jueves, 16 de agosto de 2012

Inicio de una novela que quisiera que algún día se intitule "Señora mía"


En el sur hay una ciudad que se ha extraviado, donde habito entre otros hombres que como yo anhelaban una mujer como Irene. Se me excusará que haya atravesado los caminos con regularidad para pronto evitarlos por montes o propiedades particulares con el único objetivo de verla. Lo cierto es que yo, pecado diabólico de mis padres que una noche impar me concibieron, narcisistas de cepa, sin pensar el uno en el otro sino en sí mismos (cosa que se arraigaría en mis genes proveyéndome así de las cualidades que poseo para el amor propio, para consumar mi profesión de abogado de la mejor manera, es decir, indignamente y sin importarme los demás), yo, que no podía llamarme sino Ariel Leira, un día triste y umbrío, me decidí a ir por ella, a conquistarla cortando por montes y profanando viviendas ajenas. Todo a partir de ese día en que mis planes fueron disueltos por lo que creí en un inicio cosas del azar, y que no mucho tiempo después se develaría como la gran estrategia de una mujer sin par, Irene, a quien llamaré “ella” hasta que la historia por sí sola se incline por descubrir su nombre auténtico (y yo me llamaré “él” o “yo”, para compartir el engaño a voces). Yo me creo culto, pero no por lo que he aprendido en los libros o en estudios diversos, no por haber asistido con frecuencia a la Escuela de Leyes o por haber viajado como un judío errante en busca de la Tierra Prometida, sino a causa de lo escuchado, durante mis años infantiles, en los rincones de mi casa. Allí se configuró mi imago mundi: una cultura mágica siempre en colisión con los saberes aprendidos. Recuerdo esa casa destartalada, ahuecada por la constante ausencia de mi padre, la recuerdo plácidamente, venturosamente, hermosamente; una casa llena de muebles desvencijados, que crujían con vida propia, de puertas y ventanas con vida propia, que parecían absorber la vida propia de los verdaderos propietarios del inmueble; caja de resonancia de todos los vendavales, de todos los ruidos, de los pasos quedos de todos los fantasmas, rica en rincones oscuros que mi miedo me ayudó a poblar de habitantes maravillosos y solemnes, y de entre todos estos personajes que la musa de la invención me ponía en frente, ninguno más hermoso y solemne que ella. Me la sabía de memoria desde mi infancia. Desde mi infancia, la vi venir. Hoy en día, los cuidadores de la casa de mi infancia, de ese cementerio impar de muebles y ornamentos de otra época y de otra gente, dicen que no saben de fantasmas, que no creen en ellos, que nunca la vieron aparecer, ni tan siquiera asomar las narices cleopátricas de las que tanto les he hablado. Pero yo sé que estaba allí, anticipándoseme, construyendo en mí, desenfadada, un hombre lleno de memoria a su vez llena de ella, y luego inventándose una máquina del olvido que experimentó en mí, tatuando en las rugosidades de mi alma su nombre, inolvidable, su rostro que después se transformaría en el rostro de la mujer ideal. Como su preciso destinatario, me enseñó su fantasma a extrañarla por haberse ido para siempre, olvidando que el amor que me propuso, como siempre, iba a ser para siempre. Todo, hasta que un día reapareció ante mí, lo que supuse nada más que un engaño, una alucinación propuesta por el tiempo, que una de mis rugosidades se había estirado de repente gracias a la influencia del presente. Desde hacía un par de días, exploté en un terreno minado; me he pasado a partir de entonces, reuniendo los pedazos. Hasta que hoy me animé y tomé un taxi.

SALA PROCESO (CASA DE LA CULTURA, NÚCLEO DEL AZUAY)


