viernes, 23 de enero de 2009

¿Y si el revés fuera un sueño?

Cuando todavía existía, o mejor cabría decir, sobrevivía, el añorado "Café Inglés", de mi añorada también Calle Larga, tuve la fortuna de entablar una seria amistad, entre cafés irlandeses, discos de Velvet Underground o Pink Floyd o Bruce Springsteen o ya de plano con el mismísmo Bob, entre papas fritas a la inglesa y tableros de ajedrez inacabables (si me permiten el adjetivo), con una gama variopinta de estadounidenses cuya cultura oscilaba entre la "mucha" y la "genial" que, más que enseñarme sus trucos, me enseñaron cómo inventar los míos. Eso es algo que no se ha repetido con la frecuencia que quisiera en mi vida. He encontrado gente apetecible -sobre todo mujeres- que me han dejado con ganas de aprender de qué trata el juego este que es vivir; pero conocer como conocí a mis entrañables Bill, Jeff o Eric, no he consumado desde entonces.
He vindicado el nombre estadounidense en más de un estadio, en más de un estado, y si lo he hecho ha sido porque he llegado a descubrir maravillas entre maravillas fabricadas, ideadas, consumadas por estetas y antiestetas dignos de nos ser llamados así nunca jamás de los jamases. No quiero con esto decir que no hay un gran porcentaje de personas de esa enorme nación que han perdido su individualidad hasta convertirse en fáciles copias y aun plagios entre ellos, errabundos comedores de carne precocida y masticadores insaciables de los mismos ingredientes estupidizantes. Es cierto que tienen la fuente de la idiotez humana contemporánea, pero como en toda época, aquella nación o estado o imperio que prevalece es el que a su vez promueve las mayores perdiciones y bajezas. Parafraseando a Bergier, las grandes industrias, los grandes inventos, los sabios surgen a la par con los inmejorables infames, los perfectos viles y nefastos hombres, los más torpes. Claro, cada vez los límites se abren. Hay más insulsos, bárbaros, y menos sabios y genios. Pero estos genios y sabios saben más que sus predecesores. Huelga interrogarse, sin embargo, si éstos podrán algún día ser tan viles como Yago o Ricardo III, o tan excelsos y entrañables como su ideador.



Empezaré por la literatura, o como le gustaría a Eliécer Cárdenas, "las literaturas", porque sí, son mi dilecto. Aunque para ser honesto, ya empecé esta apología por la parte amical, que simula, muchas veces, ser la parte sentimental (perdonen la franqueza).

Podría recobrar para este compendio a nombres como Edgar Allan Poe o Ralph Waldo Emerson, o quizá incluir al gran y ubicuo Walt Whitman, una de las voces preeminentes, históricamente, estéticamente hablando, obviamente. Podría recordar a Ahab y su obsesión por la ballena, podría referirme a uno de mis héroes personales, Philip Marlowe, tanto el de los libros de Raymond Chandler cuanto las interpretaciones, que siempre me devuelven a un paisaje sombrío donde un hombre brilla y da brillo a su sequedad que no es tal, de ese inmejorable Humphrey Bogart en "El sueño eterno". Pero me limitaré a las tres obras que han marcado pauta, quizá inicio y final, en la literatura contemporánea estadounidense.

La subasta del lote 49 es no sólo la gran obra maestra del inaccesible Thomas Pynchon, es también uno de los ejemplos más claros de ese fenómeno mundial llamado posmodernismo que, aunque opuesto al funcionalismo o al racionalismo, todavía es difícil de entender. Tal vez tenía razón Umberto Eco cuando le preguntaron qué es el posmodernismo y él respondió, "No sé, y excatamente eso es el posmodernismo"...

Pues bien, The crying of lot 49 refunda, de una manera indirecta -tal como debe ser fundado o refundado todo movimiento intelectual o artístico- la idea de una trama sin trama y carencia absoluta de final determinativo, dejándonos, a la postre, solamente la posibilidad de disfrutar de lo que en esencia es, una pieza maestra de un genio hermético, eremita, que escribe por escribir y no por gustar o por aconsejar, que deambula entre palabras, o entre las líneas de sus textos, congratulándose con lo que hace, equilibrista del propio arte que él mismo ha impuesto, o, mejor, que él mismo "se ha" impuesto". Tal como lo logró Shakespeare o el bardo Dylan o quizá (y me atrevo) el propio Jesucristo, no hay que explicar nada en lo absoluto, hay que vivir y a las cosas que hay que sacarles provecho, pues hay que sacarles provecho, porque para algo están. Preexisten, diría Albert Einstein, por una finalidad, y esa finalidad debe ser no solamente tomada en cuenta, debe ser explotada. ¿Para qué están nuestros ojos sino para ver? ¿Qué desperdicio fuera tenerlos en buen estado y no usarlos? Sé que esto contradice notablemente a mis renglones anteriores con respecto a aquello de no dar consejos, pero así es y no hay cómo contradecir a las verdades que son más grandes que el hombre e incluso que ese cielo que nos observa.

