su familia. A veces creía que la familia está para ser desaparecida, como en una especie de reto para el más brillante de los descendientes: lo que el mejor tiene que hacer es opacar a los que no brillan tanto, robándoles su brillo, se decía. A veces se cruzaba por su mirada un vecino muy alto llamado Hans y recordaba a su tatarabuelo que le contaba la historia del "batallón de lujo", ese regimiento compuesto sólo de hombres que pasaban el metro ochentaicinco y que fracasó en su primera y única contienda, pues resultaba sumamente fácil hacer blanco en ellos.

Las pasiones literarias



Puedo darte mi soledad, mis tinieblas, el hambre de
mi corazón; estoy tratando de sobornarte con la
incertidumbre, el peligro y la derrota.


En una casa en pleno Buenos Aires, hay un cuarto donde Borges dio sus últimos alientos hace veintipico de años y donde su bastón retumba sobre las tablas como el eco del padre de Hamlet en el castillo de Elsinor en Dinamarca. Para entonces, ya había recorrido (o, como a él le habría gustado decir, redescubierto) las ciudades de Europa, había regresado a su Ginebra, había olvidado miles de páginas, miles de caras, había descubierto a final de cuentas que el Ulysses de Joyce, aunque nunca le gustó, o simuló aquello, tal vez por su monumentalidad, es un libro digno de un brindis, y que la ceguera y la vejez no son del todo intolerables. Juzgó más de una vez, enamorado de las paredes que tanto acarició para no caer, que el hombre sólo hace algo para luego poder contradecirse con propiedad. Intentó novedades, que ya en sus últimos días le importaban menos que la verdad. Y quizá nunca supo que su fin no sólo era literario, sino también histórico, también hereditario.
Me concierne, en estos momentos, adentrarme en el panegírico Olimpo de Borges (el taumaturgo), porque se ha convertido en mi recomendación. Diversamente admirable como poeta, narrador y ensayista, este argentino, destinado -como él mismo aseguró- a no vivir más emociones que las que brinda una biblioteca, legó a nuestas generaciones un arduo censo de títulos y autores a los que acudió con inteligencia. Y éste es acaso el más importante de los regalos de Borges: sus lecturas, la magia por artificios que impone la literatura. Me pregunto, a manera de afecto personal, ¿qué sería de mí de no haber leído a Chesterton? Y es aún de haber seguido yo la senda de las literaturas, es vago suponer que habría dado con tanta facilidad con este inglés que me ha desternillado de risa y me ha sorprendido gratamente en más de una ocasión con sus invitaciones a Beocia, y que seguramente provocó lo mismo en Borges quien supo que tanto él como Kafka habrían escogido, de poder hacerlo, la felicidad de ser Chesterton. Tal vez me hubiese ocurrido como con Nerval, a quien llegué por Umberto Eco, y que de no ser por el itálico no habría conocido ni gozado de su infinita semejanza con un servidor. Ergo, esto es Borges en algunos sujetos "impresentables" de mi generación y de generaciones precedentes: el maestro que guió a sus discípulos por la alegre arbolada de espadas y de puñales, por la encendida negligencia de las barajas y de las monedas, por el empañado tiempo (que es la materia de la cual estamos hechos los hombres) en el que siempre sucederá lo mismo, una y otra vez, por las leyendas escandinavas de un Odín que nace cuando se enciende una vela y se extinguirá sólo cuando ésta se apague, enseñándoles a sus aprendices a salir sin rasguños de tales travesías. Este es Borges, el perfectamente infeliz que sin embargo le quitaba el amargor a esa condición, aquel que afirmó: "La desdicha es una experiencia más rica, más intensa que la dicha, porque la dicha es un fin; en cambio, la desventura tiene que ser variada... Por eso, casi no hay poesía de la felicidad". Este es Borges, el mismo que comprende que el funamento literario de una nación es la transcripción de la voz, de un sonido, del lenguaje popular, porque el rumor popular está siempre mucho más cerca de la verdad histórica que la opinión "educada" de nuestros días; porque la tradición -lo reitero- fue siempre más verdadera que la moda. Por ejemplo, en uno de sus relatos poéticos de su libro El Hacedor, al ser un gaucho agredido por otros gauchos y caer y reconocer a un ahijado suyo y exclamar: "¡Pero, che!", Borges, entre paréntesis, dice: "estas palabras (¡Pero, che!) hay que oírlas, no leerlas". Este es Borges, digo, la biblioteca condensada de la erudición cultural sin intelectualismos al alcance de todos, el hombre que nos obligó, sin obligarnos, a releer el Libro de Job, Hamlet, Pygmalion, el Libro de las mil y una noches, y que nos tentó a encontrar más tiempo para desperdiciarlo en Schopenhauer y Alfonso Reyes quien publicaba con Borges sus obras "para que nos se les vaya la vida rehaciéndolas".
No despreciemos un dato nada pobre de la literatura borgeana, la mentira. Aldous Huxley afirmaba, no sin sorna: "Si no sabes mentir, no sabes hacer nada". Borges es ese gran mentiroso, o mejor, ese eterno postergador de verdades, lo que lo empata parcialmente al mundo de un Franz Kafka, quien hallaba un infinito número de imposibilidades en cada acto humano, desde el elemental de dar un paso y no atreverse a hacerlo, hasta el más complejo proceso de morir y no saber hacerlo. Sin embargo, no puede despreciarse la relatividad en estos compuestos idílicos, ya que si para un gran escritor, como fue Borges, a quien, valga la aclaración, le gustaba leer por leer, en un sentido netamente hedonista, digo, si a él le resultaba del todo agrado sentirse metido, qué mejor para nosotros, lectores suyos, sentirnos mentidos, sabernos parte de una invención suya, y es que el buen lector fue su estigma; es que para leer bien hay que ser un buen inventor.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Tantas veces todos


