sábado, 12 de noviembre de 2011

La Novela Corta

Siempre circunscribir una obra o, como en este caso, una serie de obras, es tristemente trágico. Cualquiera se preguntaría la razón de semejante arbitrariedad. La respuesta es que sí existen diferencias entre obras, como existen diferencias entre sus autores, entre todas las personas.

Como a casi todo el mundo, a mí también me gusta guardar cosas de esas que hay que guardar. Quizá algo me dice que uno puede ser totalmente diferente pero a su vez totalmente igual a alguien, y quizá esa sea la razón fundamental por la cual nos apropiamos de algunas cosas y pasamos a guardarlas, para tener qué mostrarles a los demás, para alardear o quién sabe y no solamente para tener con qué jugar luego; tal vez por eso guardamos libros, para poder conversar con los vivos y también con los muertos. Y los libros son, qué duda cabe, los objetos más raros que podemos atesorar; porque con ellos guardamos la memoria de los hombres. Y al cabo, nos preguntamos por qué la luna brilla tanto, ¿porque es una especie de anuncio de neón para artistas? Quizá por eso imaginamos, y nada más (porque el futuro no es sino la imaginación puesta al pie de la batalla). Quizá por todo esto y mucho más es que nos imaginamos a nosotros mismos tranquilos, intactos, impolutos como si nada ante la vida, dueños de esa gracia que imanta todos los poderes y hace que se prendan a nuestros labios las frases más hermosas que flotan en el aire: las más traídas de las alas, las que encienden cosquillas en los funerales, las que lo hacen despertarse a uno de la podredumbre nocturna esbelto cual dinosaurio. Para eso guardamos cosas, para, como Schopenhauer, salir a pasear solos, pero eso sí, bien acompañados.

Algún día descubrí que al leer me jugaba el pellejo a cara o cruz. Que al leer uno busca lo que no se le perdió. Descubrí, ese mismo día, que la paciencia es una especie de flor desconocida. Una flor que, sin saberlo, uno lleva en las manos. Y que con los libros, aprendemos a deshojarla, a pesar de a veces, fugaz y alegremente, arrugarla sin querer. La belleza sale de la fugacidad y la alegría. Dentro de las literaturas, los pasos de la novela corta son fugaces y alegres.

No sé si siempre somos concientes de la trascendencia que los libros surten sobre nosotros, sin importar que los hayamos leído o no. Hay un espacio en el universo en el que los personajes de libros viven y determinan nuestras conductas, pues empezamos a comprendernos totalmente cuando alguien tiene un complejo de Edipo, o quizá un apetito pantagruélico, un comportamiento quijotesco, o los celos de un Otelo, una duda hamlética, o que se trata de un donjuán incurable o una celestina. Es la verdad última, el escalofriante destino, ya que nadie puede discutir, digamos, que Borges vio el Aleph, o que Sherlock Holmes vivía en Baker Street y que sobrevivió a la muerte de Moriarty. En cambio, no sabemos ni siquiera lo que ocurre en nuestra Asamblea o en la triste Libia actual.

Se habla mucho de la novela, se habla menos del cuento y no se habla nada de la nouvelle o novela corta. Hay grandes libros que pertenecen a este género. Pedro Páramo de Rulfo, El gran Gatsby de Fitzgerald, La invención de Morel de Bioy Casares o Los papeles de Aspern de Henry James, son algunos de los ejemplos más conocidos. La particularidad de la nouvelle como género reside en la distinción entre tres formas de conocimiento que nos ayudan a establecer la intriga de una historia: el enigma, el misterio y el secreto. En los tres casos hay una información que desconocemos. La diferencia está en la causa de ese desconocimiento: el enigma porque hay que descifrarlo, el misterio porque no hay una explicación lógica, y el secreto porque alguien no nos da esa información que queremos conocer. En torno a uno de estos tres elementos (o dos de ellos, o los tres) se estructura toda nouvelle, y en realidad, podríamos añadir que toda historia.

Un aspecto clave que comparten las mejores novelas cortas es lo que Ricardo Piglia llama el “narrador débil”, que surgió a finales del siglo XIX, en paralelo a la irrupción del yo y al fin del narrador omnisciente (Joyce, Proust). Se trata de un narrador que titubea, que duda, que narra una historia que no termina de comprender: un secreto que no termina de conocer, aunque pueda intuirse. En el caso de la novela de Rulfo, por ejemplo, las primeras líneas son definitivas en este sentido: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo cuando ella muriera.”

El mundo moderno nos tienta a la velocidad, a recortar los momentos gratos, a verlos en vídeo o en fotografías. Hay incluso quienes se jactan de haber extraído quinientas o más fotos de un paseo, y quizá en verdad no vieron nada. En este mundo de veloces autopistas finisemanales, leer de por sí es una tarea complicada y solemne. En el mundo moderno la solemnidad es la enemiga directa de la sinceridad. El temperamento artístico es una enfermedad que surge del hecho de que los hombres no tienen capacidad de expresión suficiente para dejar salir y librarse del elemento artístico enclaustrado en su ser. Para cualquier hombre cuerdo es esencial expresar el arte que tiene dentro; es esencial deshacerse a cualquier precio del arte que tiene dentro. Los artistas de vitalidad grande y sana, como argumentaba Chesterton, se deshacen de su arte con facilidad, igual que respiran con facilidad o transpiran con facilidad. A mí parecer, es en este sentido que se maneja la novela corta. La novela corta tiene la gracia de ser novela pero parecer cuento, es decir que vincula algo de poesía y a final de cuentas trata de abreviar y contarnos algo, o cómo sucedió ese algo. Hoy por hoy, que tanta gente reclama que no se lee, es bienvenida la propuesta de que algo sea legible en el autobús rumbo al trabajo, o mientras se aguarda por la comida en algún restorán, o quizá en la sala de espera de algún consultorio dental.

El arte tiene que revelarnos ideas, esencias espirituales sin forma. La cuestión suprema sobre una obra de arte es desde qué profundidad de vida emerge. Las más altas montañas tienen en sus laderas todos los climas y los grandes poetas todos los estilos. Basta cambiar de zona. Si se sube, se halla tormenta. Si se baja, están las flores. Dante no es menos un pico que el Etna. Los precipicios de Shakespeare nada tienen que envidiar a las cimas del Chimborazo.