Tal vez el único aporte auténtico o acaso original del posmodernismo, inaugurado en la Barcelona de ángeles caídos, de manera especial en su arquitectura, sea la imposibilidad de una interpretación masiva -si tal simiedad existe-, y la opción absoluta para el deleite, para el uso. ¿Qué carajos quiere decir quien cuenta que se ha lastimado; qué aquél que dice que ama?



En cine podría hablarse de una gama muy amplia de filmes artísticamente aceptables y algunas joyas que han regado por diestra y siniestra. Es cierto que la mayor producción cinematográfica es hollywoodense y, lo peor, de plano malas películas de Hollywood, las cuales, incluso por higiene, conviene no citar. ¿Para qué invertir el tiempo en cosas que no nos agrada? ¿Para qué injuriar si con eso podemos agredir susceptibilidades? ¿Para qué procurar el daño a los demás? Si algo no nos gusta, dejémoslo pasar, que sean palabras que se las lleva el viento hacia oídos aptos para escucharlas, imágenes que darán vida a otras almas, que las justificarán, que las mejorarán, que las matarán. La crítica, según mi opinión, debe centrarse en hallar las cosas buenas y a las malasa acallarlas con el silencio propio. Sólo entonces el hombre crecerá o será "la voz que clama en el desierto", la que desmadeja, la que se vuelve retruécano del vício, aunque sea vício; antípoda del dolor, aunque provoque dolor; solución al amor, porque sería amor, y sólo el amor apaga al amor.

Citizen Kane es considerada una de las películas más trascendentales e influyentes del cine. Su realizador, Orson Welles, la imaginó tal cual la concibió, siendo él el director, el actor principal y, digamos, co-guionista (aunque esto es bastante oscuro por el celo propio de los escritores -¡díganmelo a mí!).

Orson Welles:

http://www.youtube.com/watch?v=5hGgUQ9zbIk

Realizar una sinopsis, entre tantas, resulta irrelevante y aun una suerte de insulto para el entendido lector de esta crónica. Más importante es el espíritu mismo, rebelde y transgresor, de "Ciudadano Kane"... Ni qué decir acerca de la vida real del empresario hijo de bancos, propietario de la cadena más importante, durante finales de los 40`s, de prensa gráfica y radial, pretendiente de la Casablanca, esposo de una esposa de todos y un empedernido fracasado vivencial, absorto en sus citas con Chaplin o senadores o las Dietrich. Tampoco caeré en la tentación de explicar pormenores técnicos -quiero decir, lacónicos- de una obra que también varió la técnica del acercamiento de cámara o incluso del primer plano. Lo que sí remarco -siempre- es la maravilla del juego de sombras y luces, especialmente en el inicio de la rama, cuando apenas acuerdan averiguar el significado de esa última y sentenciosa palabra de Charles Foster Kane: Rosebud. Palabra, por lo demás, de la cual también se podría hablar y mucho; aquí sí desde un punto de vista psicológico y aun dramático. ¿Cómo no hallar símiles entre este personaje acontecido o acongojado por la desdicha de no hallar su regreso a casa, y el hamletiano dilema con la calavera que no sabe responder? ¿Cómo no recordar a un Proust que en "En busca del tiempo perdido" escarba en su memoria y el recuerdo frenético y vertiginoso de su madre subiendo, día tras día, o mejor sería decir noche tras noche, a darle el beso de las buenas noches, y descubrir, ya en la vejez o senilidad, que es lo único que habría podido hacerlo feliz?..., por decirlo de una manera.