Por descrucificar los anhelos
clavados en mi pluma


El imaginario popular nos ofrece una gama amplísima de opciones para hallar seres que más bien parecen salidos de un digno bestiario medioeval que del vientre de buena madre. Sólo hay que abrir los ojos para ver por las calles de cualquier ciudad, perros de Bubastes, caballos que calzan cráneos humanos, leones Saíticos, al Macho Cabrío Mendesio, cocodrilos lagrimeantes con sus hórridas aberturas de fauces, a Androcles en su tarea eterna, a los ávidos Dípsodos, a los astutos Icneumones, caracoles de concha retorcida y hasta a seres divinos que fluyen por el universo y traman a estos pantomorfos seres desplegándonos ante nuestra vista.
Hay, no obstante, quienes son todos, incluso estos seres -y no sólo por entenderlos, sino por vincularse y ser ellos. El gran Walt dejó dicho: No concibo un hombre que por lo menos un día en su vida no fue una mujer.

Cara y cruz

Una de las ideas más gratificantes que puede haber propuesto el hombre es la de radicar su acción en una idea posterior. Sé que es extraña y aun paradójica tal frase, pero como toda grata paradoja lo que propone no es descabellado. Imaginémos un mundo regido por el libro de todos los idiomas, por ese esperanto que tanto ha buscado el ser humano desde que posee uso de razón, lo que quiere decir desde el embrollo generado en Babilonia desde donde partimos inentendidos a entendernos de nuevo.
Pues bien, esta sociedad, ideémosla una isla, se basa en la posibilidad de todos los días olvidar al precedente, precisamente porque se ha olvidado el idioma que se habló el día anterior, lo que conlleva a olvidar los actos y los pensamientos que en la mayoría de los casos se rigen a las letras o a las palabras en sí. En este ignoto lugar, ha donde se llega en un temible bergantín con medio plano de un tesoro que, claro está, nadie recuerda en qué orilla fue enterrado, se habla todas las lenguas o ninguna de manera íntegra. A menudo tratan de escribir, acaso en la arena, acaso en las cortezas de las palmeras, por el impulso frecuente de querer expresarse, y al día siguiente el significado de esos garabatos les resulta escondido. Ahora bien, este olvido no es del todo maléfico, porque apenas han olvidado el viejo lenguaje (que tal vez sí vuelven a encontrar, pero a medias, como a todos), en largas noches de borrachera, les nace el entendimiento del nuevo idioma. Se sienten loritos que copian lo que escuchan. Dicen cosas como: every person, place and thing in the chaosmos of Alle amyway connected with the gobblydumped turkey ostroghotic kakography siniestrogírico desidered, e improperios similares.
Hay quien perjura que toda es una amenaza femenina. Que en esta confusión babélica los hombres pueden amar cada día a su esposa como si fuera el primer día, para lo cual inventan brebajes que el mundo de hoy ha olvidado al convencerse que la brujería no existe.
Este lugar, regido por esa obra de un irlandés que no la conoció, que es el único libro que se podría leer aquí porque engloba a todos los otros, puede ser sorteado o vulnerado, no sé, cuando se halle la mitad del mapa faltante. Es decir, cuando alguien trace al reverso lo que falta trazar: la idea de salir.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Un canto no general, generalizado

Hace dos semanas se hizo público el libro "La canción del invitado" de Galo Alfredo Torres, quien me pidió hiciera el lanzamiento y el juzgamieno crítico del mismo. A continuación, unos fragmentos de la presentación que preparé para aquella noche.




