viernes, 4 de noviembre de 2011

APROXIMACIÓN AL PÁJARO NOCTURNO

(Ponencia sobre Juan Carlos Onetti)(1)


Como Juan Carlos Onetti fue un sabio, supo que no sabía —como encomiaba Benedetti— y por eso sus cuentos son insondables como seres vivos que hay que volver a ver una y otra vez, de principio a fin, y por en medio, y por las esquinas de las páginas y de los párrafos; y empezar de nuevo porque la vida y los cuentos son complicados, y un tiempo más tarde, seis años o una semana, el cuento ya es otro, y uno ya es otro, y entonces hay que recomenzar y darle vueltas, agitarlo antes de usarlo y dejar que las palabras vuelvan a asentarse para permitirles una vez más revelar su misterio, a medida que pasan al ojo, a lo que llamamos cerebro o, mejor, a lo que antes se decía sin ninguna vergüenza el corazón o el alma, a donde los cuentos de Onetti van indefectiblemente a dar, porque ése es su blanco secreto, y uno se va dando cuenta de eso y encuentra, con un gusto más bien melancólico, que eso es un cuento, y que por lo mismo los cuentos no pueden ser muchos porque el corazón no los resistiría, y si son de Onetti, menos. Y esto sí lo supo Onetti y por eso no escribió tantos para dejarnos pasar a sus novelas, en las cuales siempre es más fácil, por una razón o por otra, acostumbrarse con tiempo a las cosas, y sobrevivir.

Las páginas también tienen que ser sólo unas cuantas, porque pocas cosas hay tan fáciles de echar a perder como un cuento. En palabras de Galo Alfredo Torres, diez líneas de exceso y el cuento se empobrece; tantas de menos y el cuento se vuelve una anécdota, y nada más odioso que las anécdotas demasiado visibles, escritas o conversadas. Cuánta analogía con el amor, con el afán de la aventura.

La verdad es que nadie sabe cómo debe ser un cuento (a pesar de los muchos decálogos, uno de los cuales redactó el propio Onetti, que en realidad fueron once consejos, cuyo décimo punto es el más importante, el único importante: “Mientan siempre”). El escritor que sabe cómo debe ser un cuento es un mal cuentista, y al segundo cuento se le nota que sabe, y entonces todo suena falso y aburrido y fullero. Hay que ser muy sabio para no dejarse tentar por el saber y la seguridad.

Sus cuentos son cuentos que uno quiere devorar con la ira y con el júbilo del converso. He entrevisto otros rostros que, como el mío, respondían a ese mismo conjuro onettiano. Se hizo el milagro. La obra de Onetti, que como norma general recrea un presente puro, no simplificado aún por el tiempo ni siquiera desbastado por la atención, apareció en mí para contraponer otras obras, y lo hizo con la misma fuerza de aquellas. Desde entonces, oía en mis adentros ese nombre tan repetido: Juan Carlos Onetti, que, en cambio, no repetían en las discusiones precoces de quienes quieren redimir la patria y hacerla sólo con el bronce de los próceres y con la música telúrica y caliente de las multitudes. Devoré en una noche “Los adioses”. Esa noche demolí toda la fortaleza que había construido mi entusiasmo fantasioso y comencé a construir una nueva concepción de la literatura.

Todo libro de cuentos, parafraseando a Borges, es el irresponsable juego de un tímido que no se anima a escribir cuentos y que se distrae en falsear y tergiversar ajenas historias. Onetti no es la excepción. Su “presente puro” no pasa de ser un ideal psicológico. Escribió sabiendo qué soledad, qué tinieblas, qué hambre de corazón eran esas que lo llevaban a la derrota, a la que finalmente se arriesgó con peligro e incertidumbre, pero también con resuelta alegría.

Onetti, en muchas de sus obras y a la manera de Faulkner, ha jugado poderosamente con el tiempo, deliberadamente ha barajado el orden cronológico, deliberadamente multiplicó los laberintos y los equívocos. Tanto lo hizo que no faltó quien asegurara que derivaba toda su virtud de esas involuciones. A veces también Onetti no trata de explicar a sus personajes, nos muestra lo que sienten, lo que obran. Se trata de un autor que fue, en todo caso, un menospreciado por la academia —palabra, por lo demás, que detestaba casi con vehemencia— (cosa que hoy por hoy la misma academia se está encargando de enmendar). En su tiempo, podría asegurarse que nuestra América Latina no era un desierto poblado por analistas, críticos, escrutadores y estetas de la buena cultura.

