El
barroco sobre la tela, la sensibilidad puesta al pie de nuestra constante y
diaria batalla contra los miles de demonios que quieren amedrentarnos, que
anhelan volvernos ariscos y hoscos, eso es lo que expresa el artista sobre el
lienzo cuando quiere acudir, apelar o simplemente rendir homenaje o pleitesía a
la abogada nuestra, la Virgen María, que en la doxología se convierte en
nuestra interventora (es decir, que fiscaliza y autoriza, que está entre
nosotros y el viento). Es una suerte de cortejo amoroso, donde lloran los
perdidos pero se elevan a los cielos nuestros aires musicales y nuestras ganas
de ofrendar tributo. Si los humanos, por amores viles, y casi siempre
pasajeros, elevamos nuestras palabras elogiando a tal o cual dama; si
demostramos nuestro amor, enfermizo casi siempre, pero asimismo, siempre leal a
nosotros mismos, en nuestra demencia o en nuestra cordura, ¿cómo no –me
pregunto– habríamos de empeñarnos (diría, casi ensañarnos) en procura de que
nuestra señora se vea revestida de celeste, y tal como nuestros ojos quieren
verla?
La fecundidad brota en estas telas que
hoy están a nuestra consideración, y esa hipersensibilidad tan característica
de nuestros hombres y de nuestras mujeres que saben lo que es sufrir como saben
cómo se debe amar. Colores vivos. Ansia poética. Criaturas, más beldades.
Nuestro apreciar y sentir puesto a prueba.
Cuando las instituciones aúnan sus
esfuerzos empieza a refulgir el arte, la gracia de expresar lo que de verdad
tiene de bueno el hombre en su interior, lo que no es natural, pues Lo natural
es también una pose, y la más irritante que se conoce. Hoy, estamos aquí para
fiestear la grácil muñeca que elogia al alma humana y que recorre varias épocas
de nuestra historia. Sin recobrar la historia, nos volvemos bárbaros
principiantes, no inocentes sino vagos supervivientes.
El arte deambula, lo que supone un no
tener hogar como un encontrarlo en “cualquier sitio”, siempre y cuando exista
en éste pasión que justifique el menor pecado. Y este arte, de tema humilde y popular
(y hay que recordar y subrayar que es siempre el pueblo el que mantiene las
tradiciones), se vuelve célebre por haber sido pergeñado y elaborado con un
pincel cuya intención primaria era reconstruir el sentir del hombre. Por todo
esto, ese sucederse febril de los pasos alimenta aquello que en nosotros deja
de ser monstruoso y se torna, sin percatarnos, en la mayoría de los casos, tema
superior a nuestro entendimiento, aunque, por la Gracia Divina, tenemos la
virtud de leer entrelíneas.
Este tipo de muestras nos devuelven la
calidad por la cantidad, lo correcto por la chapuza, y nos hace reclamar un
arte de todos, por todos comprensible, ante esa batahola de expresiones,
ciertamente, en la mayor parte de sus casos, valiosas, a su vez efímeras, que
cunden y que semejan alguna suerte de astucia inclasificable, pero que es
singular, única e incomparable, que vuelve a los artistas posmodernos y
contemporáneos hormigas de cabeza roja, comedores de madera y creadores de
galerías sin fin, que exponen lo que quieren decir pero a sabiendas que eso se
esfumará con la velocidad de un parpadeo. El artista es el que crea cosas
bellas. Dar a conocer el arte y ocultar al artista, es la meta del arte, nos
decía Oscar Wilde. Aquí rebosa el arte, se lo apercibe, se lo palpita.
Volver a nuestras raíces es un ejercicio
de memoria. Volver también es emprender un viaje, a veces más revitalizador que
irse, pensando en no regresar.
Las maravillas suceden a la vuelta de la
esquina, estamos ante una de ellas.
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