EL CORO DEL INVITADO
Carlos Vásconez


Para que no sepan que estamos enfermos, a veces fingimos estar afiebrados. Y es en esas temperaturas en que vemos la noche como si algo cayera de ella sobre la tierra, y es entonces, en esos desvaríos de enfermedad real y fingida, en que sabemos que algo que de allá cae está bien que caiga sobre nosotros, porque ocupará un lugar nuevo y acaso mejor del que ya ocupaba. Y entiendo que es de allá de donde proviene la invitación a este canto de Galo Torres a primero interpretarlo para por fin corearlo, porque la verdadera poesía es así, se anuncia en el aire y algunos animales la presienten. ¿Qué estrella cae sin que nadie la mire?, preguntaba Faulkner.
Esa es una de las formas de la entrega, el fingimiento, el disfraz, incluso la mentira que surge en procura de la paz y del sosiego, pero también la mentira que brota de la desesperanza, que sugiere un mundo justificado y mejor, un mundo lleno de poetas, de sus musas y de la gloria que logran en conjunto los poetas y sus musas. Y si hablamos de gloria, la mayor que un poeta puede aspirar está en entregarse, con toda el alma, a su poesía y tener fe, no sólo en sus cofrades escribas, sino también en sus detractores y en sus súbditos. Esto viene a acotación porque, al referirnos a las letras, los ecuatorianos estamos acostumbrados a respirar, con una frecuencia casi enfermiza, un monótono aire de trono vacío. Sin embargo, en este mismo país donde se alega que no se lee, donde evidentemente el tuerto es el rey, están sembrados escritores magistrales que, precisamente por estar muy enraizados, no se han dado a conocer como es debido, pero que demuestran, a pesar de estar atados a lo cotidiano, a pesar de ver llover, de buscar en los ojos ajenos unos que los identifiquen, de sopesar las posibilidades de éxito y renegar de los lugares comunes, que nada hay de casual en ellos. Tal vez se trata del mercantilismo o del mundanal ruido callejero que los tiende al silencio, a pausas en las rutinas y en el vértigo; o quizá el afán de intentar llevar a un libro lo inaudible, lo invisible que hay en todo eso; y entonces, dan con gratas sorpresas que nos las sirven en bandeja para que nosotros, convidados en ese festín, las devoremos famélicos; los poetas son la réplica a la afirmación de los morfólogos de la escuela goethiana, de que toda especie al perfeccionarse engendra una nueva especie.
Galo Alfredo Torres, poeta por vocación y destino, cinéfilo por intención, amigo mío porque no le queda más, nos presenta hoy un poemario que está en el olvido, en la memoria (que está llena de olvido), en el pasado y en las herejías, en un innominado pero descifrable mercado, en los sueños de los amigos, ahí, donde damos pasos de bastón tras el eco de su voz, y consigue poetizar como pocos la melancolía, que es lo mismo que decir la búsqueda, la rebeldía y la desilusión de ciertas infancias y adolescencias que han transcurrido en la ceguera, que se han visto sujetas a estereotipos y a guías inútiles de convalecencia. Para felicidad de nuestra memoria, que es casi rencorosamente refractaria a las formalidades académicas, Torres es capaz de alcanzar en “La canción del invitado” una ternura de niño a su vez que logra crueldades hirientes. Para graficar lo último, bastaría con revisar “Visiones en el mercado”, cuyo remate es ambiguo a la vez que colosal: Los perros callejeros se acercarán, husmearán el cuerpo abierto –de ella– y luego se irán, dejándonos en el paladar la sensación omnímoda de entusiasmo o de desinterés o aun de desprecio; y todo esto, resumido, no es sino tormento peculiar del poeta.


(...)


He nombrado a la memoria, al olvido, al pasado y a las herejías que son recurrentes en “La canción del invitado”; no obstante, lo son de una manera intencionada. Éstos llevan siempre en los poemas de Torres al pensamiento y a la enfermedad del alma dolida, como si lo uno viniera de la mano de la otra. Se trata de elementos que son centrales en la construcción de la idea de casi cualquiera de sus poemas. Ese contraste entre la cultura y la vida, digamos así, mantener la tensión, trabajar los posibles matices de esos dos mundos es fundamental en la escritura de Torres, mantener unidos los términos, siempre en lucha, creo que eso es constitutivo en Torres y a la larga prevalece la idea de que la memoria y el olvido empobrecen, y de que las vidas elementales de los hombres simples son la verdad… La seducción de la barbarie es un gran tema, por supuesto, de nuestra literatura. Para Torres, como para Bolaño o aun para Onetti, la barbarie, la vida elemental y verdadera, el destino ecuatoriano y sudamericano son antes que nada el mundo de la pasión. No porque no haya pasiones intelectuales, y eso Torres lo conoce muy bien, sino porque del otro lado está la experiencia pura, la epifanía. En ese exquisito poema titulado “Visita de la cruz”, un hombre se descubre de perfil al verse pobre de fe y caridad en la espalda de un enviado o un mensajero; esto es lo vivido, las pasiones elementales. Asimismo, he hablado del tormento; el tormento es una costumbre lógica en las personas limpias de fanatismo, aquél de preguntarse si la vida puede ser usada y disfrutada y abusada, si la vida no es una hectárea de terreno o quitarse el sombrero ante el paso de un hermosa mujer y comenzar a pedir limosna, o si la vida es un sueño, o es los libros que no compramos, a cambio de los cuales están los libros que sí leímos; o si la vida no es el pobre hombre que sólo quiere suicidarse, en algún régimen comunista, y se pregunta ¿cómo hacerlo si las máquinas del proletariado no funcionan?, o si la vida es dar las gracias por libros como éste y momentos como los que este tipo de libros nos brindan.


(...)


Por esto y más, “La canción del invitado” debe leerse mucho. Se ve ensalzado, su poemario, sobre todo por su ausencia de monotonía ya que llega a parecer casi una serie de respetuosos retazos de la vida de un hombre dotado de una extraordinaria sensibilidad, que, aunque parece de un cementerio hacer cloaca, representa con sencillez mas no simpleza, las pasiones de la carne y el corazón, y que nos dice que un día los hombres se van a agotar y que aquél que se subleve y escriba, no podrá hacerlo ya sino refiriéndose a ríos y a símbolos, y otra vez el escriba al paredón, y otra vez a elevar un canto mentiroso para no fenecer, prefigurar un porvenir recuperando un pasado ajeno. Porque sí, la poesía trabaja con el pasado. Se cierne en éste y con éste se entiende. Y entonces canta. Y en el murmullo de los timbres de sus páginas, se alza semimaterializado, sobre el silencio de a quien le ha tocado leer, corear y gozar.
Todo libro debe justificarse, sentenció el viejo Borges. “La canción del invitado” lo hace doblemente: se justifica como obra y nos justifica como lectores o diablillos que dormimos a las sombras de las iglesias. Lo he releído; hay en éste algo que atrapa y que es muy bueno como para que el autor nos lo muestre; algunas veces imagino que es la alegría de Galo Torres.

