martes, 31 de marzo de 2009

Cuando las teclas son Anna


Tocar el piano, sacar de éste todo su sentimiento o tratar de hacerlo sentir lo que ningún hombre supo sentir de sus caricias, que todavía reposaban en sus dedos, que todavía estancaban su capacidad de amar (desconocida por ella misma), al roce celestial de sus manos, se convirtió a final de cuentas en su ansia estética... Buscaba crear, no ser reconocida. Producir en los demás la necesidad de su presencia, o quizá el asco por su ausencia. Es más, cuando alguien la llamaba por su nombre, Anna, se sentía apabullada, como si un torrente hubiese barrido con ella, simplemente porque no toleraba pensar que ese nombre fue usado sólo para cosas útiles y no para esas cosas inútiles que le dan valía a los seres humanos. De tal manera se imaginó ante un auditorio satisfecho, ávido por más, cuyas palmas terminaban por romperse tras su rutilante acto, tras su melodía única que quizá los instaba más que a vivir, a darse muerte, a suponer que nada debía haber después de escuchar semejante expresión de Dios en la tierra.


Buscó una vida, un resultado satisfactorio a sus requerimientos. Dio con una historia que la conmovió. Escuchó acerca de un músico, cuyo talento era insuperable y acaso ya rozaba lo legendario, que estaba ensordeciendo... Imaginó una larga cadena de sucesos, desde cuando lo conocería hasta cuando lo spuplantaría en el escenario, ante los monarcas, ante los críticos de música, ante el pueblo que absorto la ensalzaría... Pero, una mujer ¿puede anhelar esos sitiales?, volvió a preguntarse.


(...)

viernes, 6 de marzo de 2009

Si una noche de luna un veedor

Americanos
de Robert Frank





A Robert Frank le ofrecieron elaborar un libro de fotografías. Era 1952. ¿Qué tema uso?, se preguntó. Evidentemente, empezó a hurgar por las cosas que veía a diario y las cosas que conoció y que, pedantemente como cualquier genio, creyó alguna vez suyas. Recorrió, pues, los valles del centro de Estados Unidos, buscándose, y no pudo hacerlo de mejor manera que en sus recuerdos. Recordó, a la postre, los añejos días de su infancia. Recordó cómo se veía a sí mismo, solo, solísimo, en las calles de Nueva Orleans o en los caminos escarpados del Mississippi, por donde también anduvieron otros genios, entre ellos uno al que adiraba como cualquier admirador del alma humana y de quien bien sabe encontrarla en los ojos inhabitados de la soledad.





A Robert Frank se le olvidó que le habían impulsado a realizar un libro de fotografías, y por eso mismo empezó a tomar fotos en distintos lugares de su país, hallando gente impar que por sí misma tenía la capacidad de conmoverlo. Hurgó por los recovecos más inextricables de la sociedad, se allanó para sentirse incómodo, pues aunque el arte y la literatura necesitan soledad, se sabe también de cuánto amorfan al ser humano, cuánto lo convierten en una bestia irracional que trata a toda costa de racionalizarse y racionalizar al resto, porque sabe, no sabe cómo ni por qué, que ha visto cosas, que ha sentido cosas, que quiere indicar cosas que no todos los otros pueden ver, y hasta quizá nadie más. Si una noche de luna un veedor hubiese visto lo que él vio, habría advertido lo que no quiso hacer y por ese glorioso defecto, hizo.





A Robert Frank se le dio por daguerrotipar el odio, la insensatez, la vanagloria, los colores sin colores de la bandera estadounidense. También estampó la gracia y el quemeimportismo, muchachas crecidas antes de hora, muchachos muertos justo a tiempo y que todavía caminaban entre los hombres, como fantasmas. Postindustrial, postrecesión y todavía depresivo, grabó la esencia de un pueblo por haberse olvidado que algo tenía que hacer.




A Robert Frank le insistieron con lo del libro de fotografías. Dormía en hoteles de paso. Escuchaba historias raras, la mayoría de ellas nacidas de la pluma de algún eremita barbado que creía que el hambre es útil para cazar osos, porque así el hombre no expele olores y puede acercárseles los suficiente para el zarpazo fulminante. De tanto insistirle, cayó en cuenta que tenía material suficiente para reunir su obra de la gente y hacerla muestra de la excelsitud y vanidad del hombre. Sus fotografías son un himno a la diversidad, es decir a la democracia, es decir al alma humana.

A Robert Frank se le dio por enviar sus fotografías más preciadas y llamarlas, en conjunto, Americans. Tropezó mucho al hacerlo. Se encargó de destinarse como todo un genio, es decir: no saber que estaba cumpliendo con ese destino.
Fue 1953 el año que vio la luz de uno de los libros de fotografía más impresionantes que se han hecho, hito en la rama, demostración de que los hombres no sólo son variopintos en sus querencias, sino que también son idénticos entre sí.