El cuento trata siempre de un sólo asunto central y recurre escasamente a otros: es concreto e intenso. La novela puede constreñirse a un solo tema, pero contempla necesariamente sus ramificaciones porque sin éstas la historia central resultaría coja, sería endeble, incompleta: es dilatada por antonomasia. La novela corta aparece cuando el narrador tiene que enfrentarse a las dos coyunturas: sin ser totalmente conciso, no puede darse el lujo de la dilatación, de la morosidad: en ambos casos su asunto a tratar sería insuficientemente manejado, resultaría demasiado escueto y por eso nada intenso, o sería demasiado amplio y por eso capaz de distraer la atención de lo sustancial.

El derecho a soñar. Eso es la literatura. Porque es algo que va más allá de la vida. Un comunista revolucionario o un kamikaze no cuelga en los muros de su hogar una fotografía de un niño muerto o de huelguistas fusilados: ya tiene la vida. Como dijera Jorge Enrique Adoum, él también busca en el arte una evasión: paisajes, flores, una mujer despampanantemente desnuda; es decir, lo que no se tiene: el derecho a soñar. La nouvelle o short novel o novela corta resulta una pieza rara, aunque ciertamente preciosa, pues no pocos lectores, ensayistas y estudiosos coinciden en señalar que en estas narraciones de dimensiones intermedias se encuentran los mejores textos de autores como Kafka, Hemingway, Cortázar o Fuentes, para sólo mencionar a unos cuantos.

¿Cuál es la cualidad básica para vindicar o ponderar la novela corta? La novela corta posee entusiasmo y una buena mezcla de poesía, cuento y novela. Al leer las buenas novelas cortas, uno entiende a Valéry cuando se refería a aquello de “escribir más bien con lucidez algo débil”. La novela corta, sí, se escribe desde la periferia, nace cuando alguien miente muy bien la verdad, y ese escriba de algo corto debe ser un ser un neurótico pero también un bondadoso.

LA METAMORFOSIS

Franz Kafka

Cuando leemos un libro es como si leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue escrito y nosotros, decía Borges. Porque el lector, o los muchos lectores que el tiempo le da a una obra, modifican al libro, lo engrandecen. Esto ha sucedido, y no, con la obra del escritor checo Franz Kafka. Desde siempre fue un grande, pero ha seguido creciendo.

“Un día de esos, luego de un sueño tormentoso, Gregorio Samsa se despertó transformado en un horrible insecto.” Al acabar por vez primera de leer el inicio de La metamorfosis, me quedé estupefacto, seguro de que había otro mundo dentro de éste, quizá dentro de mi propio cuerpo. Al acabar por vez primera de leer el inicio de La metamorfosis, supe que quería ser escritor.

Es incuestionable que para abarcar a Kafka hay que estudiar también su existencia. Los hechos de la vida de este autor empiezan en el barrio judío de Praga, donde nació en 1883. Era enfermizo y hosco. Sus padres poseían algún dinero. Era tuberculoso: pasó buena parte de sus días en sanatorios del Tirol, de los Cárpatos. En 1915 publicó su famoso relato, La metamorfosis.

En la medida en que Kafka avanzó hacia los temas más opacos de la condición humana alejó al lector de la luminosidad. Trazó en su prosa los momentos más indigestos del siglo XX. Comenzó sus escritos con súbitas irrupciones en la vida privada. Narró con pocas palabras la tremenda culpabilidad jobiana ante cualquier autoridad. Despojó a sus personajes del apellido, del nombre, y los cargó de inusitado sentido, sin proponérselo: el suyo. Sus novelas son canchas de juego que han podido interpretarse una y otra vez. Allí su grandeza: una obra que permite ser reinterpretada, una cancha en la que el texto le arroja el balón al lector.

Con Kafka ocurre lo que con ningún otro autor del siglo XX: sus textos existen aun para quien no los ha leído. Puede ser un autor no leído, sus libros pueden faltar en la biblioteca y, sin embargo, sus tramas molestarán el oído de sus lectores renegados.

1905, Kafka tiene veintidós años. Viaja a Zuckmantel, Silesia. Mantiene una breve relación con una mujer mayor que él, cuyo nombre se ha extraviado en el viento. Prueba por primera vez una sopa de pasta. Faltan diez años para que escriba El proceso y Rohwohlt publique La metamorfosis. Kafka está con esa mujer. Caminando de noche, riendo. Después de esos eventos nimios surge un escritor irreversible en la literatura.

Sí, en “La metamorfosis”, como, por ejemplo, en “El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha”, hay pobreza de color, inseguridad de estructura, párrafos jadeantes que nunca aciertan con el final, desenvolviéndose en convólvulos interminables; repeticiones, falta de proporción, ese será el legado de los que no ven sino en la forma la suprema realización de la obra kafkiana; entonces, se quedarán royendo la cáscara cuyas rugosidades esconden la fortaleza y el sabor.

Prosa de sobremesa, prosa conversada y no declamada, es la de Kafka y otra no le hace falta. Tal observación, me parece, será justiciera en el caso de Dostoievski, de Cervantes, reitero, o Montaigne.

La más indiscutible virtud de Kafka es la invención de situaciones intolerables. Verbigracia:

“El animal arranca la fusta de manos de su dueño y se castiga hasta convertirse en el dueño y no comprende que no es más que una ilusión producida por un nuevo nudo en la fusta.”

Kafka, que tenía una aguda necesidad de ser padre de sí mismo, exaspera a ciertos lectores por su identificación, implícita, pero obsesiva, de la lectura con la muerte. La cordura de sus personajes muere con sus acontecimientos. En sus historias, como en las novelas de Faulkner, la naturaleza es en sí misma una herida. Parecería que sus personajes carecen de alma, pero la verdad es que solamente no tienen esperanza, no creen que alguna vez llegará el mundo a perdonarles su condena. Dios se niega a entablar alianza alguna con ellos, tal vez porque vienen de un abismo y a él deben regresar. Leerlo es como ser derribado por K.O. sin haber subido al ring.

La metamorfosis posee una inagotable riqueza de significados y presenta la angustia existencial que forma parte de un padecer y un trascender las imposiciones de un mundo clausurado para quien quiere habitarlo, vivirlo. Con belleza, a esta obra la han llamado “un espejo de futuro”.

Se ha refutado a la obra kafkiana la ausencia de capítulos intermedios, aclaratorios, que den sucesión a los sucesos (valga la redundancia). Para mí que esa queja indica un desconocimiento esencial del arte del checo. Para mí que Kafka no las terminó, porque lo primordial era que fuesen interminables.


