sábado, 12 de noviembre de 2011

La Novela Corta

Siempre circunscribir una obra o, como en este caso, una serie de obras, es tristemente trágico. Cualquiera se preguntaría la razón de semejante arbitrariedad. La respuesta es que sí existen diferencias entre obras, como existen diferencias entre sus autores, entre todas las personas.

Como a casi todo el mundo, a mí también me gusta guardar cosas de esas que hay que guardar. Quizá algo me dice que uno puede ser totalmente diferente pero a su vez totalmente igual a alguien, y quizá esa sea la razón fundamental por la cual nos apropiamos de algunas cosas y pasamos a guardarlas, para tener qué mostrarles a los demás, para alardear o quién sabe y no solamente para tener con qué jugar luego; tal vez por eso guardamos libros, para poder conversar con los vivos y también con los muertos. Y los libros son, qué duda cabe, los objetos más raros que podemos atesorar; porque con ellos guardamos la memoria de los hombres. Y al cabo, nos preguntamos por qué la luna brilla tanto, ¿porque es una especie de anuncio de neón para artistas? Quizá por eso imaginamos, y nada más (porque el futuro no es sino la imaginación puesta al pie de la batalla). Quizá por todo esto y mucho más es que nos imaginamos a nosotros mismos tranquilos, intactos, impolutos como si nada ante la vida, dueños de esa gracia que imanta todos los poderes y hace que se prendan a nuestros labios las frases más hermosas que flotan en el aire: las más traídas de las alas, las que encienden cosquillas en los funerales, las que lo hacen despertarse a uno de la podredumbre nocturna esbelto cual dinosaurio. Para eso guardamos cosas, para, como Schopenhauer, salir a pasear solos, pero eso sí, bien acompañados.

Algún día descubrí que al leer me jugaba el pellejo a cara o cruz. Que al leer uno busca lo que no se le perdió. Descubrí, ese mismo día, que la paciencia es una especie de flor desconocida. Una flor que, sin saberlo, uno lleva en las manos. Y que con los libros, aprendemos a deshojarla, a pesar de a veces, fugaz y alegremente, arrugarla sin querer. La belleza sale de la fugacidad y la alegría. Dentro de las literaturas, los pasos de la novela corta son fugaces y alegres.

No sé si siempre somos concientes de la trascendencia que los libros surten sobre nosotros, sin importar que los hayamos leído o no. Hay un espacio en el universo en el que los personajes de libros viven y determinan nuestras conductas, pues empezamos a comprendernos totalmente cuando alguien tiene un complejo de Edipo, o quizá un apetito pantagruélico, un comportamiento quijotesco, o los celos de un Otelo, una duda hamlética, o que se trata de un donjuán incurable o una celestina. Es la verdad última, el escalofriante destino, ya que nadie puede discutir, digamos, que Borges vio el Aleph, o que Sherlock Holmes vivía en Baker Street y que sobrevivió a la muerte de Moriarty. En cambio, no sabemos ni siquiera lo que ocurre en nuestra Asamblea o en la triste Libia actual.

Se habla mucho de la novela, se habla menos del cuento y no se habla nada de la nouvelle o novela corta. Hay grandes libros que pertenecen a este género. Pedro Páramo de Rulfo, El gran Gatsby de Fitzgerald, La invención de Morel de Bioy Casares o Los papeles de Aspern de Henry James, son algunos de los ejemplos más conocidos. La particularidad de la nouvelle como género reside en la distinción entre tres formas de conocimiento que nos ayudan a establecer la intriga de una historia: el enigma, el misterio y el secreto. En los tres casos hay una información que desconocemos. La diferencia está en la causa de ese desconocimiento: el enigma porque hay que descifrarlo, el misterio porque no hay una explicación lógica, y el secreto porque alguien no nos da esa información que queremos conocer. En torno a uno de estos tres elementos (o dos de ellos, o los tres) se estructura toda nouvelle, y en realidad, podríamos añadir que toda historia.

Un aspecto clave que comparten las mejores novelas cortas es lo que Ricardo Piglia llama el “narrador débil”, que surgió a finales del siglo XIX, en paralelo a la irrupción del yo y al fin del narrador omnisciente (Joyce, Proust). Se trata de un narrador que titubea, que duda, que narra una historia que no termina de comprender: un secreto que no termina de conocer, aunque pueda intuirse. En el caso de la novela de Rulfo, por ejemplo, las primeras líneas son definitivas en este sentido: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo cuando ella muriera.”