martes, 28 de octubre de 2008

La justificación



Lo siente llegar; antes ha escuchado a su espada atravesar los cuerpos de sus pretendientes y ha visto el aire lavado por una llovizna de tres días. No sale para no apreciar la catástrofe que de ser vista aminoraría la cantidad de imágenes con las que su imaginación ha surtido a su recuerdo los últimos años y con las que malsueña.
La robusta figura se posa en el umbral y esa silueta ensombrece con tanta fuerza el interior de la alcoba que la claridad que la rodea cruje como un madero de galeón. Ella lo distingue, con los ojos acristalados. Tiene la mano lista para propinarle una bofetada épica que le recuerde a ése su hombre que le faltó por tanto tiempo, el dolor de su ausencia. Sin embargo sus iras, lo primero que hace al notar que efectivamente es él, Ulises, quien llega, es abrazarlo y besarlo en los párpados. De pronto, se separa bruscamente y la furia femenina se apodera de su cuerpo, como de él la redescubierta belleza incomparable de Penélope, que Cronos se había encargado de borronearle de la mente.
-Y bien -dice Penélope con la voz temblorosa de rabia y excitación-, ¿qué mentira me vas contar? ¿Por qué tardaste tanto en volver?
La hace sentar, no sin bañarla en besos, para apaciguarla y darse aliento. Y el vagabundo Ulises, rodeado de sombras, se inventó La Ilíada y La Odisea.

lunes, 27 de octubre de 2008

La vida y algunas instrucciones para usarla




















Cuando le preguntaron a Roberto Bolaño, cuáles eran sus cinco libros, respondió, con su sorna característica, pero también con su común inteligencia, que sus cinco libros eran cinco mil. Enumeró libros entrañables y alguno que otro del que no puede adolecer una antología o biblioteca que se considere digna; a saber: El don Quijote; La vida, instrucciones de uso; Contrapunto; La invención de Morel; todo Borges; etcéteras.

Fragmento de El viaje de invierno de Georges Perec:

Durante todo el día, contando con la ayuda de Denis, Degräel procedió a un examen sistemático de la obra, persiguiendo la dispersión de los fragmentos en decenas de antologías y colecciones de textos. Así encontraron cerca de trescientos cincuenta, repartidos en casi trescientos autores; tanto los célebres como los más oscuros poetas del fin del siglo diecinueve, y a veces incluso los prosistas (como León Bloy y Ernest Hello), parecían haber hecho de El viaje de invierno la biblia de donde hubieran extraído lo mejor de sí mismos.

A sabiendas que encasillar una lista de los libros a leer es alerdear pero también enriquecedor para el oyente o para el lector, me atrevo a dar una breve lista de los libros que, además de ser de cabecera, pueden dar sentido (en mi humilde opinión) a este mundo que reclama magia y muchas veces espera que esta magia lo justifique. Me atrevo, pues, a dejar constancia de mis libros que hoy (ya que los tiempos, como las costumbres y los anhelos van cambiando según se vive, ergo, se aprende) marcan el camino, a veces tambaleante, a la manera de Kafka, que recorremos los equilibristas que sobre esas líneas hacemos equilibrio.
He aquí mi primer intento que la Providencia sabrá si lo continúo o fenece donde nace, en este blog (o juego de egos):
Me acojo, no sin entusiasmo, a la obra íntegra de William Shakespeare, el bardo inglés que dejó dicho que "la vida es un cuento contado por un idiota"; sin embargo, limito la panorámica a Hamlet, Otelo, El rey Lear, Macbeth, Ricardo III y los Sonetos.





Georges Perec, y la dificultad que plantea, me entretiene constantemente. Abrir cualquier página de La vida, instrucciones de uso, abastece mis días, sobre todo mis tardes ociosas, con la magia de un puzle que, además, está relleno de nouvelles y cuentos de una exquisita manufactura. Un escritor que sí escribía, y vaya cómo.
De La invención de Morel, sólo añadiré que sigue siendo una alegría abordarla cuando sea, bajo el estado de ánimo que nos toque afrontar, ensopados o agrios...
Mi predilección es prosáica, no obstante, sé que la poesía es del hombre como el hombre lo es del vino. Quisiera decir que Whitman está sobre todos; lamento decepcionarme. Prefiero al mismo Shakespeare, a Keats, a Edgar Lee Masters, a Wallace Stevens y, en español, a Vallejo. Cualquier libro de César Vallejo.



PRIMERA TIBIEZA
Wallace Stevens


Me pregunto: ¿He vivido una vida de esqueleto
siendo un interrogador de la realidad,

compatriota de todos los huesos del mundo?
Ahora, aquí, la tibieza que había olvidado se torna

parte de la realidad mayor, parte de
una apreciación de una realidad;

y así en una elevación, como si viviera
con algo que pudiera tocar, tocar en todo sentido.

Obviamente, El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha.
Obviamente, Ulises, esa obra que James Joyce dijo que había escrito para mantener ocupados a los críticos durante cien años.
Entre las novelas, Grandes esperanzas de Dickens, Seda de Antonio Baricco, La conjura de los necios de Kennedy Toole, Cien años de soledad de García Márquez, Mientras agonizo de William Faulkner, y como se trata de una suerte de escogitamiento, me detengo en este punto con las novelas, aunque también me gustaría contar entre ellas a Meridiano de sangre de Cormac McCarthy y esa joya del postmodernismo llamada La subasta del lote 49 de Thomas Pynchon y esa otra joya de la literatura contemporánea titulada por Umberto Eco "El nombre de la rosa" y esa otra maravilla, El sueño eterno, de Raymond Chandler, y cómo no dejar para después Palinuro de México de Fernando del Paso o El hombre que fue jueves de Chesterton o El corazón es una cazador solitario de Carson McCullers...
Entre los cuentistas, nadie como Kafka y nadie como Borges y nadie como Chesterton, en sus rubros, aunque similen.