EL PECHO

Philip Roth

Estamos en Nueva York a principios de los años setenta, la época de la psicodelia. Mientras escuchan a Donovan a todo volumen y a un joven y profético Dylan con un poco menos de decibeles en sus departamentos del Village, los estadounidenses sueñan con encontrar formas innovadoras de la sexualidad. En esos mismos años, Philip Roth publica El pecho.

Esta novela, a un tiempo profunda y divertida, cuenta la historia de un hombre que ha perdido –y añora con toda su alma– la posibilidad de relacionarse de forma convencional con la gente, en especial con el sexo opuesto. Entonces David, catedrático de literatura, cuya vida está totalmente desvinculada de la ola hippie, sus prácticas y sus pretensiones, sufre un accidente endocrinológico que comienza como un eczema en la base del pene y lo termina transformando en un pecho de mujer, en un seno enorme como el que aparece en la película de Woody Allen Todo lo que usted quería saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar, filmada el mismo año.

Una vez transcurridas las primeras páginas en las que, sorprendido por lo inusual de la historia, el lector se divierte con la transformación y el humor negro de Roth, empieza a predominar en la novela una sensación de soledad y desamparo. Sin horizonte, internado en un sórdido hospital donde se le mantiene vivo gracias a la tecnología médica, David muestra una cara mucho menos alegre de esa época que generalmente se nos presenta como una fiesta o una manifestación permanente, una suerte de explosión de la vida. Atraviesa por todas las reacciones posibles –desde la incredulidad hasta la subversión– y debate sobre ellas con el doctor Klinger, su psicoanalista.

¿Cuán solos podemos estar en el mundo? ¿Sentiremos alguna vez la ausencia de la soledad, o que el derrumbamiento de nuestros anhelos es inminente? Chesterton refutaba que “por más que nos sintamos expulsados del mundo, éste se encargará de desmentirnos”. La diferencia entre “La metamorfosis” de Franz Kafka y “El pecho” es que Roth le añade una dificultad portentosa e ineludible. Su personaje principal es profesor de literatura, por lo tanto debe entender la vida y sus consecuencias como una metáfora de algunos libros que leyó. Cae, desde luego, en Gogol y en el propio Kafka. Es decir que juega a ser Hamlet, quien para revelar el crimen monta una obra de teatro dentro de lo que ya es una obra de teatro. Ergo: Kafka está dentro de Philip Roth.

Desde luego se trata de una historia a lo Kafka y a lo Gogol. Pensemos en la La nariz, de Gogol, que narra el día en que su personaje se despierta sin nariz, sale a buscarla por San Petersburgo, pone un anuncio en el periódico solicitando que se la devuelvan, la ve “caminando” por la calle, un ridículo encuentro tras otro, hasta que al fin la nariz aparece de nuevo en su cara, sin que el retorno tenga motivo alguno, como tampoco lo había tenido la desaparición.

“El pecho” es un libro en apariencia ligero que, sin embargo, plantea problemas angustiantes y anuncia algunas de las obsesiones que caracterizaban la época en que fue escrito, pero también la nuestra. En ese sentido, la novela sigue siendo perfectamente actual y contemporánea (a tal nivel que yo mismo, al leerla por primera vez, la creí contemporánea). El narrador, por ejemplo, tiene la sensación de estar vigilado todo el tiempo por cámaras escondidas en el cuarto de hospital donde lo visitan su novia y sus colegas de trabajo. Esa paranoia cobra varias dimensiones, si tomamos en cuenta el contexto político de aquellos días. En la esfera individual, David recuerda horrorizado el tiempo en que sus fantasías eróticas le parecían normales e inofensivas, por ejemplo, la de residir para siempre en el bikini de su novia.

Entre los diversos temas de reflexión que plantea esta novela, está el papel que ha adquirido el psicoanalista en nuestras vidas. El doctor Klinger representa el sentido común, en medio de esa tragedia descabellada. Es el equivalente del rabino o del sacerdote en los siglos anteriores. Sin embargo, la resignación que nos exige un psicoanalista es mucho más escueta comparada con la que antes requería la religión: la tragedia como parte de un plan o, al menos, de una voluntad divina. Aquí, sin embargo, el sentido común y la cordura consisten en aceptar la realidad tal y como se presenta, sin buscar ningún sentido oculto, ningún sentimiento edípico, ninguna psicosis agazapada. Aunque David trata de refugiarse en todas estas nociones psicoanalíticas, el doctor Klinger lo regresa sin cesar a la tierra, a pesar de que, en su caso, la realidad es la situación más desquiciada del mundo y supera cualquier alucinación. La ironía de Roth es exquisita: una vez resignado a su nueva condición, ¿cuál es la opción que nuestra sociedad ofrece al miserable David? La posibilidad de la fama, el consuelo, no poco codiciado en nuestros días, de convertirse en un fenómeno pop. Dice:

“Ganaré cientos de miles de dólares y entonces tendré chicas, de doce y trece [...] y todas al mismo tiempo sobre mi pezón. Si los Rolling Stones pueden encontrarlas, si Charles Manson puede encontrarlas, también nosotros con la educación que tenemos, probablemente podremos encontrar unas cuantas [...] Y mi felicidad será delirante. Repito: mi felicidad será delirante.”

No parece casual que, algunos años después de haber escrito esta sátira, Philip Roth haya renunciado a la vida pública y al mundo del espectáculo literario para irse al campo, a escribir en condiciones de retiro. Hay escritores que irritan porque hablan a flor de piel y porque hablan de la piel misma de las cosas. Tal es el caso de Roth. Al decir “lo siento”, quizás también “siente lo que dice”

LOS CACHORROS

Mario Vargas Llosa

Literatura de Latinoamérica, el consabido Boom; cuatro novelas cortas surgen de las realidades de nuestro entorno, escritas por autores que más bien solían escribir novelas largas; cuatro novelas que al cabo de los años conservan toda su carga explosiva original, como si tras estallar en una primera lectura volvieran a estallar en una segunda y en una tercera lectura y así sucesivamente, sin llegar nunca a agotarse. Son, sin lugar a dudas, obras perfectas. Las cuatro refieren derrotas, pero convierten la derrota en una especie de agujero negro: el lector que mete su cabeza allí sale temblando, helado de frío o cubierto de sudor. Son perfectas, son ácidas. Son precisas: la mano que maneja la pluma es la de un neurocirujano. Son también una fiesta del movimiento: la velocidad de sus páginas hasta entonces era inédita en la literatura de lengua española. Estas novelas son El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez, El perseguidor, de Julio Cortázar, El lugar sin límites, de José Donoso, y Los cachorros, de Vargas Llosa.