El mundo moderno nos tienta a la velocidad, a recortar los momentos gratos, a verlos en vídeo o en fotografías. Hay incluso quienes se jactan de haber extraído quinientas o más fotos de un paseo, y quizá en verdad no vieron nada. En este mundo de veloces autopistas finisemanales, leer de por sí es una tarea complicada y solemne. En el mundo moderno la solemnidad es la enemiga directa de la sinceridad. El temperamento artístico es una enfermedad que surge del hecho de que los hombres no tienen capacidad de expresión suficiente para dejar salir y librarse del elemento artístico enclaustrado en su ser. Para cualquier hombre cuerdo es esencial expresar el arte que tiene dentro; es esencial deshacerse a cualquier precio del arte que tiene dentro. Los artistas de vitalidad grande y sana, como argumentaba Chesterton, se deshacen de su arte con facilidad, igual que respiran con facilidad o transpiran con facilidad. A mí parecer, es en este sentido que se maneja la novela corta. La novela corta tiene la gracia de ser novela pero parecer cuento, es decir que vincula algo de poesía y a final de cuentas trata de abreviar y contarnos algo, o cómo sucedió ese algo. Hoy por hoy, que tanta gente reclama que no se lee, es bienvenida la propuesta de que algo sea legible en el autobús rumbo al trabajo, o mientras se aguarda por la comida en algún restorán, o quizá en la sala de espera de algún consultorio dental.

El arte tiene que revelarnos ideas, esencias espirituales sin forma. La cuestión suprema sobre una obra de arte es desde qué profundidad de vida emerge. Las más altas montañas tienen en sus laderas todos los climas y los grandes poetas todos los estilos. Basta cambiar de zona. Si se sube, se halla tormenta. Si se baja, están las flores. Dante no es menos un pico que el Etna. Los precipicios de Shakespeare nada tienen que envidiar a las cimas del Chimborazo.

El cuento trata siempre de un sólo asunto central y recurre escasamente a otros: es concreto e intenso. La novela puede constreñirse a un solo tema, pero contempla necesariamente sus ramificaciones porque sin éstas la historia central resultaría coja, sería endeble, incompleta: es dilatada por antonomasia. La novela corta aparece cuando el narrador tiene que enfrentarse a las dos coyunturas: sin ser totalmente conciso, no puede darse el lujo de la dilatación, de la morosidad: en ambos casos su asunto a tratar sería insuficientemente manejado, resultaría demasiado escueto y por eso nada intenso, o sería demasiado amplio y por eso capaz de distraer la atención de lo sustancial.

El derecho a soñar. Eso es la literatura. Porque es algo que va más allá de la vida. Un comunista revolucionario o un kamikaze no cuelga en los muros de su hogar una fotografía de un niño muerto o de huelguistas fusilados: ya tiene la vida. Como dijera Jorge Enrique Adoum, él también busca en el arte una evasión: paisajes, flores, una mujer despampanantemente desnuda; es decir, lo que no se tiene: el derecho a soñar. La nouvelle o short novel o novela corta resulta una pieza rara, aunque ciertamente preciosa, pues no pocos lectores, ensayistas y estudiosos coinciden en señalar que en estas narraciones de dimensiones intermedias se encuentran los mejores textos de autores como Kafka, Hemingway, Cortázar o Fuentes, para sólo mencionar a unos cuantos.

¿Cuál es la cualidad básica para vindicar o ponderar la novela corta? La novela corta posee entusiasmo y una buena mezcla de poesía, cuento y novela. Al leer las buenas novelas cortas, uno entiende a Valéry cuando se refería a aquello de “escribir más bien con lucidez algo débil”. La novela corta, sí, se escribe desde la periferia, nace cuando alguien miente muy bien la verdad, y ese escriba de algo corto debe ser un ser un neurótico pero también un bondadoso.

LA METAMORFOSIS

Franz Kafka

Cuando leemos un libro es como si leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue escrito y nosotros, decía Borges. Porque el lector, o los muchos lectores que el tiempo le da a una obra, modifican al libro, lo engrandecen. Esto ha sucedido, y no, con la obra del escritor checo Franz Kafka. Desde siempre fue un grande, pero ha seguido creciendo.