Yahvé, en su omnisapiencia, cede ante Luzbel y le permite exagerar con Job. Todo creador, ante su creación, debe cederle epacio para que se manifieste, ya sea en la locura o incluso, lo cual es desmedir términos, en la cordura. Ya sea en el sueño o en la vigilia. Ya sea en el acto como en la intención, en lo que se deja de hacer como en lo que se sabe que se debe dejar de hacer. La actuación es indispensable para que la diafanidad dialéctica de la vida (pido disculpas a los puritanos por estas terminologías excesivas; también por a veces omitirlas voluntariamente).

No, me referiré, por hedonismo y ansiedad, a la metafísica del filme que en mi opinión muy humilde, es el mejor que he visto.

El humo final, culmen de la belleza excéntrica norteamericana, dejo a su vez de la aristocracia británica victoriana, sobre todo de a finales del siglo XVIII, muestra cómo los sueños pueden esfumarse, a pesar de que éstos se hayan cumplido sin tregua durante la vida. Muestra, asimismo, que la vida es sólo un paso para la muerte, que por más que busquemos en los espejos nuestros looks de ser hermoso sólo hallaremos abriles marchitos y en los ojos de nuestros cónyuges, al envejecido Dorian Gray, no al que no ha crecido, sino al que ha fenecido.

La magia verdadera de una obra se mide en el silencio que existe entre la reverencia y el aplauso multitudinario.

Tras la recesión, una seguidilla de escritores empezaron a demostrar que la frase de Pablo Picasso "los genios surgen de las guerras o los problemas masivos" era una verdad innegable. Surgieron talentos como Tennesse Williams o John Steinbeck, también poetas de la talla de un Wallace Stevens o un Thomas Stearns Eliot. Luego de ellos, o de su legado, adoptado de la gran novela estadounidense de finales del siglo XIX, y de la grandiosa voz poética y democrática de Whitman y sus Hojas de hierba, aparecería William Faulkner, considerado uno de los mejores novelistas de todos los tiempos que resquebrajó para mejor recomponerlos los esquemas de la novela, casi al nivel de James Joyce, o emulándolo, con logros estéticos tales como "El sonido y la furia", "¡Absalón, Absalón!" o "Luz en agosto", ejemplos de la vida misma al borde del Mississippi, en ese barrunto imaginario llamado Yocknapatawpha County. Sin embargo todas esas maravillas novelísticas, lo que ha elevado a Faulkner a un primer plano, casi para ser considerado el mejor novelista contemporáneo, es su pieza clave "Mientras agonizo", título substraído de la Odisea homérica. La historia de una familia sureña estadounidense, monologada por los integrantes de la misma, sobre los avatares que deben sufrir para un cambio real, un cambio sin parangón, un cambio en el ánima, en las costumbres, en el ser. Una obra cruda, pero fantástica; un logro imaginario y lingüístico que viaja por nuestras venas como Ulises lo hizo por el Estigia hasta llegar a la Estigia.

Nunca será recomendable referirse a una pieza de este talante con adjetivos desmedidos, el mismo autor los habría despreciado, como digno lector que fue. Deviene pues crear un artificio mental del estado en el cual queda uno después de leerla, después de entender que las calamidades de la vida no se agotan, más bien se agitan, se revuelven y como en un sorteo de lotería babilónica, nos toca perder un dedo o ser rey por un día.

Quijotes y dulcineas han recorrido las líneas de la literatura universal desde ese 23 de abril de 1616. Lo mismo los romeos, los hamlets, los yagos y los shylocks. Shakespeare (o su destino) demostró que quienes venían después estaban equivocados, al decir que no todas las líneas pueden ser obra de arte. Sobre todo Henry James y Gustave Flaubert y Jean-Paul Sastre. William Faulkner, hacedor de historias disímiles, y que dejó dicho que tecniquear la literatura es volverla sosa e incolora, se aunó al bardo, a Borges, a Rimbaud,a Joyce y a Chesterton, para demostrar que todas las páginas pueden ser memorables, que el sonido de la pradera puede modificar incluso las líneas de nuestras manos hasta tornarnos verdaderos hijos de la Tierra, Autóctonos que, sometidos a la rotación inversa del cosmos podemos, indiferentes, pasar de la vejez a la niñez, de la madurez a la nada, ignorando el pasado y recordando el porvenir. Sí, una obra de arte es escrita por una mano que la quiere escribir pero que no sabe que la está manufacturando.

Compuscrito lo anterior, releído, me doy cuenta que es cierto aquello de "cuando hagas algo grande, los demás creerán que no has hecho nada", o "vete, busca alguien que te dé lo que yo no te di, aunque te lo haya dado todo".