No creo que haya sido casual que los cuatro autores se conocieran y que fueran amigos, que miraran con curiosidad lo que los otros escribían, y que estas cuatro “reliquias” surgieran en la década de los 60 (aunque es posible que El perseguidor sea de los 50), prodigiosa para los latinoamericanos, con todo lo que arrastra de bueno y de malo semejante adjetivo.

De las cuatro obras, Los cachorros es probablemente la más ácida, la que tiene el ritmo más endiablado y en donde las voces, la multiplicidad de hablas, está más viva. También es la más complicada, al menos desde el punto de vista formal. He aquí el arranque de la novela:

“Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat.”

Aparentemente Los cachorros es en sumo sencilla. Narra, desde diferentes voces, desde diferentes ángulos (uno estaría tentado a decir torsiones, las que realiza el escritor y que a menudo son ejemplos prácticos y magistrales de todo cuanto puede hacerse con nuestro idioma), la vida de Pichula Cuéllar, un chico de la clase media alta limeña, y lo narra desde las voces de sus amigos de infancia, chicos semejantes a Pichula Cuéllar, residentes o ciudadanos del barrio limeño de Miraflores, algo que deja su rúbrica pues se trata de los futuros señores del Perú que desde entonces ya eran los señores del Perú.

Entonces Pichula Cuéllar sufre un terrible accidente que lo marcará por el resto de su vida y lo hará diferente; la novela es casi el estudio profundo de esa diferencia. Es el intento colectivo por razonar tal diferencia, el progresivo distanciamiento del abatido Cuéllar de sus iguales hasta alcanzar una distancia abismal, de relato de terror mezclado con el relato de costumbres. Una distancia, por otra parte, pendular, con oleadas y reflujos, pues si bien Cuéllar se va alejando de sus iguales, no por ello deja de ser uno más del grupo, y en esa medida sus intentos de aproximación suelen ser más dolorosos que su distanciamiento radical. El descenso a los infiernos, narrado entre grititos y susurros, es, de alguna manera, el descenso a otro tipo de infierno al que se verán abocados los narradores. De hecho, lo que aterroriza a estos narradores es que Pichula Cuéllar es uno de ellos, y que empeña, de forma natural, su voluntad en ser uno de ellos, y que únicamente la fatalidad lo hace diferente. En esa diferencia, los narradores pueden verse a sí mismos en su real estatura, el infierno al que ellos hubieran podido llegar y no llegan.

Tengo la rara impresión de que “Los cachorros” no fue corregida. El gran corrector que fue Flaubert sentenciaba: La corrección (en el sentido más elevado de la palabra) obra con el pensamiento lo que obraron las aguas de la Estigia con el cuerpo de Aquiles: lo hacen invulnerable e indestructible. Yo prescindo de las virtudes tónicas de la Estigia; esa reminiscencia infernal no es un argumento, es un énfasis. La página “perfecta” es la que consta de esos delicados valores y la que con facilidad mayor se desgasta. Inversamente, la página que tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las lecturas distraídas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba. Los cachorros no es negligente, es la prueba de que la pasión del tema tratado manda en el escritor.

Me he referido a la velocidad predominante en Los cachorros. No he hablado de su musicalidad, la cual está sujeta al habla cotidiana, a las voces que puntúan el relato, y que se superpone a la velocidad del texto. Velocidad y musicalidad son dos constantes en Los cachorros.

Los cachorros no se subordina a la emoción de una etiqueta, y promueve lectores, en el sentido ingenuo de la palabra, y no solamente críticos potenciales. No se me ocurren mayores elogios.


LA INVENCIÓN DE MOREL

Adolfo Bioy Casares

Al final del famoso prólogo a la primera edición de La invención de Morel, del cual no puede prescindir una buena publicación de la obra, Jorge Luis Borges anota:

“He discutido con su autor los pormenores de su trama; la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta”.

El mismísimo Bioy arguyó alguna vez la posible falacia de esta sentencia, por lo demás tan halagüeña. Creía que Borges había exagerado, respaldado por la amistad y lo que leía entrelíneas en Bioy: una gran promesa literaria. Es más, dijo que le parecía que a Borges nunca le había gustado de verdad La invención de Morel. No obstante, aquel prólogo acierta en muchas de sus elucidaciones. Es cierto, por ejemplo, que pocas veces hemos hallado en español una práctica de escritura razonada. Una historia, como ésta, que se nos muestre inconexa, absurda, y que concluya apoteósicamente reveladora. Por algo esta obra ha trascendido los espacios y el tiempo. Para algunos, tener temperamento es correr como una loca, escoba en mano, aullando como una loba feroz. En La invención de Morel, Bioy Casares nos muestra otro rostro de lo que es el temperamento.

La historia es elemental y gloriosa. Un fugitivo llega a una isla del archipiélago de Las Ellice. Allí será testigo de una serie de extraños eventos que le irán revelando la existencia de una máquina dueña de una extraña capacidad. De pronto, como en una isla de espejos, la isla se descubre a sus ojos como un escenario de dobles. (Bioy no depende de experimentos lingüísticos; no hay verborrea). Entre la máquina espectral y el hombre, oscila el amor como tema primordial. Bioy Casares inventa un joven prisionero en una isla que a su vez era su válvula de escape, la única plausible. A la manera de Shakespeare en “La tempestad”, el destino se ha aficionado de este sujeto. El sufrimiento, como para Próspero o Miranda, es consustancial a la obra. Es cierto que cunde el rasgo patético, mas lo patético va con la intencionalidad, es una disciplina preparatoria con la exégesis y la valoración de la cultura a la que aspira. El exhaustivo análisis intelectual que emprende el protagonista no se encuentra separado del ejercicio de la imaginación, lo que coloca al individuo ante la incertidumbre de nuestras percepciones y la fragilidad de lo que denominamos realidad. La voz del prófugo exhala Hamlets. De este modo, La invención de Morel se convierte en un testimonio de la soledad del héroe. Todo deseo tiene un objeto y este objeto, como lo sugiere Buñuel, es siempre oscuro, porque queremos no sólo poseer sino transformar el objeto de nuestro deseo. No hay deseo inocente; no hay descubrimiento inmaculado; no hay viajero que, secretamente, no se arrepienta de dejar su tierra y tema no regresar nunca a su hogar. Queremos el mundo para transformarlo, acaso narcisísticamente. Aquí el objeto del deseo se llama Faustine. Faustine, el personaje femenino en esta historia, no es sino una suerte de novicia en el amor, benefactora y adalid. Pero sabemos, a la vez, que Faustine no llora, no demuestra de manera alguna poseer sentimientos. Es como si creyera que llorar es el refugio de las mujeres sin gracia y la ruina de las bonitas. Faustine demuestra no tener un pasado. En esta vorágine Bioy le atribuye a Faustine la facultad de conmover si verse conmovida. Siglo XI, comienza la poesía de los trovadores provenzales, seguida por las novelas caballerescas del ciclo bretón y por la poesía de los estilnovistas italianos, donde se va abriendo paso una imagen concreta de la mujer como objeto de amor casto y sublimado, deseada e inalcanzable. El prófugo, cual trovador medieval, se convierte en el sirviente de Faustine, conocedor de que han trocado los roles: la dama es el señor del vasallo y éste la adora a su vez que la respeta por un código que va más allá de sus anhelos platónicos y sus fuerzas. O quizá sea que el prófugo se enamora, narcisísticamente, de la propia imagen reflejada en la dama que siempre hará lo mismo.

