j.p.c.r.
A
los 41 años la vida es una apoplejía. Quiero decir, sin ser uno viejo ya tiene
problemas de memoria, adolece de hinchazón del vientre, las articulaciones
engranan con complejidad, cruzar las piernas obliga a exhalar un quejido, los
ojos reclaman por otros ojos sustitutos, la necesidad del amor es un
requerimiento constante, la pubertad vuelve con su carga de fantasías, los
pasos hacia la libertad están claramente demarcados y es un camino que nos está
vedado, la literatura es el arte de lo que no se tiene, todas las tecnologías
son un reto todavía superable, Dios vuelve a ser verbo al ser la palabra de los
hijos, de pronto todas las mujeres son objeto de deseo y todos los demás
hombres (excepto unos cuantos, los amigos del alma y la noche) son unos idiotas
que demuestran que todas las mujeres tienen mal gusto, la razón ya no nos
pertenece tanto al descubrir para el pesar del universo que ser viejo no
certifica que se tendrá sabiduría y que ser joven no implica per se innovación.
A los 41 años ya no es Shakespeare, menos Neruda y se exacerba un odio hacia
Bukowski; ahora son Onetti, algún que otro escritor ruso de mediados del siglo
XX y cualquier otra grata novedad, estilo Sándor Márai. A los 41, aunque nunca
se ha tenido menos tiempo, se lee más que nunca.
También sabe alguien de 41 que todos los
problemas son el principio de una solución, que la bruma de las imágenes lo
obligan a aguzar la mirada y en ese espejismo encontrar algo de magia.
Redescubrir lo eternamente redescubierto.
Quizá esto lo entiende de mejor manera
un hombre de 41 años que ya ha pasado página tras página de lo que ha querido
amonedar en el viento (para emplear una metáfora borgeana), de lo que ha
querido besar, esas palabras maravillosas que luego de leerlas las releemos
mascullándolas, como paladeándolas, y que en verdad besamos. Sabemos a los 41
años que la crueldad en literatura es fundamental para desaparecerla del mundo,
y compartimos la tesis de William Faulkner de que lo dicho pierde su peso, se
volatiliza, se apaga como un cerillo que es arrojado al viento a mitad de la
noche.
Al leer a Juan Pablo Castro, sabemos que
alguien de 41 sabe esto y mucho más: sabe que para ser un buen hombre y un
escritor a la vez (cosa que para muchos es un oxímoron, una necedad, inaudito y
que peca de irresponsabilidad verbal), es necesario comprender aquello que
nadie sabe qué es, pero que es lo único que importa en literatura, y más aún en
lo que comprende ser un buen hombre, y Juan Pablo Castro Rodas es –no encuentro
mayor elogio, pero tampoco mayor verdad– las dos cosas.