Aunque nunca lo anheló así, Onetti combatió la opresión y cumplió uno de los muchos deberes de un escritor. Leerlo nos impulsa a evitar a las efigies de los líderes, a aquellos que balbucean imperativos, a los vivas y mueras prefijados, a los muros exornados de nombres, a las ceremonias unánimes, a la mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez.

“Decir la infancia”, ha escrito, “implica sin remedio un fracaso equivalente a contar los sueños (...). Recuerdo que mis padres estaban enamorados. Él era un caballero y ella una dama esclavista del sur de Brasil. Y lo demás es secreto. Se trata de un santuario sagrado…” Como diría Azorín, Onetti es un espíritu fiero e independiente, que vive y recrea las maravillosas aventuras que narra, que no creía —al contrario que Mario Vargas Llosa— que la literatura puede suscitar la revolución, que ha acertado a aunar realismo y experimentación estilística, que ha sabido, en fin, y entre otras muchas cosas, conformar unas individualidades atractivas y gloriosas.

La influencia de Sartre en la narrativa de Juan Carlos Onetti ya ha sido señalada con éxito. El personaje dominado por su circunstancia, y como consecuencia de ello, una existencia de angustia interior: tal la motivación absurdista del existencialismo literario.

Pero en Onetti, esa proyección de angustia se da a causa de que el personaje es víctima de circunstancias ontológicas, que arrancan de la raíz misma del ser.

Las circunstancias ontológicas que victiman los personajes de Onetti son las mismas que definen el contenido existencialista del absurdo como epifanía del sinsentido de la vida. La sinrazón se configura a través del mundo oscuro que presenta el autor en sus narraciones, un mundo sombrío donde una concepción pesimista de la humanidad expresa de forma contundente la miseria de la existencia. El absurdo onettiano está vinculado a los instintos más bajos de sus personajes, asumiendo prontamente la forma de investigación del alma humana en su estado de decadencia, y asimilando imágenes de suciedad, impureza, perversión, degeneración, corrupción, hediondez, ruina y destrucción. Esta es la forma que Onetti encuentra para expresar la irracionalidad de la existencia. La voluntad de hacer sufrir configura la crueldad, y el disfrute con el sufrimiento ajeno conforma la perversidad. Crueldad y perversidad constituyen el impulso básico de la raza humana caída y degradada, e infamia y desdicha establecen el carácter impuro del espíritu humano que se define como una entidad que necesita la prohibición y la interdicción para sobrevivir. En suma, en Onetti la vida es sin sentido, porque el hombre, en sí, es vil.

La topografía de la desdicha en que resulta gran parte de la obra de Onetti descubre el significado básico del hombre como ser rechazado, caído y abyecto. A este ser arrojado a un mundo que no comprende, separado de la naturaleza y al cual está denegado el consuelo divino, Onetti otorga un destino marcado por la suciedad y por la impureza. En ese sentido, el absurdo aparece implicado en la abyección, es decir, en el sentimiento básico de escisión, de ruptura entre el hombre y el mundo.

Onetti presenta el perfil absurdo del ser humano a través de la denuncia de su carácter abyecto. Los personajes del autor uruguayo tienden a la suciedad, a la perversidad, al mal y a la inmoralidad que constituye el carácter irracional y trasgresor del abyecto. Este individuo vil, cobarde, violento y repugnante es la propia expresión de la abyección como principio incompatible con un mundo racional y ordenado. Así, en Juntacadáveres (1964) Onetti escribe acerca de Díaz Grey:

No es una persona; es, como todos los habitantes de esta franja del río, una determinada intensidad de existencia que ocupa, se envasa en la forma de su particular manía, su particular idiotez. Porque solo nos diferenciamos por el tipo de autonegación que hemos elegido o nos fue impuesto.

Aquí, percibimos el individuo onettiano como un ser que vive en constante “autonegación”. La repugnancia que siente hacia sí mismo está en concordancia con el aspecto de ser caído que se descubre constantemente en su suciedad y miseria espiritual.

Reveladora de la desilusión, la obra de Onetti no permite la esperanza. En ella el hombre es un ser que se hunde en una especie de fango colectivo: “…la única salida posible sería un retorno a algún tipo de fe”. Sin embargo, esta fe les es negada, y con ella cualquier forma de ilusión: “Sin la fe sólo queda la conciencia de la condenación al absurdo existencial y el recurso a tristes sucedáneos…”

Los textos de Juan Carlos Onetti confrontan al lector un mundo cansado, de ejes desgastados y con seres solitarios que lo pueblan conscientes de este desgaste y de la inevitabilidad de la caída. “Estoy con vos y me quedo loco; después me da asco, ya te lo dije. Pero no te tiene que importar, porque siempre me dio asco. Después de todo, las mujeres son la misma cosa, cualquier mujer. Y esto está bien, se me ocurre, porque no somos una misma carne y sólo el matrimonio puede hacer que dos sean una misma carne. Mi tío el cura puede convertirnos en una sola carne y entonces ya no sentiría asco. Es así. Te parece gracioso; pero si fuéramos a la iglesia y mi tío nos casa, seríamos una sola carne. ¿Entendés?”