“Un día de esos, luego de un sueño tormentoso, Gregorio Samsa se despertó transformado en un horrible insecto.” Al acabar por vez primera de leer el inicio de La metamorfosis, me quedé estupefacto, seguro de que había otro mundo dentro de éste, quizá dentro de mi propio cuerpo. Al acabar por vez primera de leer el inicio de La metamorfosis, supe que quería ser escritor.

Es incuestionable que para abarcar a Kafka hay que estudiar también su existencia. Los hechos de la vida de este autor empiezan en el barrio judío de Praga, donde nació en 1883. Era enfermizo y hosco. Sus padres poseían algún dinero. Era tuberculoso: pasó buena parte de sus días en sanatorios del Tirol, de los Cárpatos. En 1915 publicó su famoso relato, La metamorfosis.

En la medida en que Kafka avanzó hacia los temas más opacos de la condición humana alejó al lector de la luminosidad. Trazó en su prosa los momentos más indigestos del siglo XX. Comenzó sus escritos con súbitas irrupciones en la vida privada. Narró con pocas palabras la tremenda culpabilidad jobiana ante cualquier autoridad. Despojó a sus personajes del apellido, del nombre, y los cargó de inusitado sentido, sin proponérselo: el suyo. Sus novelas son canchas de juego que han podido interpretarse una y otra vez. Allí su grandeza: una obra que permite ser reinterpretada, una cancha en la que el texto le arroja el balón al lector.

Con Kafka ocurre lo que con ningún otro autor del siglo XX: sus textos existen aun para quien no los ha leído. Puede ser un autor no leído, sus libros pueden faltar en la biblioteca y, sin embargo, sus tramas molestarán el oído de sus lectores renegados.

1905, Kafka tiene veintidós años. Viaja a Zuckmantel, Silesia. Mantiene una breve relación con una mujer mayor que él, cuyo nombre se ha extraviado en el viento. Prueba por primera vez una sopa de pasta. Faltan diez años para que escriba El proceso y Rohwohlt publique La metamorfosis. Kafka está con esa mujer. Caminando de noche, riendo. Después de esos eventos nimios surge un escritor irreversible en la literatura.

Sí, en “La metamorfosis”, como, por ejemplo, en “El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha”, hay pobreza de color, inseguridad de estructura, párrafos jadeantes que nunca aciertan con el final, desenvolviéndose en convólvulos interminables; repeticiones, falta de proporción, ese será el legado de los que no ven sino en la forma la suprema realización de la obra kafkiana; entonces, se quedarán royendo la cáscara cuyas rugosidades esconden la fortaleza y el sabor.

Prosa de sobremesa, prosa conversada y no declamada, es la de Kafka y otra no le hace falta. Tal observación, me parece, será justiciera en el caso de Dostoievski, de Cervantes, reitero, o Montaigne.

La más indiscutible virtud de Kafka es la invención de situaciones intolerables. Verbigracia:

“El animal arranca la fusta de manos de su dueño y se castiga hasta convertirse en el dueño y no comprende que no es más que una ilusión producida por un nuevo nudo en la fusta.”

Kafka, que tenía una aguda necesidad de ser padre de sí mismo, exaspera a ciertos lectores por su identificación, implícita, pero obsesiva, de la lectura con la muerte. La cordura de sus personajes muere con sus acontecimientos. En sus historias, como en las novelas de Faulkner, la naturaleza es en sí misma una herida. Parecería que sus personajes carecen de alma, pero la verdad es que solamente no tienen esperanza, no creen que alguna vez llegará el mundo a perdonarles su condena. Dios se niega a entablar alianza alguna con ellos, tal vez porque vienen de un abismo y a él deben regresar. Leerlo es como ser derribado por K.O. sin haber subido al ring.

La metamorfosis posee una inagotable riqueza de significados y presenta la angustia existencial que forma parte de un padecer y un trascender las imposiciones de un mundo clausurado para quien quiere habitarlo, vivirlo. Con belleza, a esta obra la han llamado “un espejo de futuro”.

