jueves, 26 de febrero de 2015

La voluntad inconsciente de perder

Hay una forma perfecta de incendiar árboles, no viéndolos. Olvidándolos. Así se incendian los bosques. Así se mata a las personas. Se decía –era Cátulo– que para castigar a un difamador, hay que cortarle las orejas a su audiencia. ¿Qué es un fantasma?, se pregunta ese inextricable irlandés (que habita las calles romanas, en cuerpo y alma, que se llama James Joyce), y se responde: un ser que ha perdido su identidad, que camina sin ser reconocido.
Perder es indispensable. Perder un autobús, un ferri. Perder el amor de una gran mujer. Perder la conciencia, como un ruso que bebe vodka hasta no poder más. Perder el tiempo -gran manera de ganar eternidad. Perder como pierden sus propios pasos los caminantes, que ya no los cuentan, porque un número es lo más fácil de perder. Basta ver los calendarios en los cuales señalamos una fecha en el calendario que, luego, puede ser odiada, por ser la fecha en la que conocimos a quien alguna vez fue nuestro amor. Perder el aliento en el lecho. Perder el lecho cuando ahí alguien más perdió el aliento. Perder al ajedrez intencionalmente, para ver qué se gana cuando el rival nos derrota en una riña que no supo que era ganada de antemano. Perder el sentido común y declararle loco al cuerdo y prisionero al inocente. Si no se condimenta la vida con la posibilidad de la pérdida, nada puede tener el regusto estético de la victoria. Nadie se puede proclamar héroe o villano. ¿Dónde quedarían los paradigmas? ¿A quién tuviéramos que vituperar para entender lo que se pierde cuando se pierde la palabra, o cuando se la cede para ser insultados como es debido? En el budismo esto se llama idiosincrasia, no así en occidente. En occidente la idiosincrasia se gana o se hereda, en oriente es el sentido estético de la pérdida, de un ser eternamente perdido, como un buscador -que sabe que nunca lo va a encontrar- del propio nombre o del Nombre Divino.
Perder es la más alta de las emociones.
-¿Estás seguro, papá, que no hay forma de salir de este pueblo inmundo y buscar una mejor suerte en el pueblo aledaño?
-El problema es que no hay esperanza para quien tiene el destino marcado. No hay pueblo aledaño. ¿Algún poblador de ese supuesto pueblo nos ha visitado, o ha pasado por aquí? Y ni siquiera tenemos la posibilidad de construir uno. El pueblo aledaño se ha perdido con el paso de los años. El pueblo aledaño es una ilusión que nos esperanza, nada más. No tienes sino que sufrir, y aceptar ese sufrimiento.
Un escritor austrohúngaro imaginó esta postergable pesadilla, esta lapidaria anécdota, y otras más. Ese escritor es eterno, pero perdió siempre. Murió queriendo incluso que todos sus papeles fueran devorados por el fuego. Y hasta en eso perdió. ¿Hay mayor perdedor que Franz Kafka?

La pérdida es cuestión de nuestra voluntad. Voluntariamente, pero engañados a nosotros mismos, impulsamos la pérdida, queremos crear el olvido, para engañarnos a nosotros mismos, para jugar que hemos perdido. Luego la ansiamos. La anhelamos porque por perder algo luego queremos reinventarlo. El amor nunca se muere, solo se va a otro lado. El arte de la pérdida es ser inconscientes de ella, como cuando empeñamos la virginidad, desentendidos, afanosos, seguros que por perderla daremos con otra pequeña joyita: querer recuperarla a fuerza de perderla a diario. Ese es -y no otro- el gran embromaje de este tiempo. Quien no lo ha notado, ha perdido el norte, y está a salvo.