De la trama de La invención de Morel se pueden extraer muchas conclusiones y, lo que es mejor, muchas controversias. Pero lo verdaderamente importante de esta obra, por no decir impresionante, es la calidad con la cual ha sido narrada y lo que en sí dice: una historia que, en pocas páginas, se abastece a sí misma hasta complementarse. Contiene amor, fantasía meditada, incluso ciencia o ciencia ficción y unos toques de existencialismo y monólogo interior. Imaginación razonada; fluye explicativa y connotativamente hasta dejarnos una sensación de llenura, pero no una llenura que urja desahogo, sino una llenura que reclama reposo, discernimiento. Algo, luego de leerla, parecería completarse en uno y en el mundo de uno. Cabe asimismo leerla (o ya de plano releerla) como lo que es: una digna pieza defensora de un lenguaje, de un idioma como nuestro español que de tanto modismo y tanto neologismo de poco en poco se va perdiendo, lo vamos perdiendo.

“Todo lo que he escrito (dice el prófugo) sobre mi destino –con esperanzas o con temor, en broma o en serio– me mortifica.”

El eterno regreso está presente en La invención de Morel no sólo por el tema, sino por la forma. Se hace la escritura del regreso, la retornografía. A lo largo de la novela se percibe una estructura que establece el efecto del retorno y que se basa en la repetición de los acontecimientos. Faustine, mujer idílica y platónica para el prófugo, va diariamente a las rocas de la playa a leer y a mirar el sol, y el fugitivo la mira a escondidas todos los días. Las conversaciones entre ella y Morel se repiten, el sonido de “Té para dos” y “Valencia” reaparece innumerables veces y, además, hallamos citas de Cicerón sobre el regreso y aún alusiones al mito de Isis y Osiris; es decir, se construye también una sintaxis de la repetición, que contribuye para producir el efecto retornográfico que el libro logra.

La invención de Morel ni es ni parece ser la obra de un escritor vanidoso que haya cincelado una obra perfecta, monumento minúsculo que custodia su posible inmortalidad, que las novedades y aniquilaciones del tiempo deberán respetar.

En fin. De una obra como ésta no se puede hablar hasta el fin, porque no lo tiene. Todo buen creador lo sabe (a lo Fontanarrosa): hay que crear el infinito, y hay que olvidar acabarlo.

RIMBAUD, EL HIJO

Pierre Michon

Bajo el casi alucinógeno influjo del iracundo Rimbaud, Michon escribe esta vertiginosa mezcla de biografía, ensayo, novela, poema en prosa, o todo eso junto, en el intento de llenar ese hueco dejado por las cartas perdidas que el jovencísimo Rimbaud enviaba a los poetas consagrados de su tiempo: a Théodore de Banville, a Verlaine. Verlaine, sí, el compañero de la famosa y turbulenta huida a Londres, que acabó con disparos y encarcelamientos, y cuyo sentido busca Michon más allá de la “Vulgata”, como él le llama, es decir, la insistente reducción de Rimbaud a un mito tardoromántico, a un pintoresco eslabón de una tradición literaria.

“La Vulgata no tiene fallos, y en ningún momento es tan intachable como al referirse a esa temporada de Londres y Bruselas, al de los desvalidos amores y el revólver de seis tiros; pero no refiere cómo en esos pocos meses Rimbaud, que tenía diecisiete años, envejeció en lo tocante al verso, tanto como si en Londres hubiese escrito de un plumazo La leyenda de los siglos, que no estaba rematada, Las flores del mal, que ya lo estaban, y una Divina Comedia que hubiera podido nacer de los tiempos de capitalismo duro, en el noveno círculo, de la pocilga más pocilga, entre las zarpas del Capital en persona.”

Pierre Michon crea una novela corta, una historia que –para mí y de una forma metafórica– es como una madre llena de coraje, “vestida de hoyos y de podredumbres”, en la que la victoria o la derrota es una pérdida para todos. El autor eleva, no profana, ese ámbito de lo sagrado en que florece, raramente, milagrosamente, el mito.

Rimbaud, el hijo, se presenta como una novela corta que consta de una sola secuencia narrativa, no se ramifica, y propone lentitud porque no escatima con las palabras, no es como Los cachorros, cuya economía de palabras la vuelve ágil.

Por el contrario, este libro inclasificable es un viaje a lo largo de todos los viajes de Rimbaud, de todos sus intentos de huida de su Charleville natal, de su madre posesiva, del fantasma de su padre, aquel Capitán que había huido a su vez; sus incursiones en Bélgica, donde es arrestado y devuelto a casa; sus escapadas a París, adonde llega por segunda vez, en 1871, con diecisiete años y con el manuscrito de El barco ebrio en el bolsillo. Y la huida final, a África, huida definitiva esta vez también de la poesía, en busca de oro, su nueva quimera, “porque no pudo convertirse en hijo de sus obras, es decir, aceptar su paternidad”.

ÚLTIMAS ANOTACIONES

Cualquier examen de la novela corta sufre la desdicha de quedarse, asimismo, corto. No me es plausible describir todas las otras novelas que me han impactado y que consideraría dignas de verse detalladas. Oscilan títulos como Sylvie de Gérard de Nerval o Seda de Alessandro Baricco, El túnel de Ernesto Sábato, La infancia del jefe de Sartre, Nocturno hindú de Antonio Tabucchi o Los adioses de Onetti, entre otros libros importantísimos en el imaginario literario que quedan para una siguiente e improbable ocasión.