El asco es uno de los puntos revulsivos en la obra del uruguayo.

Puedo salvarme —pienso— de ella, de mi cobardía, de mi hermano muerto, de mis padres, de memorias y presentimientos, si exagero hasta poder tocarlo, hasta el terror y el vómito, el diminuto asco que obtengo de saberla más vieja que yo, de saber que ella anduvo por donde yo aún no pisé, de saber que gastó lo que yo todavía no he tocado, de saber que desperdició ya las oportunidades que a mí me esperan.

El miedo también aparece como elemento de ligación entre la obra de Onetti y la de una de sus más importantes influencias: Louis-Ferdinand Céline. En Voyage au bout de la Nuit (1952), el protagonista Bardamu sufre un colapso nervioso después de volver de la guerra. De su derrumbamiento resulta que su amante, Lola, le abandona:

“¿Es verdad que te has vuelto loco, Ferdinand?”, me preguntó.

“¡Sí!”, confesé.

“Entonces, ¿te van a curar aquí?”

“No se puede curar el miedo, Lola”.

“¿Tanto miedo tienes, entonces?”

“Tanto y más, Lola, tanto miedo, verdad, que, si muero de muerte natural, más adelante, ¡sobre todo no quiero que me incineren! Me gustaría que me dejaran en la tierra, pudriéndome en el cementerio, tranquilo, ahí, listo para revivir tal vez…”

Es interesante subrayar que la crítica de Onetti intuye la relación de su obra con el pensamiento de Heidegger. Hugo Verani, por ejemplo, utiliza el concepto heideggeriano de “ser en el mundo” para referirse a la narrativa del uruguayo: “Se comprende, entonces, que al explorar en la precaria situación del ser en el mundo, las novelas de Onetti giren siempre en torno de un personaje en crisis, en torno de una de las situaciones opresivas que Karl Jaspers llamara ‘límite’. La toma de conciencia del desamparo e inseguridad del hombre, siempre expuesto y limitado, lleva al artista a enfrentarse con esas situaciones límites que le permiten revelar los estratos más profundos del ser: el sufrimiento, la culpabilidad, la locura, las enfermedades, la impotencia del hombre herido de muerte”.

También Saúl Yurkievich se refiere a la obra de Onetti en términos heideggerianos, entendiendo al personaje Larsen de Juntacadáveres, como “ser para la muerte”: “El ser de la existencia se revela como ser para la muerte. La experiencia en carne viva de la negación y la ilusoria voluntad de superarla son generadoras de angustia. La necesidad y la imposibilidad de ser, de acceder a la unidad, de trascender imponen una visión nihilista. Ante la nada que anonada, Larsen alterna entre una inoperante voluntad de poder y el vacío existencial, sin comunicación ni comunión”.

Es interesante percibir la dimensión ética en que opera la “caída” como metáfora central de la narrativa onettiana; los motivos dominantes de la novelística de Onetti se revelan en estrecha correspondencia con este proceso de degradación y deterioro de seres y objetos. Dependen siempre de un tema que abarca diversos niveles de la realidad (física, espiritual, ética, social) y que emerge como la metáfora central del universo narrativo del novelista uruguayo: la caída. Hay que tomar atención en el tema de la moral en la obra de Onetti abordado, por ejemplo, a través del personaje Eladio Linacero en Tierra de Nadie (1941): “Juan Carlos Onetti es […] el mejor ejemplo del realista crítico de la nueva narrativa. La lealtad a la circunstancia se traduce en el debate de los asuntos contemporáneos urgentes, sobre todo los políticos y los morales, que tanto ocupan las conversaciones de los hombres de la época como las planas de los periódicos: Eladio Linacero en la soledad de su cuarto evocará dos líneas divergentes de asuntos que propone la circunstancia: lasrelaciones amorosas, dentro de la búsqueda de una autenticidad moral (encarnada en los personajes Cecilia, Hanka, prostitutas, etc.) y las relaciones políticas, desde el debate de la izquierda antifascista, pero también anticomunista (visible en su personaje Lázaro)”. La evasión del mundo que oprime a estos personajes y la pérdida de toda creencia religiosa o política, ha otorgado a estos nihilistas del siglo XX una insospechada libertad. Sin embargo, podríamos preguntarnos, como el héroe de Sartre: “Libertad, sí, pero ¿para qué?”, y descubrir que, gracias a la mirada “diferente” que poseen, están amenazados por otros males como la ansiedad, las dudas, la soledad, la angustia y la alienación, las que serán las “enfermedades” del hombre contemporáneo.