Se ha refutado a la obra kafkiana la ausencia de capítulos intermedios, aclaratorios, que den sucesión a los sucesos (valga la redundancia). Para mí que esa queja indica un desconocimiento esencial del arte del checo. Para mí que Kafka no las terminó, porque lo primordial era que fuesen interminables.


EL PECHO

Philip Roth

Estamos en Nueva York a principios de los años setenta, la época de la psicodelia. Mientras escuchan a Donovan a todo volumen y a un joven y profético Dylan con un poco menos de decibeles en sus departamentos del Village, los estadounidenses sueñan con encontrar formas innovadoras de la sexualidad. En esos mismos años, Philip Roth publica El pecho.

Esta novela, a un tiempo profunda y divertida, cuenta la historia de un hombre que ha perdido –y añora con toda su alma– la posibilidad de relacionarse de forma convencional con la gente, en especial con el sexo opuesto. Entonces David, catedrático de literatura, cuya vida está totalmente desvinculada de la ola hippie, sus prácticas y sus pretensiones, sufre un accidente endocrinológico que comienza como un eczema en la base del pene y lo termina transformando en un pecho de mujer, en un seno enorme como el que aparece en la película de Woody Allen Todo lo que usted quería saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar, filmada el mismo año.

Una vez transcurridas las primeras páginas en las que, sorprendido por lo inusual de la historia, el lector se divierte con la transformación y el humor negro de Roth, empieza a predominar en la novela una sensación de soledad y desamparo. Sin horizonte, internado en un sórdido hospital donde se le mantiene vivo gracias a la tecnología médica, David muestra una cara mucho menos alegre de esa época que generalmente se nos presenta como una fiesta o una manifestación permanente, una suerte de explosión de la vida. Atraviesa por todas las reacciones posibles –desde la incredulidad hasta la subversión– y debate sobre ellas con el doctor Klinger, su psicoanalista.

¿Cuán solos podemos estar en el mundo? ¿Sentiremos alguna vez la ausencia de la soledad, o que el derrumbamiento de nuestros anhelos es inminente? Chesterton refutaba que “por más que nos sintamos expulsados del mundo, éste se encargará de desmentirnos”. La diferencia entre “La metamorfosis” de Franz Kafka y “El pecho” es que Roth le añade una dificultad portentosa e ineludible. Su personaje principal es profesor de literatura, por lo tanto debe entender la vida y sus consecuencias como una metáfora de algunos libros que leyó. Cae, desde luego, en Gogol y en el propio Kafka. Es decir que juega a ser Hamlet, quien para revelar el crimen monta una obra de teatro dentro de lo que ya es una obra de teatro. Ergo: Kafka está dentro de Philip Roth.

Desde luego se trata de una historia a lo Kafka y a lo Gogol. Pensemos en la La nariz, de Gogol, que narra el día en que su personaje se despierta sin nariz, sale a buscarla por San Petersburgo, pone un anuncio en el periódico solicitando que se la devuelvan, la ve “caminando” por la calle, un ridículo encuentro tras otro, hasta que al fin la nariz aparece de nuevo en su cara, sin que el retorno tenga motivo alguno, como tampoco lo había tenido la desaparición.

“El pecho” es un libro en apariencia ligero que, sin embargo, plantea problemas angustiantes y anuncia algunas de las obsesiones que caracterizaban la época en que fue escrito, pero también la nuestra. En ese sentido, la novela sigue siendo perfectamente actual y contemporánea (a tal nivel que yo mismo, al leerla por primera vez, la creí contemporánea). El narrador, por ejemplo, tiene la sensación de estar vigilado todo el tiempo por cámaras escondidas en el cuarto de hospital donde lo visitan su novia y sus colegas de trabajo. Esa paranoia cobra varias dimensiones, si tomamos en cuenta el contexto político de aquellos días. En la esfera individual, David recuerda horrorizado el tiempo en que sus fantasías eróticas le parecían normales e inofensivas, por ejemplo, la de residir para siempre en el bikini de su novia.