Una de las glorias de estas novelas cortas es que no distraen a la lectura con atenciones parciales, no padecen siempre la superstición del estilo. Aquí hay convicción y hay emoción. El lector, aquí, no se limita a las tecniquerías (palabra acuñada por Miguel de Unamuno), o sea a la espera del informe de si lo escrito tiene el derecho o no de agradarnos. Aquí, en la novela corta, en la mayoría de las novelas cortas, importan por igual la eficacia del mecanismo y la disposición de sus partes.

Sé que habrá quien se pregunte la razón de las obras citadas, pues la respuesta es elemental: cualquier selección ha brotado de un afán hedonista y, ciertamente, superficial. He sido ahora superficial. No obstante, hay que recordar que la superficialidad es la morada de la verdad.

En definitiva, tanto para escribir cuanto para leer una novela corta se supone instinto, cautela, tacto y gusto. E instinto, cautela, tacto y gusto, acaban de aconsejarme al oído que dé término a mis peroratas. Lo malo, si breve, es perdonable. Sólo me he dejado en el tintero la más triste y cruel de las novelas cortas; ella, como el movimiento, se demuestra andando: la escribirá algún gran literato con el gusto más exquisito. Porque de literatura, insisto, todavía no se ha escrito nada. Pero recuerden que el gusto más exquisito es, por consecuencia, el más amenazado.

Si

viernes, 4 de noviembre de 2011

APROXIMACIÓN AL PÁJARO NOCTURNO

(Ponencia sobre Juan Carlos Onetti)(1)


Como Juan Carlos Onetti fue un sabio, supo que no sabía —como encomiaba Benedetti— y por eso sus cuentos son insondables como seres vivos que hay que volver a ver una y otra vez, de principio a fin, y por en medio, y por las esquinas de las páginas y de los párrafos; y empezar de nuevo porque la vida y los cuentos son complicados, y un tiempo más tarde, seis años o una semana, el cuento ya es otro, y uno ya es otro, y entonces hay que recomenzar y darle vueltas, agitarlo antes de usarlo y dejar que las palabras vuelvan a asentarse para permitirles una vez más revelar su misterio, a medida que pasan al ojo, a lo que llamamos cerebro o, mejor, a lo que antes se decía sin ninguna vergüenza el corazón o el alma, a donde los cuentos de Onetti van indefectiblemente a dar, porque ése es su blanco secreto, y uno se va dando cuenta de eso y encuentra, con un gusto más bien melancólico, que eso es un cuento, y que por lo mismo los cuentos no pueden ser muchos porque el corazón no los resistiría, y si son de Onetti, menos. Y esto sí lo supo Onetti y por eso no escribió tantos para dejarnos pasar a sus novelas, en las cuales siempre es más fácil, por una razón o por otra, acostumbrarse con tiempo a las cosas, y sobrevivir.

Las páginas también tienen que ser sólo unas cuantas, porque pocas cosas hay tan fáciles de echar a perder como un cuento. En palabras de Galo Alfredo Torres, diez líneas de exceso y el cuento se empobrece; tantas de menos y el cuento se vuelve una anécdota, y nada más odioso que las anécdotas demasiado visibles, escritas o conversadas. Cuánta analogía con el amor, con el afán de la aventura.

La verdad es que nadie sabe cómo debe ser un cuento (a pesar de los muchos decálogos, uno de los cuales redactó el propio Onetti, que en realidad fueron once consejos, cuyo décimo punto es el más importante, el único importante: “Mientan siempre”). El escritor que sabe cómo debe ser un cuento es un mal cuentista, y al segundo cuento se le nota que sabe, y entonces todo suena falso y aburrido y fullero. Hay que ser muy sabio para no dejarse tentar por el saber y la seguridad.

Sus cuentos son cuentos que uno quiere devorar con la ira y con el júbilo del converso. He entrevisto otros rostros que, como el mío, respondían a ese mismo conjuro onettiano. Se hizo el milagro. La obra de Onetti, que como norma general recrea un presente puro, no simplificado aún por el tiempo ni siquiera desbastado por la atención, apareció en mí para contraponer otras obras, y lo hizo con la misma fuerza de aquellas. Desde entonces, oía en mis adentros ese nombre tan repetido: Juan Carlos Onetti, que, en cambio, no repetían en las discusiones precoces de quienes quieren redimir la patria y hacerla sólo con el bronce de los próceres y con la música telúrica y caliente de las multitudes. Devoré en una noche “Los adioses”. Esa noche demolí toda la fortaleza que había construido mi entusiasmo fantasioso y comencé a construir una nueva concepción de la literatura.

Todo libro de cuentos, parafraseando a Borges, es el irresponsable juego de un tímido que no se anima a escribir cuentos y que se distrae en falsear y tergiversar ajenas historias. Onetti no es la excepción. Su “presente puro” no pasa de ser un ideal psicológico. Escribió sabiendo qué soledad, qué tinieblas, qué hambre de corazón eran esas que lo llevaban a la derrota, a la que finalmente se arriesgó con peligro e incertidumbre, pero también con resuelta alegría.

Onetti, en muchas de sus obras y a la manera de Faulkner, ha jugado poderosamente con el tiempo, deliberadamente ha barajado el orden cronológico, deliberadamente multiplicó los laberintos y los equívocos. Tanto lo hizo que no faltó quien asegurara que derivaba toda su virtud de esas involuciones. A veces también Onetti no trata de explicar a sus personajes, nos muestra lo que sienten, lo que obran. Se trata de un autor que fue, en todo caso, un menospreciado por la academia —palabra, por lo demás, que detestaba casi con vehemencia— (cosa que hoy por hoy la misma academia se está encargando de enmendar). En su tiempo, podría asegurarse que nuestra América Latina no era un desierto poblado por analistas, críticos, escrutadores y estetas de la buena cultura.

Aunque nunca lo anheló así, Onetti combatió la opresión y cumplió uno de los muchos deberes de un escritor. Leerlo nos impulsa a evitar a las efigies de los líderes, a aquellos que balbucean imperativos, a los vivas y mueras prefijados, a los muros exornados de nombres, a las ceremonias unánimes, a la mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez.

“Decir la infancia”, ha escrito, “implica sin remedio un fracaso equivalente a contar los sueños (...). Recuerdo que mis padres estaban enamorados. Él era un caballero y ella una dama esclavista del sur de Brasil. Y lo demás es secreto. Se trata de un santuario sagrado…” Como diría Azorín, Onetti es un espíritu fiero e independiente, que vive y recrea las maravillosas aventuras que narra, que no creía —al contrario que Mario Vargas Llosa— que la literatura puede suscitar la revolución, que ha acertado a aunar realismo y experimentación estilística, que ha sabido, en fin, y entre otras muchas cosas, conformar unas individualidades atractivas y gloriosas.