Héroe, quizá el último auténtico héroe norteamericano, Bruce Springsteen nos ha enseñado que se puede respirar de la música. De su música.

Quizá sea su voz, que no parece ser voz de ningun cantante, más urgido de un foniatra que un público bizco que se impone presbicia, por su defecto. Pero no, Springsteen, desde hace más de 30 años viene cautivando al mundo con sus melodías duras pero sensibles, lo que nos recuerda con frecuencia a un Humphrey Bogart, casi en cualquiera de sus interpretaciones. Esa personalidad, ese caudal de entusiasmo que se lo evidencia en su voz, en sus actuaciones en público e incluso en sus vídeos, a su vez nos entusiasman. Thomas Carlyle, maestro indirecto de Ralph Waldo Emerson y promotor, también indirecto, del germanófilo estigma llamado nazismo, dejó dicho, con caligrafía inmejorable, ", lo escrito con la inteligencia, llega a las cabezas, a las inteligenciasm y sólo ésas lo discernirán; lo que se escribe con el corazón, llega a los corazones"; se refería puntualmente a El Corán, ese dictado de Alá a su amanuense, Mahoma, que de haber dudas sobre tal, lo que importa es su carácter onírico-ético bajo el cual se maneja, indistintamente de si fue o no dictado por el Señor. La música de The Boss (como se lo ha llamado desde hace bastante tiempo) tiene esa cualidad, la del encanto, la de dejarnos absortos y retrotraernos a imágenes deliciosas de momentos que no quisiéramos se borren.

Canciones como Human touch o Brilliant disguise o Man`s job o aun la de su última producción hasta la fecha, Working on a dream, y de manera especial el single del mismo nombre, pueden ser consideradas obras maestras. Basta con oírlas, para qué abrumar al abrumado lector que escaló este Everest de vaciedades reales. De sus últimos álbumes, es recomendable (aparte del antedicho Working on a dream) Magic y en especial la canción Girl`s in their summer clothes.

http://www.youtube.com/watch?v=KrV1U6qH0a4



Para película romántica, ninguna otra como Casablanca, aquella obra que marcó un cambio radical en la postura del personaje romántico por excelencia tras la actuación, dura, casi hostil, pero tierna y sensata y estricta de un Humphrey Bogart pletórico, acaso inmejorable.

La historia se sitúa en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, y específicamente en Marruecos y su Casablanca, ciudad imparcial que funcaba como intermediario (tanto del comercio legal cuanto del mayor de los contrabandos) entre aliados y nacionalsocialistas, italianos, japoneses e incluso la partida francesa unitativa (FUP); y ahí, en medio de la urbe, un restaurante donde podían entrar partidarios o ejecutantes de cualquiera de las dos ramas distantes y discordantes de entonces, no a compartir, pero sí a "no confrontarse". Lugar, huelga decirlo, predilecto para los mayores contrabandos, de manera especial en lo concerniente a permisos de extradición, deportaciones y visas y pasaportes varios. Rick (Bogart) los maneja de aquí para allá y para acullá, sacando provecho de su posición aposicional (sí, hablando gramaticalmente).

Quizá si urgimos de una muestra real de la naturaleza estadounidense, debamos ceñirnos a esta palícula, dirigida por Michael Curtiz, quien previó un final totalmente diferente al que expuso en definitiva; final que ha marcado a generaciones (incluyendo a la mía) en la que un personaje totalemente enamorado, prefiere la paz al amor desbocado, prefiere el contrabando de pieles o la caza furtiva de leones en Camerún antes que la intranquilidad de un amor a medias. Esta característica, nada desdeñable, nos ha guiado hasta asentarnos entre un personaje que nos estereotipa (con o sin nuestra licencia para hacerlo) y nuestra vaguedad que nos tienta al despilfarro de patetismo.

Me he referido concretamente al personaje de Bogart. Es cierto que nos cautiva, no menos cierto que la belleza sobrenatural de una estéticamente correcta Ingrid Bergman nos cautiva; sin embargo, lo que la hace grande es el juego con esas dos personas, es lo que hay entre ellos, en el poco espacio que dejan para el pensamiento antiromántico.

El hedomismo me fluye (perdón por el eufemismo).