Entre los diversos temas de reflexión que plantea esta novela, está el papel que ha adquirido el psicoanalista en nuestras vidas. El doctor Klinger representa el sentido común, en medio de esa tragedia descabellada. Es el equivalente del rabino o del sacerdote en los siglos anteriores. Sin embargo, la resignación que nos exige un psicoanalista es mucho más escueta comparada con la que antes requería la religión: la tragedia como parte de un plan o, al menos, de una voluntad divina. Aquí, sin embargo, el sentido común y la cordura consisten en aceptar la realidad tal y como se presenta, sin buscar ningún sentido oculto, ningún sentimiento edípico, ninguna psicosis agazapada. Aunque David trata de refugiarse en todas estas nociones psicoanalíticas, el doctor Klinger lo regresa sin cesar a la tierra, a pesar de que, en su caso, la realidad es la situación más desquiciada del mundo y supera cualquier alucinación. La ironía de Roth es exquisita: una vez resignado a su nueva condición, ¿cuál es la opción que nuestra sociedad ofrece al miserable David? La posibilidad de la fama, el consuelo, no poco codiciado en nuestros días, de convertirse en un fenómeno pop. Dice:

“Ganaré cientos de miles de dólares y entonces tendré chicas, de doce y trece [...] y todas al mismo tiempo sobre mi pezón. Si los Rolling Stones pueden encontrarlas, si Charles Manson puede encontrarlas, también nosotros con la educación que tenemos, probablemente podremos encontrar unas cuantas [...] Y mi felicidad será delirante. Repito: mi felicidad será delirante.”

No parece casual que, algunos años después de haber escrito esta sátira, Philip Roth haya renunciado a la vida pública y al mundo del espectáculo literario para irse al campo, a escribir en condiciones de retiro. Hay escritores que irritan porque hablan a flor de piel y porque hablan de la piel misma de las cosas. Tal es el caso de Roth. Al decir “lo siento”, quizás también “siente lo que dice”

LOS CACHORROS

Mario Vargas Llosa

Literatura de Latinoamérica, el consabido Boom; cuatro novelas cortas surgen de las realidades de nuestro entorno, escritas por autores que más bien solían escribir novelas largas; cuatro novelas que al cabo de los años conservan toda su carga explosiva original, como si tras estallar en una primera lectura volvieran a estallar en una segunda y en una tercera lectura y así sucesivamente, sin llegar nunca a agotarse. Son, sin lugar a dudas, obras perfectas. Las cuatro refieren derrotas, pero convierten la derrota en una especie de agujero negro: el lector que mete su cabeza allí sale temblando, helado de frío o cubierto de sudor. Son perfectas, son ácidas. Son precisas: la mano que maneja la pluma es la de un neurocirujano. Son también una fiesta del movimiento: la velocidad de sus páginas hasta entonces era inédita en la literatura de lengua española. Estas novelas son El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez, El perseguidor, de Julio Cortázar, El lugar sin límites, de José Donoso, y Los cachorros, de Vargas Llosa.

No creo que haya sido casual que los cuatro autores se conocieran y que fueran amigos, que miraran con curiosidad lo que los otros escribían, y que estas cuatro “reliquias” surgieran en la década de los 60 (aunque es posible que El perseguidor sea de los 50), prodigiosa para los latinoamericanos, con todo lo que arrastra de bueno y de malo semejante adjetivo.

De las cuatro obras, Los cachorros es probablemente la más ácida, la que tiene el ritmo más endiablado y en donde las voces, la multiplicidad de hablas, está más viva. También es la más complicada, al menos desde el punto de vista formal. He aquí el arranque de la novela:

“Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat.”

Aparentemente Los cachorros es en sumo sencilla. Narra, desde diferentes voces, desde diferentes ángulos (uno estaría tentado a decir torsiones, las que realiza el escritor y que a menudo son ejemplos prácticos y magistrales de todo cuanto puede hacerse con nuestro idioma), la vida de Pichula Cuéllar, un chico de la clase media alta limeña, y lo narra desde las voces de sus amigos de infancia, chicos semejantes a Pichula Cuéllar, residentes o ciudadanos del barrio limeño de Miraflores, algo que deja su rúbrica pues se trata de los futuros señores del Perú que desde entonces ya eran los señores del Perú.