EL BUITRE
Franz Kafka



Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego proseguía la obra.
Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre.
-Estoy indefenso -le dije-, vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies: ahora están casi hechos pedazos.
-No se deje atormentar -dijo el señor-, un tiro y el buitre se acabó.
-¿Le parece? -pregunté-, ¿quiere encargarse del asunto?
-Encantado -dijo el señor-; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil, ¿Puede usted esperar media hora más?
-No sé -le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después añadí-: por favor, pruebe de todos modos.
-Bueno- dijo el señor-, voy a apurarme.
El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco, retrocedió para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación; que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.

Dejo para una futura e improbable ocasión, la continuación de esta lista. Hasta entonces, tal vez descrea de alguno o varios de los libros antedichos. Por el momento, no.

domingo, 26 de octubre de 2008

María Luisa, acto de fe


María Luisa, acto de fe
Carlos Vásconez


Supongo que el deber de un lector es mantenerse firme a los libros que ha leído, y si es que lo han conmovido, aumenta la obligación de reciprocidad. No es éste el pensamiento de María Luisa, lectora empedernida y a veces enfermiza de Borges. Lo lee para despistarse de la vida, para olvidarse de que hace fila en un banco o para esperar el autobús. Lo lee también por las noches y recuerda o imagina algún cuento de Borges mientras le hace el amor algún que otro sujeto cuya nefasta vida debía ser la razón última por la cual tomaba la decisión de ir a buscarla a una esquina o llamar a su teléfono celular que la auspiciaba, casi a diario, en el periódico vespertino. María Luisa no sólo lee a Borges, pero lo prefiere sobre los demás. Tampoco es que sepa mayor cosa de la vida del escritor argentino, ni muchos detalles sobre la calidad innegable de su obra literaria, lo que sí sabe es que su libro favorito, el que lee y relee, “El Aleph”, es el regalo y el recuerdo de su único y verdadero amor, Julián Fuentes, un joven que murió accidentado, hará ya diez años, en la Interestatal 36, tras una colisión con un camión de electrodomésticos.
La primera vez que se vendió fue en el verano del 2002. Lo hizo a un joven que la anheló durante toda la noche, una noche que a ella le apetecía una noche cualquiera y que devino en sorpresas. El alcohol influyó notablemente en sus decisiones, desde mojarse la camiseta con cerveza, hasta el hecho de aceptarle un billete de cincuenta dólares a cambio de poseerla por el resto de la noche, que no era mucho, pero era bastante. María Luisa se despertó de un sobresalto cuando ese joven innominado la penetró y se dio cuenta sólo entonces que no usaba preservativo y que lo más probable fuera que lo contagiara con alguna enfermedad venérea. Sin embargo, lo que pensó entonces fue que ya el crimen estaba efectuado, sacarlo a la fuerza hubiese sido motivo suficiente para encabronarlo y quizá para provocarle que le propine una paliza, y terminó por convencerse que ése era un chico guapo y que no había tenido relaciones desde hace un tiempo prudente y que el duelo ya tenía que terminar. Lo hizo dos veces y lo disfrutó. Más disfrutó de los cincuenta dólares que a la mañana siguiente le dio ese muchacho que, al verlo bien, era tan guapo como había imaginado y no daba la impresión de ser de esos sujetos impulsivos que hubiese podido propinarle el menor golpe.
Volvió a hacerlo varias veces en distintos balnearios del país. Una noche no le agradó el sexo y fue desde ese momento cuando compaginó la idea de las lecturas y la fantasía borgeana con el acto sexual. Fue lo primero que le vino a la mente, y en esos casos, como se obligaría a pensar, no hay que pensarlo dos veces si es que por fin algo te distrae y te hace placentero algo que no lo es. La sensación de suciedad que pudo haber sentido cuando descubrió que no le gustaba el sexo, o que en su defecto ya había dejado de agradarle por repetitivo, o porque ese mastodonte no le brindaba placer alguno, se convirtió en una excusa nada injustificada para sobrellevar los malestares.
Es cierto que repitió la dosis más de una vez y bajo circunstancias del todo contrastantes. Que imaginó “El inmortal” cuando padeció un dolor de muelas o que recordó, línea tras línea, “Deutsch Requiem” en el velorio y el entierro de su madre. No es menos cierto que al mundo borgeano lo cotejaba con el mundo real, colocándolos en una suerte de balanza que equilibre por fin una vida venida a menos.
Guarda “El Aleph” en su bolso. Viste como una mujer bien, de manera especial porque cree que gana así más que vistiendo como una callejera, con mallas y bragas que evidencie su minifalda. Por eso come en restaurantes, si bien no del todo elegantes, sí lugares que una persona de clase media, clase a la cual apunta para sus cortejos, podría frecuentar. Las cuentas las arregla de entrada y ha decidido no acostarse con más de un hombre por día. Aclara las cosas:
–Mira mijito –dice con algún desdén pero cuidando las palabras para que no la expulsen de esos sitios–, si me quieres, tienes que cancelar la cena y mi paga es de cincuenta dólares. No esperes sorpresas. Me llevas a un cuarto de hotel y amanecemos juntos, si así lo quieres.
Y así transcurre las noches, decidida a que nadie ni nada la devolverá al amor. Sin embargo, lo extraña, y eso está claro cuando un hombre que la ha poseído se la encuentra en alguna esquina leyendo. A éste no le queda más que imaginarla una suerte de mujer cuya vida solariega le insta a las malas noches; tal vez fue la culpa, puede decirse cualquiera, de un marido agresivo, o de un padre pedófilo e incestuoso. Pero no sabe, este sujeto que tratará de llamar la atención de María Luisa a toda costa para ver si ella lo reconoce y así le hace un descuento, que lo que la volvió prostituta fue un hombre bueno que supo darle el amor que muchas otras mujeres anhelan y que no se atreven a buscar.
No pretende cambiar. No pretende ser mejor. Eso queda para los adolescentes. Ella lo único que quiere es ser mujer.