Meridiano de sangre es indudablemente la obra maestra del escritor Cormac McCarthy. Obra de la desesperación y el desencanto, adosada o quizá sujeta a un personaje tan cruel como realizable, el inefable juez Holden, elogio a la creatividad de un novelista que no teme alardear de su poder inventivo, ni de su innata cualidad destructora (en imágenes, desde luego).

La historia no es de difícil descripción. Trata sobre un peregrinaje, que toma años, por un oscuro y truculento oeste norteamericano (lo cual sirve, y mucho, para desmitificar ese paisaje del oeste vaquero que tanto nos inculcó Hollywood), aunque tal vez valdría más decir que es un lugar rojo sangre y truculento oeste estadounidense, donde gobierna, omnisapiente y omnipresente, uno de los más terribles personajes que la literatura (y la mente de los hombres, lo que quiere decir, la historia) pudo concebir, el inefable juez Holdein, un hombre altísimo, insensible -pero al punto de no necesitar evitar la sensibilidad; es decir, un hombre de una insensibilidad casi celestial, perfecta- y que en el tránsito del tiempo (que en esta novela no se calcula sino hasta el antepenúltimo capítulo) y de un lugar a otro se vuelve cada vez más poderoso, como si eso, para una divinidad omnipotente fuera posible.

McCarthy, con su habitual sanguinolencia, nos presenta todo tal cual pudo haber sucedido, o mejor o peor de lo que pudo haber sucedido. Claro que se ampara en la historia para no desvirtuar la esencia narrativa, para no desmedirse ante las posibles personalidades de sus personajes, en otras palabras, para darles un matiz dignode la esquizofrenia y la paranoia de ese tiempo, del porqué no enloquecían o del porqué saciaban su sed como animales, matándose unos a otros violentamente y en escenas de terrible ansiedad.

Me he percatado que el celuloide ha usurpado ciertas imágenes de esta novela. Cine contemporáneo, como la cinta 300, de la serie cómica de idéntico nombre. Igualmente hallo reminiscencias de Meridiano de sangre en filmes de Clint Eastwood (quien extrañamente se ha convertido en director de culto, cuando su nivel cultural está en tela de juicio, aun para quienes lo cultivan) como The Unforgiven o Mistic River`s... No los detallo para no descreer del improbable lector de esta malhadada crónica.

Asimismo me resulta imposible sortear la analogía que he encontrado en Meridiano de sangre con la Odisea homérica. No en el sentido que se halla entre el Ulises de Joyce y la Odisea; más bien, una analogía con respecto a un viaje físico que termina por convertirse en un viaje al interior del hombre, al interior de un Chico que crece al punto de regresar al punto de partida, pues bien anota McCarthy al inicio de la novela: "el niño tiene más años de los que tiene, y sólo tiene once..." Es de esos viajes de lo que trata la vida, de un descubriiento raudo de sí mismo, al punto de descubrir que el viaje era el inicio de éste y que lo que fue una vez será siempre. Bíblicamente comparable, el juez Holdein es el Yahvé reconocido en el Libro de Job y algunas palabras de la Carta de San Pablo a los Corinthios o de la Sabiduría de Salomón. También es un digno hijo de los villanos shakespereanos, puntualmente Yago, el temible y bastardo Yago, y el indeseable Ricardo III, o Gloucester, que es lo mismo y es igual.

Un viaje, en fin, que como todo viaje nos lleva a entender esa sentencia sagrada, de Yo soy lo que soy. El juez Holdein, como el Niño, nunca cambiará. El juez Holdein, desde siempre, sabe que el Niño es su presa final, o viceversa. Eso el libro se los dirá.





lunes, 19 de enero de 2009

Tetragrámaton

1)
He aquí al hombre. Es flaco y su sonrisa de medio lado declara en su nombre su absoluta propensión a la risa, o quizá mejor, a querer siempre reír (un anhelo que muy profundamente sabe que no podrá cumplir), lleva una camisa de algodón fina y ajada. Aviva la lumbre de un corazón podrido de latir. Afuera hay calles oscuras entre las cuales todavía perdura uno que otro campo roturado y con jirones de páramo y si se alza la vista se puede ver bosques más oscuros que esa calles donde moran todavía los últimos venados de la zona y algún oso de anteojos. Para la inquietud de propios y extraños, su mayor anhelo es volverse pocero o, en su defecto, hacerse tallador de madera, pero en realidad es maestro. La bebida le puede, cita a poetas cuyos nombres se han perdido para siempre y muy rara vez recuerda un solo verso de alguno de ellos. El hombre, para su desgracia, se sabe avivando ese fuego. Sabe que nadie lo avivará de no ser él.




