jueves, 18 de diciembre de 2008

Shakespeare y su imposible influencia



La verdadera crítica es la que ríe al último, y es que la única crítica válida es la que da placer, y que de ese placer extrae razones, o por lo menos una razón. Muchos, pues, han querido reír de últimos. Tanto así, que se han tomado esa supuesta risa como una tarea exageradamente seria, ¡como si reír fuera cosa de grandes!



El afán de cualquier modesto y hasta rozaganate bufón, que pretenda sacar y dar provecho de un autor -y sobre todo si ese autor es universal; y más aún si se trata, como en mi anheloso caso, de Shakespeare, tal vez la máxima voz poética que ha dado Occidente-, debe apuntar hacia el placer de la risa final. No sé si sea la tarea del bufón reír cuando se acaben las bromas, o en todo caso enseriarse al punto de con su tez obtusa y sobreactuada provocar las ansiadas risas en su audiencia que, desde luego, de estar presente lo está para disfrutar y no para hallar carbón en las minas del rey Salomón.


"Es muy pobre el amor que puede contarse", le dice Antonio a Cleopatra en esa obra maestra del Poeta de Stratford On-Avon, cuyo título es la compartimentación entre esos dos monstruos históricos y místicos: Antonio y Cleopatra, una de las obras de Shakespeare menos conocidas en América Latina, e indudablemente una de sus mejores tragedias, de la cual me gustaría remarcar la flexibilidad, rapidez y justeza con la cual el bardo extirpa datos a la historicidad para, precisamente, a su obra volverla rápida, flexible y justa.




Luis Astrana Marín, uno de los reconocidos traductores de Shakespeare al español, coloca a Antonio y Cleopatra inmediatamente después de Hamlet, El rey Lear, Macbeth, Othello y Romeo y Julieta, a los que denomina, no sin sobrada razón (aunque me atrevería a incluir a Ricardo III en aquel zumo de ensueños): "los cinco brillantes más puros, más perennes, más inalterables de la corona del trágico sublime". Bástenos leerla...


Volvemos a la frase que le dice Antonio a Cleopatra. ¿Cuánto amor, me pregunto, podemos contar? ¿Cuánto de este amor nos ha llegado a enceguecer, a enloquecer, a retornarnos a las cavernas y, picapedrestres ya, empezar a escarbar por nuestro propio bien? Es cierto que metaforizar tanto puede crear confusión en el lector u oyente, en el amigo que trata de desenredar la trama o simplemente comprenderla. Sin embargo, la dramatización, tema del cual fue el mejor William Shakespeare, es necesaria para ampliar el panorama. Cuando amamos -entiéndase que con todo esto no quiero caer en simiedades o exhaustas "autoayudas a otros"- nos regimos a una ley superior, una ley que modifica el cosmos y que es tan poderosa que nos aplasta, que termina por constreñirnos por dentro, como un ataque viral de sueños. En esos momentos de angustia celestial, no sentimos la influencia del ser amado sobre nuestros cuerpos, por más que la vivamos, por más que evolucionemos (si así lo prefieren) o involucionemos (si así lo prefieren), por más que de verdad nos estemos forjando bajo esas normas, esculpiendo por los caprichos del objeto amado, encorvándonos, hirguiéndonos, fisicoculturizándonos, liliputizándonos, entuertándonos bajo entuertos manchegos y ganando vista en tormentas del desierto... En esos momentos podemos crear para ese objeto, pero no basándonos en ese objeto. Es decir, no excluyéndonos del mundo y tomando las reglas que ese objeto nos las ha dispuesto para nuestro proceso creativo, sino tomando las reglas que el mundo, hasta llegar al instante mismo del amor, dejó regadas por el camino y que de pedazo en pedazo las hemos ido alzando y paulatinamente, aprendiendo para enseñar.