La influencia de Sartre en la narrativa de Juan Carlos Onetti ya ha sido señalada con éxito. El personaje dominado por su circunstancia, y como consecuencia de ello, una existencia de angustia interior: tal la motivación absurdista del existencialismo literario.

Pero en Onetti, esa proyección de angustia se da a causa de que el personaje es víctima de circunstancias ontológicas, que arrancan de la raíz misma del ser.

Las circunstancias ontológicas que victiman los personajes de Onetti son las mismas que definen el contenido existencialista del absurdo como epifanía del sinsentido de la vida. La sinrazón se configura a través del mundo oscuro que presenta el autor en sus narraciones, un mundo sombrío donde una concepción pesimista de la humanidad expresa de forma contundente la miseria de la existencia. El absurdo onettiano está vinculado a los instintos más bajos de sus personajes, asumiendo prontamente la forma de investigación del alma humana en su estado de decadencia, y asimilando imágenes de suciedad, impureza, perversión, degeneración, corrupción, hediondez, ruina y destrucción. Esta es la forma que Onetti encuentra para expresar la irracionalidad de la existencia. La voluntad de hacer sufrir configura la crueldad, y el disfrute con el sufrimiento ajeno conforma la perversidad. Crueldad y perversidad constituyen el impulso básico de la raza humana caída y degradada, e infamia y desdicha establecen el carácter impuro del espíritu humano que se define como una entidad que necesita la prohibición y la interdicción para sobrevivir. En suma, en Onetti la vida es sin sentido, porque el hombre, en sí, es vil.

La topografía de la desdicha en que resulta gran parte de la obra de Onetti descubre el significado básico del hombre como ser rechazado, caído y abyecto. A este ser arrojado a un mundo que no comprende, separado de la naturaleza y al cual está denegado el consuelo divino, Onetti otorga un destino marcado por la suciedad y por la impureza. En ese sentido, el absurdo aparece implicado en la abyección, es decir, en el sentimiento básico de escisión, de ruptura entre el hombre y el mundo.

Onetti presenta el perfil absurdo del ser humano a través de la denuncia de su carácter abyecto. Los personajes del autor uruguayo tienden a la suciedad, a la perversidad, al mal y a la inmoralidad que constituye el carácter irracional y trasgresor del abyecto. Este individuo vil, cobarde, violento y repugnante es la propia expresión de la abyección como principio incompatible con un mundo racional y ordenado. Así, en Juntacadáveres (1964) Onetti escribe acerca de Díaz Grey:

No es una persona; es, como todos los habitantes de esta franja del río, una determinada intensidad de existencia que ocupa, se envasa en la forma de su particular manía, su particular idiotez. Porque solo nos diferenciamos por el tipo de autonegación que hemos elegido o nos fue impuesto.

Aquí, percibimos el individuo onettiano como un ser que vive en constante “autonegación”. La repugnancia que siente hacia sí mismo está en concordancia con el aspecto de ser caído que se descubre constantemente en su suciedad y miseria espiritual.

Reveladora de la desilusión, la obra de Onetti no permite la esperanza. En ella el hombre es un ser que se hunde en una especie de fango colectivo: “…la única salida posible sería un retorno a algún tipo de fe”. Sin embargo, esta fe les es negada, y con ella cualquier forma de ilusión: “Sin la fe sólo queda la conciencia de la condenación al absurdo existencial y el recurso a tristes sucedáneos…”

Los textos de Juan Carlos Onetti confrontan al lector un mundo cansado, de ejes desgastados y con seres solitarios que lo pueblan conscientes de este desgaste y de la inevitabilidad de la caída. “Estoy con vos y me quedo loco; después me da asco, ya te lo dije. Pero no te tiene que importar, porque siempre me dio asco. Después de todo, las mujeres son la misma cosa, cualquier mujer. Y esto está bien, se me ocurre, porque no somos una misma carne y sólo el matrimonio puede hacer que dos sean una misma carne. Mi tío el cura puede convertirnos en una sola carne y entonces ya no sentiría asco. Es así. Te parece gracioso; pero si fuéramos a la iglesia y mi tío nos casa, seríamos una sola carne. ¿Entendés?”

El asco es uno de los puntos revulsivos en la obra del uruguayo.

Puedo salvarme —pienso— de ella, de mi cobardía, de mi hermano muerto, de mis padres, de memorias y presentimientos, si exagero hasta poder tocarlo, hasta el terror y el vómito, el diminuto asco que obtengo de saberla más vieja que yo, de saber que ella anduvo por donde yo aún no pisé, de saber que gastó lo que yo todavía no he tocado, de saber que desperdició ya las oportunidades que a mí me esperan.

El miedo también aparece como elemento de ligación entre la obra de Onetti y la de una de sus más importantes influencias: Louis-Ferdinand Céline. En Voyage au bout de la Nuit (1952), el protagonista Bardamu sufre un colapso nervioso después de volver de la guerra. De su derrumbamiento resulta que su amante, Lola, le abandona:

“¿Es verdad que te has vuelto loco, Ferdinand?”, me preguntó.

“¡Sí!”, confesé.

“Entonces, ¿te van a curar aquí?”

“No se puede curar el miedo, Lola”.

“¿Tanto miedo tienes, entonces?”

“Tanto y más, Lola, tanto miedo, verdad, que, si muero de muerte natural, más adelante, ¡sobre todo no quiero que me incineren! Me gustaría que me dejaran en la tierra, pudriéndome en el cementerio, tranquilo, ahí, listo para revivir tal vez…”

Es interesante subrayar que la crítica de Onetti intuye la relación de su obra con el pensamiento de Heidegger. Hugo Verani, por ejemplo, utiliza el concepto heideggeriano de “ser en el mundo” para referirse a la narrativa del uruguayo: “Se comprende, entonces, que al explorar en la precaria situación del ser en el mundo, las novelas de Onetti giren siempre en torno de un personaje en crisis, en torno de una de las situaciones opresivas que Karl Jaspers llamara ‘límite’. La toma de conciencia del desamparo e inseguridad del hombre, siempre expuesto y limitado, lleva al artista a enfrentarse con esas situaciones límites que le permiten revelar los estratos más profundos del ser: el sufrimiento, la culpabilidad, la locura, las enfermedades, la impotencia del hombre herido de muerte”.

