lunes, 9 de septiembre de 2013

El barroco sobre la tela, la sensibilidad puesta al pie de nuestra constante y diaria batalla contra los miles de demonios que quieren amedrentarnos, que anhelan volvernos ariscos y hoscos, eso es lo que expresa el artista sobre el lienzo cuando quiere acudir, apelar o simplemente rendir homenaje o pleitesía a la abogada nuestra, la Virgen María, que en la doxología se convierte en nuestra interventora (es decir, que fiscaliza y autoriza, que está entre nosotros y el viento). Es una suerte de cortejo amoroso, donde lloran los perdidos pero se elevan a los cielos nuestros aires musicales y nuestras ganas de ofrendar tributo. Si los humanos, por amores viles, y casi siempre pasajeros, elevamos nuestras palabras elogiando a tal o cual dama; si demostramos nuestro amor, enfermizo casi siempre, pero asimismo, siempre leal a nosotros mismos, en nuestra demencia o en nuestra cordura, ¿cómo no –me pregunto– habríamos de empeñarnos (diría, casi ensañarnos) en procura de que nuestra señora se vea revestida de celeste, y tal como nuestros ojos quieren verla?

La fecundidad brota en estas telas que hoy están a nuestra consideración, y esa hipersensibilidad tan característica de nuestros hombres y de nuestras mujeres que saben lo que es sufrir como saben cómo se debe amar. Colores vivos. Ansia poética. Criaturas, más beldades. Nuestro apreciar y sentir puesto a prueba.
Cuando las instituciones aúnan sus esfuerzos empieza a refulgir el arte, la gracia de expresar lo que de verdad tiene de bueno el hombre en su interior, lo que no es natural, pues Lo natural es también una pose, y la más irritante que se conoce. Hoy, estamos aquí para fiestear la grácil muñeca que elogia al alma humana y que recorre varias épocas de nuestra historia. Sin recobrar la historia, nos volvemos bárbaros principiantes, no inocentes sino vagos supervivientes.
El arte deambula, lo que supone un no tener hogar como un encontrarlo en “cualquier sitio”, siempre y cuando exista en éste pasión que justifique el menor pecado. Y este arte, de tema humilde y popular (y hay que recordar y subrayar que es siempre el pueblo el que mantiene las tradiciones), se vuelve célebre por haber sido pergeñado y elaborado con un pincel cuya intención primaria era reconstruir el sentir del hombre. Por todo esto, ese sucederse febril de los pasos alimenta aquello que en nosotros deja de ser monstruoso y se torna, sin percatarnos, en la mayoría de los casos, tema superior a nuestro entendimiento, aunque, por la Gracia Divina, tenemos la virtud de leer entrelíneas.
Este tipo de muestras nos devuelven la calidad por la cantidad, lo correcto por la chapuza, y nos hace reclamar un arte de todos, por todos comprensible, ante esa batahola de expresiones, ciertamente, en la mayor parte de sus casos, valiosas, a su vez efímeras, que cunden y que semejan alguna suerte de astucia inclasificable, pero que es singular, única e incomparable, que vuelve a los artistas posmodernos y contemporáneos hormigas de cabeza roja, comedores de madera y creadores de galerías sin fin, que exponen lo que quieren decir pero a sabiendas que eso se esfumará con la velocidad de un parpadeo. El artista es el que crea cosas bellas. Dar a conocer el arte y ocultar al artista, es la meta del arte, nos decía Oscar Wilde. Aquí rebosa el arte, se lo apercibe, se lo palpita.
Volver a nuestras raíces es un ejercicio de memoria. Volver también es emprender un viaje, a veces más revitalizador que irse, pensando en no regresar.
Las maravillas suceden a la vuelta de la esquina, estamos ante una de ellas.
Ella, María, nació en el mar. ¿Cómo lo sé? Por sus múltiples cualidades acuáticas. Por ser una profanadora de lo profundo. Por eso su patria es de frontera; por eso su patria puedo ser yo: porque estoy justo en el mar. Ahí andan todavía sus sombras nadadoras.
La verdad es que no sé cómo catalogarla. Como al mar, es difícil de cartografiar. Mis manos lo han pretendido. Su cuerpo lo ha negado. Ella trabaja así: con la furia de las últimas oportunidades, con la melancolía vitalista de los enfermos graves. Y yo a lo mejor eso es lo que debería hacer: escribir siempre como moribundo; o quizá como un par de moribundos: yo en constante muerte por pretender lo inalcanzable; ella en constante muerte, siendo acribillada, deshuesada, descuartizada y empalada por mi pluma ansiosa. Moribundos con salud. Yo viéndola a lo lejos, como a un ángel redivivo. Ella burlándose de mi atrofiada salud, como a un muerto que en la muerte ha fallecido: que por su abrazo vuelva a respirar.
Ella es un sufrimiento anterior a lo verbal. Eso quiere decir que, por más empeño que ponga, estas palabras ni la rozan.