Entonces Pichula Cuéllar sufre un terrible accidente que lo marcará por el resto de su vida y lo hará diferente; la novela es casi el estudio profundo de esa diferencia. Es el intento colectivo por razonar tal diferencia, el progresivo distanciamiento del abatido Cuéllar de sus iguales hasta alcanzar una distancia abismal, de relato de terror mezclado con el relato de costumbres. Una distancia, por otra parte, pendular, con oleadas y reflujos, pues si bien Cuéllar se va alejando de sus iguales, no por ello deja de ser uno más del grupo, y en esa medida sus intentos de aproximación suelen ser más dolorosos que su distanciamiento radical. El descenso a los infiernos, narrado entre grititos y susurros, es, de alguna manera, el descenso a otro tipo de infierno al que se verán abocados los narradores. De hecho, lo que aterroriza a estos narradores es que Pichula Cuéllar es uno de ellos, y que empeña, de forma natural, su voluntad en ser uno de ellos, y que únicamente la fatalidad lo hace diferente. En esa diferencia, los narradores pueden verse a sí mismos en su real estatura, el infierno al que ellos hubieran podido llegar y no llegan.

Tengo la rara impresión de que “Los cachorros” no fue corregida. El gran corrector que fue Flaubert sentenciaba: La corrección (en el sentido más elevado de la palabra) obra con el pensamiento lo que obraron las aguas de la Estigia con el cuerpo de Aquiles: lo hacen invulnerable e indestructible. Yo prescindo de las virtudes tónicas de la Estigia; esa reminiscencia infernal no es un argumento, es un énfasis. La página “perfecta” es la que consta de esos delicados valores y la que con facilidad mayor se desgasta. Inversamente, la página que tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las lecturas distraídas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba. Los cachorros no es negligente, es la prueba de que la pasión del tema tratado manda en el escritor.

Me he referido a la velocidad predominante en Los cachorros. No he hablado de su musicalidad, la cual está sujeta al habla cotidiana, a las voces que puntúan el relato, y que se superpone a la velocidad del texto. Velocidad y musicalidad son dos constantes en Los cachorros.

Los cachorros no se subordina a la emoción de una etiqueta, y promueve lectores, en el sentido ingenuo de la palabra, y no solamente críticos potenciales. No se me ocurren mayores elogios.


LA INVENCIÓN DE MOREL

Adolfo Bioy Casares

Al final del famoso prólogo a la primera edición de La invención de Morel, del cual no puede prescindir una buena publicación de la obra, Jorge Luis Borges anota:

“He discutido con su autor los pormenores de su trama; la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta”.

El mismísimo Bioy arguyó alguna vez la posible falacia de esta sentencia, por lo demás tan halagüeña. Creía que Borges había exagerado, respaldado por la amistad y lo que leía entrelíneas en Bioy: una gran promesa literaria. Es más, dijo que le parecía que a Borges nunca le había gustado de verdad La invención de Morel. No obstante, aquel prólogo acierta en muchas de sus elucidaciones. Es cierto, por ejemplo, que pocas veces hemos hallado en español una práctica de escritura razonada. Una historia, como ésta, que se nos muestre inconexa, absurda, y que concluya apoteósicamente reveladora. Por algo esta obra ha trascendido los espacios y el tiempo. Para algunos, tener temperamento es correr como una loca, escoba en mano, aullando como una loba feroz. En La invención de Morel, Bioy Casares nos muestra otro rostro de lo que es el temperamento.