lunes, 20 de octubre de 2008

De peluquería y futuros atardeceres

De peluquería y futuros atardeceres
Carlos Vásconez



Triste es la palabra que define el amanecer del primer hombre cuando vio a su mujer sin cabellera. Cómo temió este primer hombre, el del fuego y la rueda, aquel que pronto moriría de peste, para quien lo único que blasonaba su escudo era el oro y el púrpura de muchos heráldicos atardeceres. Al verlo, el sol era de otro; el hambre satisfecha, de todos menos él; su mujer, de nadie. Cuánto le costaría descubrir que esa rebelión era también una tiranía para su otredad, y que se convertía, ahora, en el fantasma perfecto de un gentil, de un postrer caballero. ¿Cómo comprendió a esa voz inconcebible que le hablaba desde adentro diciéndole que le tocaba vencer a los rivales por la mujer sin cabello que le había usurpado la definición de varón?
Se arrojó al pecado, por comprenderlo; al azar, por temerlo. Guerreó ansioso, en busca de demostrarse valentía, antes que se borre la luz. Ensangrentado, volvió a casa esa noche. Su mujer lo recibió con alimentos calientes, con el amor predispuesto y con esa cosa rara que contraía su cara y que no había visto, su sonrisa. No extrañó su cabellera hasta que rebrotó. Con un antiguo estupor, la acarició.
Esa misma inocencia que la movió a buscar sonrisas, ese mismo instinto, esa misma idea que rauda la acometió, fue la que la llevó a pelar melenas femeninas y a fundar lo que bien puede ser el primer gran negocio de los hombres, un negocio de mujer.

Cuenca, 12 de septiembre de 2008

El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha

He aquí al ingenioso hidalgo en su desvarío encantador.

"Fusióname en tu canto e invítame a contemplar los caminos solaces. A tu envergadura y tu peto rociara de oliva.
No, no me invites. No quiero ver a tu Dulcinea, porque por su cuerpo sólo anduvo tu mano; por su memoria, tu ansia; por su capricho, tu silencio... por su risa, tu llanto."

Cide Hamete Benengeli lo soñó; nosotros seguimos buscándolo.

Like a Rolling Stone


A pesar de la típica y lógica controversia que se puede generar al hablar de cuál es mejor o peor, más valiosa, eternizante o gloriosa, o que simplemente vale la pena más que otras, ésta, la canción himno del cantautor estadounidense Bob Dylan, ha marcado, quiéralo quien lo quiera y no quien no, un hito en la historia de la música (decir contemporánea es redundar y también alardear de una sabiduría que no nos compete). Me refiero puntualmente a Like a Rolling Stone. Para la revista Rolling Stone, ésta es la número uno en la historia del rock o de la música en inglés. Nos sumamos a esa posición, no sólo por lo que simboliza la canción, sino lo que termina por representar su autor, tanto como ícono de libertad cuanto como profeta en su propia tierra, siendo emulado no por uno de sus coterráneos y envidiado por gran parte de sus colegas.
A continuación, la letra tanto en inglés, cuanto una traducción, la más cercana a lo original, de esta monumental pieza musical que bien puede catalogarse dentro del grupo de "obras maestras" de la historia de la música. Un par de detalles a tomar en cuenta: primero, la dirección de YouTube que se anota abajo de estos renglones corresponde a un concierto dado por The Rolling Stones en Río de Janeiro y en el cual el invitado especial es Dylan para entonar, junto a ellos Like a Rolling Stone. La segunda, la simpleza poética, muy acorde a su maestro, Dylan Thomas, que se halla en la canción. Casi es una simpleza dialéctica, poética y profética -valga reiterarlo-, porque no imagino que no haya alguien, de sano juicio aunque a veces lo pierda por ser tan sano en un mundo de imaginería barata, que viviera una historia similar o hubiese conocido, en último caso, a una muchacha con este corte de princesa descarriada.
Cabe recordar que Like a Rolling Stone trajo, acto seguido a que fue hecha pública, mucha tela que cortar, incluso por el desvinculamiento que conllevó la canción, de un Bob Dylan antes ceñido al traje de todo lo folk y que de pronto convirtió su estilo en un rock con sentido, con intención y que seguramente no morirá, porque hay cosas que no saben hacerlo, y esta canción, maciza como una piedra a la cual se la puede patear sin tregua hasta rompernos los nudillos o ya de plano desuñarnos, es una de esas "cosas".

http://www.youtube.com/watch?v=pTqEW2em0u4

LIKE A ROLLING STONE
Bob Dylan


Once upon a time you dressed so fine
You threw the bums a dime in your prime, didnt you?
Peopled call, say, beware doll, youre bound to fall
You thought they were all kiddin you
You used to laugh about
Everybody that was hangin out
Now you dont talk so loud
Now you dont seem so proud
About having to be scrounging for your next meal.

How does it feel
How does it feel
To be without a home
Like a complete unknown
Like a rolling stone?

Youve gone to the finest school all right, miss lonely
But you know you only used to get juiced in it
And nobody has ever taught you how to live on the street
And now you find out youre gonna have to get used to it
You said youd never compromise
With the mystery tramp, but now you realize
Hes not selling any alibis
As you stare into the vacuum of his eyes
And ask him do you want to make a deal?

