domingo, 26 de octubre de 2008

María Luisa, acto de fe


María Luisa, acto de fe
Carlos Vásconez


Supongo que el deber de un lector es mantenerse firme a los libros que ha leído, y si es que lo han conmovido, aumenta la obligación de reciprocidad. No es éste el pensamiento de María Luisa, lectora empedernida y a veces enfermiza de Borges. Lo lee para despistarse de la vida, para olvidarse de que hace fila en un banco o para esperar el autobús. Lo lee también por las noches y recuerda o imagina algún cuento de Borges mientras le hace el amor algún que otro sujeto cuya nefasta vida debía ser la razón última por la cual tomaba la decisión de ir a buscarla a una esquina o llamar a su teléfono celular que la auspiciaba, casi a diario, en el periódico vespertino. María Luisa no sólo lee a Borges, pero lo prefiere sobre los demás. Tampoco es que sepa mayor cosa de la vida del escritor argentino, ni muchos detalles sobre la calidad innegable de su obra literaria, lo que sí sabe es que su libro favorito, el que lee y relee, “El Aleph”, es el regalo y el recuerdo de su único y verdadero amor, Julián Fuentes, un joven que murió accidentado, hará ya diez años, en la Interestatal 36, tras una colisión con un camión de electrodomésticos.
La primera vez que se vendió fue en el verano del 2002. Lo hizo a un joven que la anheló durante toda la noche, una noche que a ella le apetecía una noche cualquiera y que devino en sorpresas. El alcohol influyó notablemente en sus decisiones, desde mojarse la camiseta con cerveza, hasta el hecho de aceptarle un billete de cincuenta dólares a cambio de poseerla por el resto de la noche, que no era mucho, pero era bastante. María Luisa se despertó de un sobresalto cuando ese joven innominado la penetró y se dio cuenta sólo entonces que no usaba preservativo y que lo más probable fuera que lo contagiara con alguna enfermedad venérea. Sin embargo, lo que pensó entonces fue que ya el crimen estaba efectuado, sacarlo a la fuerza hubiese sido motivo suficiente para encabronarlo y quizá para provocarle que le propine una paliza, y terminó por convencerse que ése era un chico guapo y que no había tenido relaciones desde hace un tiempo prudente y que el duelo ya tenía que terminar. Lo hizo dos veces y lo disfrutó. Más disfrutó de los cincuenta dólares que a la mañana siguiente le dio ese muchacho que, al verlo bien, era tan guapo como había imaginado y no daba la impresión de ser de esos sujetos impulsivos que hubiese podido propinarle el menor golpe.
Volvió a hacerlo varias veces en distintos balnearios del país. Una noche no le agradó el sexo y fue desde ese momento cuando compaginó la idea de las lecturas y la fantasía borgeana con el acto sexual. Fue lo primero que le vino a la mente, y en esos casos, como se obligaría a pensar, no hay que pensarlo dos veces si es que por fin algo te distrae y te hace placentero algo que no lo es. La sensación de suciedad que pudo haber sentido cuando descubrió que no le gustaba el sexo, o que en su defecto ya había dejado de agradarle por repetitivo, o porque ese mastodonte no le brindaba placer alguno, se convirtió en una excusa nada injustificada para sobrellevar los malestares.
Es cierto que repitió la dosis más de una vez y bajo circunstancias del todo contrastantes. Que imaginó “El inmortal” cuando padeció un dolor de muelas o que recordó, línea tras línea, “Deutsch Requiem” en el velorio y el entierro de su madre. No es menos cierto que al mundo borgeano lo cotejaba con el mundo real, colocándolos en una suerte de balanza que equilibre por fin una vida venida a menos.
Guarda “El Aleph” en su bolso. Viste como una mujer bien, de manera especial porque cree que gana así más que vistiendo como una callejera, con mallas y bragas que evidencie su minifalda. Por eso come en restaurantes, si bien no del todo elegantes, sí lugares que una persona de clase media, clase a la cual apunta para sus cortejos, podría frecuentar. Las cuentas las arregla de entrada y ha decidido no acostarse con más de un hombre por día. Aclara las cosas:
–Mira mijito –dice con algún desdén pero cuidando las palabras para que no la expulsen de esos sitios–, si me quieres, tienes que cancelar la cena y mi paga es de cincuenta dólares. No esperes sorpresas. Me llevas a un cuarto de hotel y amanecemos juntos, si así lo quieres.
Y así transcurre las noches, decidida a que nadie ni nada la devolverá al amor. Sin embargo, lo extraña, y eso está claro cuando un hombre que la ha poseído se la encuentra en alguna esquina leyendo. A éste no le queda más que imaginarla una suerte de mujer cuya vida solariega le insta a las malas noches; tal vez fue la culpa, puede decirse cualquiera, de un marido agresivo, o de un padre pedófilo e incestuoso. Pero no sabe, este sujeto que tratará de llamar la atención de María Luisa a toda costa para ver si ella lo reconoce y así le hace un descuento, que lo que la volvió prostituta fue un hombre bueno que supo darle el amor que muchas otras mujeres anhelan y que no se atreven a buscar.
No pretende cambiar. No pretende ser mejor. Eso queda para los adolescentes. Ella lo único que quiere es ser mujer.

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