La historia es elemental y gloriosa. Un fugitivo llega a una isla del archipiélago de Las Ellice. Allí será testigo de una serie de extraños eventos que le irán revelando la existencia de una máquina dueña de una extraña capacidad. De pronto, como en una isla de espejos, la isla se descubre a sus ojos como un escenario de dobles. (Bioy no depende de experimentos lingüísticos; no hay verborrea). Entre la máquina espectral y el hombre, oscila el amor como tema primordial. Bioy Casares inventa un joven prisionero en una isla que a su vez era su válvula de escape, la única plausible. A la manera de Shakespeare en “La tempestad”, el destino se ha aficionado de este sujeto. El sufrimiento, como para Próspero o Miranda, es consustancial a la obra. Es cierto que cunde el rasgo patético, mas lo patético va con la intencionalidad, es una disciplina preparatoria con la exégesis y la valoración de la cultura a la que aspira. El exhaustivo análisis intelectual que emprende el protagonista no se encuentra separado del ejercicio de la imaginación, lo que coloca al individuo ante la incertidumbre de nuestras percepciones y la fragilidad de lo que denominamos realidad. La voz del prófugo exhala Hamlets. De este modo, La invención de Morel se convierte en un testimonio de la soledad del héroe. Todo deseo tiene un objeto y este objeto, como lo sugiere Buñuel, es siempre oscuro, porque queremos no sólo poseer sino transformar el objeto de nuestro deseo. No hay deseo inocente; no hay descubrimiento inmaculado; no hay viajero que, secretamente, no se arrepienta de dejar su tierra y tema no regresar nunca a su hogar. Queremos el mundo para transformarlo, acaso narcisísticamente. Aquí el objeto del deseo se llama Faustine. Faustine, el personaje femenino en esta historia, no es sino una suerte de novicia en el amor, benefactora y adalid. Pero sabemos, a la vez, que Faustine no llora, no demuestra de manera alguna poseer sentimientos. Es como si creyera que llorar es el refugio de las mujeres sin gracia y la ruina de las bonitas. Faustine demuestra no tener un pasado. En esta vorágine Bioy le atribuye a Faustine la facultad de conmover si verse conmovida. Siglo XI, comienza la poesía de los trovadores provenzales, seguida por las novelas caballerescas del ciclo bretón y por la poesía de los estilnovistas italianos, donde se va abriendo paso una imagen concreta de la mujer como objeto de amor casto y sublimado, deseada e inalcanzable. El prófugo, cual trovador medieval, se convierte en el sirviente de Faustine, conocedor de que han trocado los roles: la dama es el señor del vasallo y éste la adora a su vez que la respeta por un código que va más allá de sus anhelos platónicos y sus fuerzas. O quizá sea que el prófugo se enamora, narcisísticamente, de la propia imagen reflejada en la dama que siempre hará lo mismo.

De la trama de La invención de Morel se pueden extraer muchas conclusiones y, lo que es mejor, muchas controversias. Pero lo verdaderamente importante de esta obra, por no decir impresionante, es la calidad con la cual ha sido narrada y lo que en sí dice: una historia que, en pocas páginas, se abastece a sí misma hasta complementarse. Contiene amor, fantasía meditada, incluso ciencia o ciencia ficción y unos toques de existencialismo y monólogo interior. Imaginación razonada; fluye explicativa y connotativamente hasta dejarnos una sensación de llenura, pero no una llenura que urja desahogo, sino una llenura que reclama reposo, discernimiento. Algo, luego de leerla, parecería completarse en uno y en el mundo de uno. Cabe asimismo leerla (o ya de plano releerla) como lo que es: una digna pieza defensora de un lenguaje, de un idioma como nuestro español que de tanto modismo y tanto neologismo de poco en poco se va perdiendo, lo vamos perdiendo.

“Todo lo que he escrito (dice el prófugo) sobre mi destino –con esperanzas o con temor, en broma o en serio– me mortifica.”

El eterno regreso está presente en La invención de Morel no sólo por el tema, sino por la forma. Se hace la escritura del regreso, la retornografía. A lo largo de la novela se percibe una estructura que establece el efecto del retorno y que se basa en la repetición de los acontecimientos. Faustine, mujer idílica y platónica para el prófugo, va diariamente a las rocas de la playa a leer y a mirar el sol, y el fugitivo la mira a escondidas todos los días. Las conversaciones entre ella y Morel se repiten, el sonido de “Té para dos” y “Valencia” reaparece innumerables veces y, además, hallamos citas de Cicerón sobre el regreso y aún alusiones al mito de Isis y Osiris; es decir, se construye también una sintaxis de la repetición, que contribuye para producir el efecto retornográfico que el libro logra.

La invención de Morel ni es ni parece ser la obra de un escritor vanidoso que haya cincelado una obra perfecta, monumento minúsculo que custodia su posible inmortalidad, que las novedades y aniquilaciones del tiempo deberán respetar.

En fin. De una obra como ésta no se puede hablar hasta el fin, porque no lo tiene. Todo buen creador lo sabe (a lo Fontanarrosa): hay que crear el infinito, y hay que olvidar acabarlo.