2)
Sí, felizmente existen los días, las semanas, los meses para pasarse descubriendo que el mundo es diverso, complejo, emocionante, que el mundo está lleno de alegrías y de lágrimas, que en la batalla (que es ese Infierno al cual arroja el Cielo a todos) podemos pensar en nuestros amados, aunque ya de plano a esos días no los vivamos, ni siquiera los sintamos. Algunos de esos días, o en uno de esos días, o acaso durante todos esos días, leía yo. De pronto la gana se me hizo un embrollo. Quizá comida, quizá una película, quizá algo de magia femenina...
Después, no sé por qué, sospeché que mirar una mujer era haber visto el Paraíso -para mi pesar o sosiego, tuve razón. Una mujer de verdad, de aquellas que escasean, una mujer que no sólo sea mujer, sino una mujer que también sea dama, hembra y niña, y que no se olvide, de vez en cuando, de ver a un hombre de verdad. Ejemplos de esta variedad, o acaso resulte mejor decir, de esta monstruosidad de espécimen humano, los vemos muy contados a lo largo y ancho del orbe. Más difícil es encontrar algo que lo demuestre; es decir, más difícil es conceptualizar algo tan subversivo y divino en carne propia.
Películas de verdad, que muestren a gente de verdad. Gente que moquea, que babea, a los que les duele la cabeza o que, tras golpearse el pie, sangran. Gente que necesita ira al baño, que necesita amor, que necesita amar. Ese es un ejemplo de ejemplos.







3)
Lost in translation tiene una cualidad no poco elogiable: demuestra, con pocos detalles, pero bien dosificados, lo que quiere decir "película asequible", partes de una realidad que, de ser la nuestra, podríamos vivirla. Es cierto que suena a paradoja, pero así es. Si estuviéramos en el caso tanto de Charlotte cuanto de Bob, tendríamos por lo menos la tentación de vivir lo que ellos viven por primera o última vez; aunque se la primera o la última vez. Y algunos, cuando ellas despiertan, lo viven. Tu olvido, dice Sabina, es un descuido de mi pasión.

4)
Un nombre está esculpido, no grabado, no escrito (¿quién se atrevería a decir garabateado o alguna necedad similar?) en el rostro de cada uno de nosotros. Borges lo vio en las rayas de un tigre que Bengala, que era su dilecto; Shakespeare en un cráneo preguntón; Byron en las noches de estrellas fugaces, pero en los espacios negros y vacíos que dejaban las luces y no precisamente en la luminosidad.
No son las arrugas, ni los gestos (furtivos o arbitrarios); no son las noches que nos muestran otra cara, otra cara nuestra, ni el alcohol que sirve para en el espejo encontrar un nuevo o viejo yo, o que en la resaca surte un efecto casi inmejorable para la distorisón, una distorsión, no obstante, que quizá nos muestre tal como somos.
Lo que es, es un efecto metafísico que moldea nuestra expresión, que nos torna felices o nauseabundos, que nos acoge o nos desprecia. Es ese algo innombrable que a veces se llama "ella", a veces "él", a veces "yo".

martes, 13 de enero de 2009

Ser o no ser


Sí, las respuestas son poéticas. La gente con bombín, underground, que busca en el espejo su look de Peter Pan, o en los retratos el de Dorian Gray. En el alimón, dándonos cuenta que, por mucho que se empeñe el calendario, seguimos cumpliendo menos años, que vamos haciendo a los otoños primaveras, de los sueños realidades y a las realidades la tornamos cuentos de hadas para entretener a los piratas amigos que izan con nosostros nuestras banderas blanquinegras de tibias y calaveras, y brindan nuestros rones de saludos y despedidas, jugando a que jugamos, por fin, a ser felices, sin importar lo que los otros digan, sin importar que el mundo se venga abajo, sin importar que el ventrílocuo desconocido nos convenza, con espíritu artístico, que tenemos heridas sinsentido a las que debemos sanar. ¿Qué es lo que los ciegos ven?
Este cúmulo de arbitrariedades, que casi suenan (o se leen) dadaístas, sólo explican la multitudinaria gana de vindicarme. Si se lo entiende, enhorabuena. De otro modo, que me trague mis rizos y los ripios me resbalen; cosa que saben hacer muy bien, y a veces de sobra.
To be or not to be...