También Saúl Yurkievich se refiere a la obra de Onetti en términos heideggerianos, entendiendo al personaje Larsen de Juntacadáveres, como “ser para la muerte”: “El ser de la existencia se revela como ser para la muerte. La experiencia en carne viva de la negación y la ilusoria voluntad de superarla son generadoras de angustia. La necesidad y la imposibilidad de ser, de acceder a la unidad, de trascender imponen una visión nihilista. Ante la nada que anonada, Larsen alterna entre una inoperante voluntad de poder y el vacío existencial, sin comunicación ni comunión”.

Es interesante percibir la dimensión ética en que opera la “caída” como metáfora central de la narrativa onettiana; los motivos dominantes de la novelística de Onetti se revelan en estrecha correspondencia con este proceso de degradación y deterioro de seres y objetos. Dependen siempre de un tema que abarca diversos niveles de la realidad (física, espiritual, ética, social) y que emerge como la metáfora central del universo narrativo del novelista uruguayo: la caída. Hay que tomar atención en el tema de la moral en la obra de Onetti abordado, por ejemplo, a través del personaje Eladio Linacero en Tierra de Nadie (1941): “Juan Carlos Onetti es […] el mejor ejemplo del realista crítico de la nueva narrativa. La lealtad a la circunstancia se traduce en el debate de los asuntos contemporáneos urgentes, sobre todo los políticos y los morales, que tanto ocupan las conversaciones de los hombres de la época como las planas de los periódicos: Eladio Linacero en la soledad de su cuarto evocará dos líneas divergentes de asuntos que propone la circunstancia: lasrelaciones amorosas, dentro de la búsqueda de una autenticidad moral (encarnada en los personajes Cecilia, Hanka, prostitutas, etc.) y las relaciones políticas, desde el debate de la izquierda antifascista, pero también anticomunista (visible en su personaje Lázaro)”. La evasión del mundo que oprime a estos personajes y la pérdida de toda creencia religiosa o política, ha otorgado a estos nihilistas del siglo XX una insospechada libertad. Sin embargo, podríamos preguntarnos, como el héroe de Sartre: “Libertad, sí, pero ¿para qué?”, y descubrir que, gracias a la mirada “diferente” que poseen, están amenazados por otros males como la ansiedad, las dudas, la soledad, la angustia y la alienación, las que serán las “enfermedades” del hombre contemporáneo.

La moral se presenta, entonces, como el contrario de la libertad radical, y también como aquello que rescata al hombre de su estado de abyección. La relación antagónica entre moral y abyección tiene sus raíces más profundas en el tabú. El sentimiento de rechazo, asco y aborrecimiento implicado en el contacto con lo abyecto, sirve de base para la construcción de las prohibiciones e interdicciones que constituyen los tabúes de los pueblos primitivos; es decir, el tabú es aquello que separa al hombre primitivo de lo abyecto.

Considerando el tabú como aquello que está en la raíz de la moral, percibimos la relación de oposición entre moral y abyección, y, por ende, entre moral y absurdo, entendido este como la expresión de la sinrazón. Finalmente, frente al retrato de desolación presentado por Onetti en su obra, más aún que Garmendia en La mala vida, más que Donoso en El obsceno pájaro de la noche, Onetti insiste en el horror y la repugnancia que inspira la vida. En esto se resume el absurdo onettiano, en la expresión del carácter abyecto de la existencia a través de una literatura que reconoce el mal, la atrocidad y la crueldad como aspectos ineludibles de la psiquis humana, y observa la catástrofe y el deterioro como el destino más cierto de un ser que ha perdido la fe en la trascendencia.

Para mí que Onetti fue una de esas personas que no tienen ganas de algo, pero que tienen muchas ganas de tener ganas de algo. Para mí que hay autores que nos tocan físicamente, como la cercanía del mar o de la mañana. Hay, entonces, una extraña sensación en el aire que surge de leerlos. Da la impresión de que nuestro autor ha visto las cosas tal como realmente son, que ha caído de rodillas ante ellas, que no ha tenido o ha olvidado un ideal secreto que haya marchitado todas las cosas de este mundo, que no ha practicado la silenciosa comparación de la humanidad con algo que no es humano, con el Sabio de los estoicos, con Julio César, con un monstruo de Marte, con Sigfrido, con el Superhombre de Nietszche o de Bernard Shaw. Nunca fue defecto de Onetti la grandeza, él sí que sabía cómo complacerse fácilmente, ratificando así aquella máxima general y esencial de que las cosas pequeñas agradan a las mentes grandes. Onetti, para mí, fue uno de esos autores. Nunca logró el éxito. Podría asegurar que su lema de cabecera era aquel que Addison hace decir al gran estoico:

“No es dado a los mortales gobernar el éxito;

pero haremos más que eso, Semprosio: lo mereceremos.”

Para Onetti, como para Jahoda, la capacidad para disfrutar de la vida es un criterio de salud mental. Contraponía a aquel verso perspicaz y miserable de Garcilaso: “Dulce cual fruta del cercado ajeno”, evitando la incapacidad para reconocer la dulzura de la fruta del cercado propio.

Su trama literaria es psicológica por antonomasia. Si en sus historias alguien come pan es para rebajarnos, para humillarnos, para denigrarnos; sus personajes comen pan para burlarse de nosotros; ellos comen pan contra nosotros. Es una literatura que muestra la envidia. Siempre hay alguien que nos gana en algo. Siempre hay alguien que está una nariz, una cabeza o una milla por delante de uno, por el sendero oscuro de un sueño en busca del amor. Yo, como Onetti, me voy entre los últimos, tropezando con los muebles.



[1] He parafraseado ciertas citas de Vicente Darío Refrío y de Hugo Verani para proporcionarle al ensayo un mayor vigor intelectual. No han sido entrecomilladas en aras de que el texto no pierda su dinámica y su vigencia como creación. A la vez, hay que considerar que tanto Refrío cuanto Verani, han defendido la postura de “la belleza de la infelicidad”, que ya fue plantada –y defendida con estoicismo a rajatabla–, tiempo antes de Onetti, por Robert Walser, uno de los referentes de escritores de la talla de Kafka, por ejemplo, la misma que plantea la tesis de la desaparición del artista y más específicamente, del escritor, quien debe ausentarse casi hasta de sí mismo para la elaboración de una obra seria y sostenible, quien debe estar limando sus uñas (paráfrasis a su vez joyceana) por encima de su fantasía y aún de su sombra. En Onetti se denota ese ímpetu; lo pierde cuando lo leemos, como a Kafka o a Walser.