RIMBAUD, EL HIJO

Pierre Michon

Bajo el casi alucinógeno influjo del iracundo Rimbaud, Michon escribe esta vertiginosa mezcla de biografía, ensayo, novela, poema en prosa, o todo eso junto, en el intento de llenar ese hueco dejado por las cartas perdidas que el jovencísimo Rimbaud enviaba a los poetas consagrados de su tiempo: a Théodore de Banville, a Verlaine. Verlaine, sí, el compañero de la famosa y turbulenta huida a Londres, que acabó con disparos y encarcelamientos, y cuyo sentido busca Michon más allá de la “Vulgata”, como él le llama, es decir, la insistente reducción de Rimbaud a un mito tardoromántico, a un pintoresco eslabón de una tradición literaria.

“La Vulgata no tiene fallos, y en ningún momento es tan intachable como al referirse a esa temporada de Londres y Bruselas, al de los desvalidos amores y el revólver de seis tiros; pero no refiere cómo en esos pocos meses Rimbaud, que tenía diecisiete años, envejeció en lo tocante al verso, tanto como si en Londres hubiese escrito de un plumazo La leyenda de los siglos, que no estaba rematada, Las flores del mal, que ya lo estaban, y una Divina Comedia que hubiera podido nacer de los tiempos de capitalismo duro, en el noveno círculo, de la pocilga más pocilga, entre las zarpas del Capital en persona.”

Pierre Michon crea una novela corta, una historia que –para mí y de una forma metafórica– es como una madre llena de coraje, “vestida de hoyos y de podredumbres”, en la que la victoria o la derrota es una pérdida para todos. El autor eleva, no profana, ese ámbito de lo sagrado en que florece, raramente, milagrosamente, el mito.

Rimbaud, el hijo, se presenta como una novela corta que consta de una sola secuencia narrativa, no se ramifica, y propone lentitud porque no escatima con las palabras, no es como Los cachorros, cuya economía de palabras la vuelve ágil.

Por el contrario, este libro inclasificable es un viaje a lo largo de todos los viajes de Rimbaud, de todos sus intentos de huida de su Charleville natal, de su madre posesiva, del fantasma de su padre, aquel Capitán que había huido a su vez; sus incursiones en Bélgica, donde es arrestado y devuelto a casa; sus escapadas a París, adonde llega por segunda vez, en 1871, con diecisiete años y con el manuscrito de El barco ebrio en el bolsillo. Y la huida final, a África, huida definitiva esta vez también de la poesía, en busca de oro, su nueva quimera, “porque no pudo convertirse en hijo de sus obras, es decir, aceptar su paternidad”.

ÚLTIMAS ANOTACIONES

Cualquier examen de la novela corta sufre la desdicha de quedarse, asimismo, corto. No me es plausible describir todas las otras novelas que me han impactado y que consideraría dignas de verse detalladas. Oscilan títulos como Sylvie de Gérard de Nerval o Seda de Alessandro Baricco, El túnel de Ernesto Sábato, La infancia del jefe de Sartre, Nocturno hindú de Antonio Tabucchi o Los adioses de Onetti, entre otros libros importantísimos en el imaginario literario que quedan para una siguiente e improbable ocasión.

Una de las glorias de estas novelas cortas es que no distraen a la lectura con atenciones parciales, no padecen siempre la superstición del estilo. Aquí hay convicción y hay emoción. El lector, aquí, no se limita a las tecniquerías (palabra acuñada por Miguel de Unamuno), o sea a la espera del informe de si lo escrito tiene el derecho o no de agradarnos. Aquí, en la novela corta, en la mayoría de las novelas cortas, importan por igual la eficacia del mecanismo y la disposición de sus partes.

Sé que habrá quien se pregunte la razón de las obras citadas, pues la respuesta es elemental: cualquier selección ha brotado de un afán hedonista y, ciertamente, superficial. He sido ahora superficial. No obstante, hay que recordar que la superficialidad es la morada de la verdad.

En definitiva, tanto para escribir cuanto para leer una novela corta se supone instinto, cautela, tacto y gusto. E instinto, cautela, tacto y gusto, acaban de aconsejarme al oído que dé término a mis peroratas. Lo malo, si breve, es perdonable. Sólo me he dejado en el tintero la más triste y cruel de las novelas cortas; ella, como el movimiento, se demuestra andando: la escribirá algún gran literato con el gusto más exquisito. Porque de literatura, insisto, todavía no se ha escrito nada. Pero recuerden que el gusto más exquisito es, por consecuencia, el más amenazado.

Si

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