Caso similar resulta con Shakespeare. ¡Cuán difícil es encontrar un remedador del estilo shakespeariano! ¡Tan difícil como asirse de la cola de un cometa! Es que su vertiginosidad provoca vértigo; es que su magia provoca magia, es decir, vida. Por eso es un imposible referirnos a su influencia. Freud, seguidor constante y apasionado de Shakespeare, dijo -entre sus contados aciertos- que todos partimos de un estereotipo shakesperiano, que somos, como el hombre medioeval del Sagradas Escrituras, hechos a imagen y semejanza de Yago o Desdémona, de Julio César o Laertes, y ni qué decir del dandi emigramático danés llamado Hamlet. Esto confirma la tesis de que es un dador de vida, no de intelecto. Parecido al Inventor (llámenlo J o Betsabé o el Yavista) del Libro de Job o del Evangelio de San Pablo, inimitables porque no hay cómo crear símiles, las obras del Inglés no influencian en la literatura porque, quizás, la vida las necesita más. Tal vez al mejorar, al ser orginales como él, no exista tal necesidad, y sus obras se vuelvan meros espejos y no torbellinos.

martes, 2 de diciembre de 2008

Sueños de niños


¿Cómo no encontrarse a uno mismo en esos momentos en que revisa imágenes, totalmente improvisadas, y con las cuales uno da al revisar los viejos libreros donde colocamos nuestros recuerdos para que florezcan, intentando regarlos con el transcurso del tiempo y de vez en cuando hablarles en lengua extranjera o lengua propia o incluso a veces hablarle en lenguas muertas, esperantos de ojos de prostitutas o de nuestros padres y abuelos cuando ven el horizonte, perdidos porque allí encontraron un recuerdo del cual no se quieren volver a desprender, y deshojarlas cuando tales hojas sean más maléficas que promotoras de bienaventuranzas? ¿Cómo no verlas con orgullo y nostalgia, con melancholicus morbus? Eso me ha ocurrido últimamente. He dado con imágenes que han vuelto a abrir, totalmente, mi apetencia infanto-juvenil. He recordado (¿o recobrado?, aunque no sabría decir si alguna vez los perdí) a mis queridísimos Snoopy o Astérix, a He-Man o a Robotech con su capitán Rick Hunter o Lisa Heis o la preciosa Lin Minmey y su voz celestial, recuerdos de mi infancia que ennoblecen mis días al darme a entender, a mí mismo, que el camino tomado no ha sido del todo vano ni tan entorpecido por malos ratos, baches que nos han obligado a cambiar la marcha y a veces hasta las ruedas, ni que ha surgido de la nada, sino más bien de un trabajado empeño de mis padres en hacer de mí un hombre digno, anhelante de bondades y felicidades circundantes y que reniegue de las nimiedades propias de la vida, esas cositas que nos calculan o que nos rigen o que, ya de plano, destinan malamente nuestros pasos y encurvan la línea recta y, para detrimento de la cordura, a veces enrectan las indispensables curvas. No sé si esto sea caer en puritanismos o patetismos; lo que sí sé, es que la gana por entablar una charla con uno mismo es algo que me suele suceder seguido, y con ganas lo llevo a efecto.


Mafalda -esa niña prguntona y sabia- también estuvo allí, en mi creciemiento, en mis ganas de entender o interpretar este reino del Samsara donde todo es posible aunque no todo sea permitido, donde todo es imaginable como una catacumba donde fenezcamos y que no encontremos nada más placentero que estar allí, y que allí no encontremos nuestro semblante sino el de todos: el de nadie, el del muerto. También me cautivó su forma de ser, tan enhiesta ante tanta calamidad, la de sus padres, la de sus amigos, y aún así, toda ella resistente, toda ella viviente, no tan sólo sobreviviente. La gracia infantil es necesaria en este mundo. Y habemos obstinados a seguir siendo niños. Recordemos que la felicidad son los sueños que tuvimos de niños cumplidos en la adultez. Que los niños sigan soñando y nosotros, nosotros tratemos de que sus sueños sean realidad. Ahora, me declaro niño... para que me cumplan mis sueños. Sí, capricho se llama, el de Snoopy que camina, el mío, que sueño que sueño.