How does it feel
How does it feel
To be on your own
With no direction home
Like a complete unknown
Like a rolling stone?

You never turned around to see the frowns on the jugglers and the clowns
When they all come down and did tricks for you
You never understood that it aint no good
You shouldnt let other people get your kicks for you
You used to ride on the chrome horse with your diplomat
Who carried on his shoulder a siamese cat
Aint it hard when you discover that
He really wasnt where its at
After he took from you everything he could steal.

How does it feel
How does it feel
To be on your own
With no direction home
Like a complete unknown
Like a rolling stone?

Princess on the steeple and all the pretty people
Theyre drinkin, thinkin that they got it made
Exchanging all kinds of precious gifts and things
But youd better lift your diamond ring, youd better pawn it babe
You used to be so amused
At napoleon in rags and the language that he used
Go to him now, he calls you, you cant refuse
When you got nothing, you got nothing to lose
Youre invisible now, you got no secrets to conceal.

How does it feel
How does it feel
To be on your own
With no direction home
Like a complete unknown
Like a rolling stone?

Traducción:
Like a Rolling Stone

Había una época en que vestías tan elegante
Arrojabas una moneda de diez centavos a los vagabundos
En la primavera de tu vida, ¿no es así?
La gente gritaba, decía, «Ten cuidado muñeca, te la vas a pegar»
Pensabas que estaban tomándote el pelo
Solías reírte de todos los que te rodeaban
Ahora no hablas tan alto
Ahora no pareces tan orgullosa
De tener que mendigar para tu próxima comida.

¿Qué tal sienta
Qué tal sienta estar sin hogar
Como una completa desconocida
Como un canto rodado?

Has ido a los mejores colegios, de acuerdo, Señorita Solitaria
Pero tú sabes que lo único que solías hacer allí era chismorrear
Y nadie te enseñó nunca cómo vivir en la calle
Y ahora descubres que tendrás que acostumbrarte a hacerlo
Decías que nunca te comprometerías
Con el misterioso vagabundo, pero ahora te das cuenta que no vende ninguna coartada
Mientras miras fijamente el vacío de sus ojos
Y le preguntas ¿quieres hacer un trato?

¿Qué tal sienta
Qué tal sienta estar sola sin un hogar
Como una completa desconocida
Como un canto rodado?

Nunca te giraste para mirar el ceño fruncido de los prestidigitadores y los payasos
Cuando venían a hacer sus trucos para ti
Nunca comprendiste que eso no estaba bien
No debiste permitir que otros se dieran patadas para divertirte
Solías montar en el caballo cromado con tu diplomático
Que llevaba sobre su hombro un gato siamés
¿No es duro descubrir que no era lo que parecía
Después de que te robara todo lo que pudo?

¿Qué tal sienta
Qué tal sienta estar sola sin un hogar
Como una completa desconocida
Como un canto rodado?

La princesa en el campanario y toda la gente guapa
Están bebiendo, piensan que han triunfado
Intercambiando toda clase de preciosos regalos y cosas
Más vale que te quites el anillo de diamantes y lo empeñes
Solías divertirte tanto con el andrajoso Napoleón y el lenguaje que empleaba
Ve con él ahora, te llama, no puedes negarte
Cuando no tienes nada, no tienes nada que perder
Eres invisible ahora, no tienes secretos que ocultar.

¿Qué tal sienta
Qué tal sienta estar sola sin un hogar
Como una completa desconocida
Como un canto rodado?

domingo, 19 de octubre de 2008

El polígrafo católico


A continuación, les propongo una secuencia de frases de uno de los mejores humoristas, aforistas, cuentistas, historiadores, pensadores, juglares, etcéteras ingleses, a su vez gran novelista y que abordó tanto el teatro cuanto la poesía con mucho éxito. Hombre que, cuando estuvo vivo, alcanzó renombre. Polígrafo, defendió con una lucidez pocas veces repetida o emulada al catolicismo. Me refiero a Gilbert Keith Chesterton:


CHESTERTON, Gilbert Keith

Crítico, novelista y poeta inglés. Nació el 29 de mayo de 1874 en Londres, en el seno de una familia acomodada y protestante. Cursó estudios de arte en la Slade School of Art. Escribió artículos para algunos periódicos, además de para su propio semanario G.K.'s Weekly. También escribió poesía y una serie de relatos que narran las aventuras detectivescas del Padre Brown y otros del mismo corte con variopintos personajes, como Horne Fisher o Mr. Pound, seguidamente ponderados por críticos (me limito al español) de la talla de Jorge Luis Borges o Alfonso Reyes. Sin embargo, es el sacerdote-detective, un menudo sujeto que parecería no hacer nada, menos pensar, quien le dio renombre y popularidad; éste apareció en The Innocence of Father Brown (1911). Se convirtió al catolicismo en 1922. Entre sus obras más destacadas aparecen sus novelas El Napoleón de Notting Hill y El hombre que fue jueves (1908), así como breves libros indispensables en el pensamiento contemporáneo, como Enormes minucias o aun su impresionante Herejías. No voy a recurrir a su Autobiografía, joya del sentimentalismo, o a esa pieza magistral de historia, en la cual engloba al mundo (valga la redundan...) intitulada Pequeña historia de Inglaterra. Y es que también fue historiador... Y de hablar de Chesterton, nos pasaríamos horas y gastaríamos tiempo virtual -si es que existe.
Resumen:
Falleció el 14 de junio de 1936. O al menos eso dicen.