La moral se presenta, entonces, como el contrario de la libertad radical, y también como aquello que rescata al hombre de su estado de abyección. La relación antagónica entre moral y abyección tiene sus raíces más profundas en el tabú. El sentimiento de rechazo, asco y aborrecimiento implicado en el contacto con lo abyecto, sirve de base para la construcción de las prohibiciones e interdicciones que constituyen los tabúes de los pueblos primitivos; es decir, el tabú es aquello que separa al hombre primitivo de lo abyecto.

Considerando el tabú como aquello que está en la raíz de la moral, percibimos la relación de oposición entre moral y abyección, y, por ende, entre moral y absurdo, entendido este como la expresión de la sinrazón. Finalmente, frente al retrato de desolación presentado por Onetti en su obra, más aún que Garmendia en La mala vida, más que Donoso en El obsceno pájaro de la noche, Onetti insiste en el horror y la repugnancia que inspira la vida. En esto se resume el absurdo onettiano, en la expresión del carácter abyecto de la existencia a través de una literatura que reconoce el mal, la atrocidad y la crueldad como aspectos ineludibles de la psiquis humana, y observa la catástrofe y el deterioro como el destino más cierto de un ser que ha perdido la fe en la trascendencia.

Para mí que Onetti fue una de esas personas que no tienen ganas de algo, pero que tienen muchas ganas de tener ganas de algo. Para mí que hay autores que nos tocan físicamente, como la cercanía del mar o de la mañana. Hay, entonces, una extraña sensación en el aire que surge de leerlos. Da la impresión de que nuestro autor ha visto las cosas tal como realmente son, que ha caído de rodillas ante ellas, que no ha tenido o ha olvidado un ideal secreto que haya marchitado todas las cosas de este mundo, que no ha practicado la silenciosa comparación de la humanidad con algo que no es humano, con el Sabio de los estoicos, con Julio César, con un monstruo de Marte, con Sigfrido, con el Superhombre de Nietszche o de Bernard Shaw. Nunca fue defecto de Onetti la grandeza, él sí que sabía cómo complacerse fácilmente, ratificando así aquella máxima general y esencial de que las cosas pequeñas agradan a las mentes grandes. Onetti, para mí, fue uno de esos autores. Nunca logró el éxito. Podría asegurar que su lema de cabecera era aquel que Addison hace decir al gran estoico:

“No es dado a los mortales gobernar el éxito;

pero haremos más que eso, Semprosio: lo mereceremos.”

Para Onetti, como para Jahoda, la capacidad para disfrutar de la vida es un criterio de salud mental. Contraponía a aquel verso perspicaz y miserable de Garcilaso: “Dulce cual fruta del cercado ajeno”, evitando la incapacidad para reconocer la dulzura de la fruta del cercado propio.

Su trama literaria es psicológica por antonomasia. Si en sus historias alguien come pan es para rebajarnos, para humillarnos, para denigrarnos; sus personajes comen pan para burlarse de nosotros; ellos comen pan contra nosotros. Es una literatura que muestra la envidia. Siempre hay alguien que nos gana en algo. Siempre hay alguien que está una nariz, una cabeza o una milla por delante de uno, por el sendero oscuro de un sueño en busca del amor. Yo, como Onetti, me voy entre los últimos, tropezando con los muebles.



[1] He parafraseado ciertas citas de Vicente Darío Refrío y de Hugo Verani para proporcionarle al ensayo un mayor vigor intelectual. No han sido entrecomilladas en aras de que el texto no pierda su dinámica y su vigencia como creación. A la vez, hay que considerar que tanto Refrío cuanto Verani, han defendido la postura de “la belleza de la infelicidad”, que ya fue plantada –y defendida con estoicismo a rajatabla–, tiempo antes de Onetti, por Robert Walser, uno de los referentes de escritores de la talla de Kafka, por ejemplo, la misma que plantea la tesis de la desaparición del artista y más específicamente, del escritor, quien debe ausentarse casi hasta de sí mismo para la elaboración de una obra seria y sostenible, quien debe estar limando sus uñas (paráfrasis a su vez joyceana) por encima de su fantasía y aún de su sombra. En Onetti se denota ese ímpetu; lo pierde cuando lo leemos, como a Kafka o a Walser.

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