PROCESO, ARTE CONTEMPORÁNEO, nació en 2005, bajo la presidencia del poeta Efraín Jara, quien había emprendido la remodelación de lo que fue durante muchos años la sede del Instituto Azuayo de Folklore.
La sala está ubicada en los altos de la Sala Alfonso Carrasco, y comparte corredor con la Biblioteca de la Institución y la Sala de ensayos.
Se ha convertido, con el transcurso de los años, en el referente del arte Nuevo y novísimo en Cuenca, lo que ha servido para darle un corpus más amplio a la visión de un pueblo rico y a su vez apetente de muestras iconográficas y exponenciales, de lo que se suscita en el mundo entero. “La idea, en palabras de Cristóbal Zapata, era crear un lugar consagrado a la exhibición y difusión de los lenguajes artísticos contemporáneos, a manera de un gran escaparate de la producción local, nacional y hasta donde sea posible internacional, y al mismo tiempo, hacer de ese sitio una plataforma de intercambio, es decir, de discusión y reflexión sobre las artes visuales.” Su nombre revela muchas cosas. Si, según la lógica jurídico-policial, todo lo que diga puede ser usado en contra del declarante, la Sala PROCESO ha conseguido una aproximación al arte contemporáneo diciendo mucho, lo que entabla debate, enhorabuena, y sin infectarse en el lodazal ni caer tampoco en la actitud de censura total. Da la impresión de que aquí se utilizan los “fenómenos” como pre-texto para continuar con el diálogo, que es el de nuestro pueblo, con las meditaciones, sin por ello formar parte de un cuento de hadas trash.
Se necesita –léase: la sociedad necesita–, como es manifiesto en Borges, en Bernhard, una capacidad magistral e incluso histriónica para ridiculizar a la filosofía; esto es, para mostrar que sus pretensiones son irrisorias. Sin embargo, el arte necesita de la filosofía para su interpretación, para que diga lo que el arte no puede decir, aunque sólo el arte pueda decirlo, en la medida en que no pueda decirlo absolutamente. El carácter paradójico de la teoría estética, con este pálido fulgor del nihilismo, tiene un carácter hechizante. Y el encanto, según Oscar Wilde, es de lo único que no puede prescindir un artista.
Lo que muestra Proceso es el devenir habitual de la gente, ese ronroneo que oímos a diario en nuestras calles, y su silencio, que se marca en los confines de las ciudades, un silencio colmado de expectativas, de sueños, de poesía. Aquí se guarda la memoria intempestiva, que es la memoria efímera, es decir la del futuro.
En esta sala, durante nuestra gestión, procuraremos demostrar la variopinta existencia del dolor, y de la belleza, de la belleza en el dolor y de la presencia y ausencia del dolor en la belleza, de que el museo no siempre guarda, como decía Adorno, algo más que una relación etimológica con mausoleo, y que está más inclinado hacia la musa de la invención que hacia el dios de la guerra.


¿Quién podría redefinir el concepto a alguien que declara ser un inquilino feliz de la Torre de Babel?
Durante los últimos años hemos rondado a esta edificación como si se tratara en realidad de aquel castillo inaccesible ideado tan siniestra y diestramente -no es oxímoron, conste- por Franz Kafka; como si la idea de felicidad fuera inalcanzable. Nada más falso y lejano a la realidad. Aunque muchas veces pensamos en esta realidad como un ente vivo que está en el horizonte y que camina hacia él mientras nosotros vamos tras suyo a nuestro ritmo. Por suerte soy una de esas personas que tienen y se jactan de tener tan buena memoria que no se olvidan lo que no sabían. Es decir, que con el paso del tiempo, se corrigen más por los meandros y vericuetos de la falsedad. Lo excepcional, y con esto acabo esta inútil diatriba que me retorna al blog casi olvidado, y lo maravilloso es no tener un "yo". Que el "yo" sea el resto.
Juan Benet deja manifiesta, en su estupendo, por no decir glorioso ensayo "La construcción de la Torre de Babel", la inverosimilitud del cuadro de Brueghel de esa construcción. El motivo bíblico o veterotesatamentario, era llegar a ver a Dios cara a cara. Según Kafka, repito, reconstructor de mitos añejos y siempre renovables, la muralla China fue también un mejor esfuerzo por forjar las bases, los cimientos de esa torre que el señor de Babilonia no pudo idear, antes soñar.
Nos hemos olvidado por mucho tiempo que seguimos construyéndola. Lo dice mejor Luis Felipe Aguilar en un breve y contundente -y por eso cuasi perfecto- cuento de su autoría.
A mi humilde parecer, la Torre fue destruida por Dios, como rezan los papeles y la memoria colectiva, y se enconó con los hombres que la edificaban (volviéndolos tartamudos, destruyendo el esperanto por Él mismo creado), porque de tan ambiciosos que eran, no podían ofrendarle algo tan pequeño. Los destruyó con la consigna de que la vuelvan a idear, y para que los nuevos y futuros arquitectos la piensen mejor. El Señor no podía admitir tan mediocre obsequio; y menos si era un reto.