Frases del autor:
"La función esencial de la lisonja es lisonjear a las personas por las cualidades que no poseen."
"Bebed porque sois felices, pero nunca porque seáis desgraciados."
"La fatalidad no pesa sobre el hombre cada vez que hace algo; pero pesa sobre él, a menos que haga algo."
"La aventura podrá ser loca, pero el aventurero ha de ser cuerdo."
"Si el vino perjudica tus negocios, deja tus negocios."
"Muchos críticos de hoy han pasado de la premisa de que una obra maestra puede ser impopular, a la premisa de que si no es impopular no puede ser una obra maestra."
"Sentir que se ríe de nosotros algo al mismo tiempo inferior y más fuerte que uno es espantoso."
"Democracia significa gobierno por los sin educación, y aristocracia significa gobierno por los mal educados."
"El optimista cree en los demás y el pesimista sólo cree en sí mismo."
"No hay cosas sin interés. Tan sólo personas incapaces de interesarse."
"La única educación eterna es esta: Estar lo bastante seguro de una cosa para decírsela a un niño."
"Una buena novela nos dice la verdad sobre su protagonista; pero una mala nos dice la verdad sobre su autor."
"Gran diferencia existe entre la persona que pide leer un libro y la que pide un libro para leer."
"Los enigmas de Dios son más satisfactorios que las soluciones de los hombres."
"Optimista es el que os mira a los ojos; pesimista, el que os mira a los pies."
"«Divertido» no es lo contrario de «serio». «Divertido» es lo contrario de «aburrido», y de nada más."
"La afirmación de que los mansos poseerán la tierra está muy lejos de ser una afirmación mansa."
"Un hombre puede combatir una afirmación con un razonamiento; pero una sana intolerancia es el único modo con que un
hombre puede combatir una tendencia."
"La idea que no trata de convertirse en palabras es una mala idea; la palabra que no trata de convertirse en acción es, a su vez, una mala palabra."
"La humildad es una virtud tan práctica que los hombres se figuran que es un vicio."
"El maestro que no habla dogmáticamente es simplemente un maestro que no enseña."
"La acción y la crítica son fáciles, el pensamiento no tanto."

viernes, 17 de octubre de 2008

La invención de Morel y eso que llaman retornografía



"La invención de Morel" de autoría del escritor argentino Adolfo Bioy Casares, una de las letras prominentes, históricamente, de América latina, es una de las piezas indispensables en el entorno literario latinoamericano, aparte de gustarnos a Roberto Bolaño, Jorge Luis Borges (íntimo amigo de Bioy) y a un servidor. Comparte un sitial preponderante con novelas como Cien años de soledad, de García Márquez, Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato, José Trigo de Fernando del Paso, Pedro Páramo de Juan Rulfo, (me atrevo) Los detectives salvajes de Bolaño y una contada de obras más, donde corresponden nombres variopintos como Miguel Ángel Asturias o Juan Carlos Onetti o...
De la trama de La invención de Morel se pueden extraer muchas conclusiones y, lo que es mejor, muchas controversias. Pero lo verdaderamente importante de esta obra, por no decir impresionante, es la calidad con la cual ha sido narrada y lo que en sí dice: una historia que, en pocas páginas, se abastece a sí misma hasta complementarse. Contiene amor, fantasía meditada -y léase con cuidado lo que anoto-, incluso ciencia y unos toques de existencialismo y monólogo interior dignos del mejor. Por eso, léanla, reléanla. Borges, en el prólogo a la obra original, del cual no puede prescindir una buena edición, dejó dicho que no le resultaba una hipérbole o una exageración calificarla de perfecta. Pues sí, lo es. Imaginación razonada... cosa rara en América latina, fluye explicativa y connotativamente hasta dejarnos una sensación de llenura, pero no una llenura que urja desahogo, sino una llenura que reclama reposo, discernimiento, entendimiento. Algo, luego de leerla, parecería completarse en uno y en el mundo de uno... Cabe asimismo leerla (o ya de plano releerla) como lo que es: una digna pieza defensora de un lenguaje, de un idioma como nuestro español que de tanto modismo y tanto neologismo de poco en poco se va perdiendo, lo vamos perdiendo... Escrita en un estilo pulcro y aun refinado, se hace fluida e integra así a la historia con la calidad narrativa. Eso sí, en esta obra hay poca metanarrativa; quiero decir que está bien escrita, que es una novela en el más sincero de los términos.
Para quien no la ha leído, le resultará una sorpresa, además de dejarle un sabor en la boca de deber cumplido. ¿Cuántas veces, vuelvo a preguntar, en nuestro entrañable continente, se imagina razonablemente?
El eterno regreso está presente en La invención de Morel no sólo por el tema, sino por la forma. Se hace la escritura del regreso, la retornografía con la que titulamos nuestro texto. A lo largo de la novela se percibe una estructura que establece el efecto del retorno y que se basa en la repetición de los acontecimientos. Faustine va diariamente a las rocas de la playa a leer y a mirar el sol, y el fugitivo la mira a escondidas todos los días. Las conversaciones entre ella y Morel se repiten, el sonido de “Té para dos y Valencia” reaparece innumerables veces y, además, hallamos citas de Cicerón sobre el regreso y aún alusiones al mito de Isis y Osiris; es decir, se construye también una sintaxis de la repetición, que contribuye para producir el efecto retornográfico que el libro logra.
En fin. De una obra como ésta no se puede hablar hasta el fin, porque no lo tiene. Todo buen creador lo sabe (a lo Fontanarrosa): hay que crear el infinito, y hay que olvidar acabarlo.