viernes, 4 de noviembre de 2011

Defensas

Resulta muy curioso cómo hay personas que hacen “enemigos” sin argumento alguno para tal enemistad. Lo he pensado y no creo hallar de quién más hablar que yo mismo sobre los errores, de quién que cometa más exabruptos aquí, allá y acullá; sin embargo, también he meditado que algo debe defendernos desde nuestras propias periferias, acaso los fantasmas, acaso un aura de bienestar, acaso ángeles o demonios benditos de tanto pisar nuestra tierra bendita, porque también y extrañamente cometemos algunos aciertos… En fin. Lo único innegable es que “enemigo” alguno nunca nos faltará, “enemigos”, a su vez, que quizá inventen nuestras faltas en procura de esconder o apantallar las suyas. “Enemigos” que tal vez piensen que uno es como ellos y que aflojará la boca ante el menor descuido de su parte o que empleará los auténticos errores suyos en su contra. Nunca he sido propenso a semejantes bajezas y no planeo hacerlo, pero hay días en que a uno lo corroe, como diría Vallejo, una gana ubérrima, amplia de defenderse. Me he considerado, y sigo haciéndolo, de esa inmensa minoría que aunque no teme a la confrontación tampoco se atiene a ella para enfrentar la vida. No hay, digo, por qué malgastar el tiempo o por qué desmejorar tanta belleza que sí existe y que sí acude en nuestro auxilio, sobre todo cuando los “enemigos” se charlan mal de uno sin sostén, intentando desacreditar a quien sin tacha quijotea por los valles de la cultura. A ellos, empero, les debemos por lo menos dos cosas: la incorporación de un enorme repertorio de ficciones y obras de elegante vulgaridad (perdón el oxímoron) que de otro modo habrían permanecido ajenos a nuestra actualidad literaria, y el arte de razonar al revés: inculpan, verbigracia, que uno les roba sus ideas pero no sin antes alegar que tales ideas son malas. Alrededor de ellos, con argumentos que estimulan la libertad de nuestra imaginación, ronda una cualidad ficcional enorme: inventan que uno está aliado con Zutano y que ya sabe el destino de las cosas, proféticamente; que uno es secundado o dirigido o maniatado por un sinfín de personas que quizá uno no conozca o a quienes uno conoce con algo de levedad, como a los mismísimos “enemigos”; que uno es débil por joven, perjuran, y que desprecia las canas, cuando a mí, personalmente, me matan con gratitud las conversaciones sapienciales entre generaciones, cuando he respetado, y sobrarían ejemplos del caso, con entereza a personas mayores a mí, escuchándolos y dejándome aleccionar; y cuando lo hacen, cuando hablan dislates de uno (equivocándose hasta en nuestros nombres), olvidan que también han hablado dislates ante uno, que han hablado mal, pésimo, de sus actuales colegas, que saben muy bien que ofrecieron, algunos “enemigos”, su hombro como apoyo para salir adelante en las distintas, arduas y enaltecedoras empresas de la cultura. Algún “enemigo”, incluso, intentó aunarnos a sus huestes considerándonos valiosos, sagaces, y que al cabo ofreció sus servicios cuando uno capitaneaba otras… Que uno, dicen en suma, no sabe de las aspiraciones ajenas. Ésas son precisamente dos de las mayores cualidades a las que puede aspirar un politicastro cultural, cuya tarea es siempre pensar mal y poco hacer, desenseñar a pensar por cuenta propia.

Lo curioso es que, si uno revisa la producción cultural de los “enemigos”, descubre que ésta no comienza nunca como producción sino como crítica, que es lo que defienden, y que yo también, para qué negarlo, defiendo con estoicismo, puesto que sin crítica el tiempo nos tragaría hasta atragantarse de tanta gula. Uno no excluye, ni sistemáticamente ni orgánicamente, la amistad como el segundo eje social, luego de la familia, y aquello debe refrendarse con bastedad en el amplio espectro de las analogías. “Conténtate con toda apariencia. Pero abandónala y no te des la vuelta”, escribe Marcel Schwob en El libro de Monelle. Mas la apariencia sólo debe concernirle a uno mismo, para desenraizar lo que de verdad escondemos, incluso a nosotros mismos. Debe ser el escaparate que uno tiene para ser mejor: el único anhelo que me ha marcado desde que recuerdo que alguien me preguntó qué es la vida, es el de superar al sujeto que en el espejo el día anterior me hacía muecas. La traición, por otro lado, ha sido despachada de nuestro catálogo de ambigüedades. Os lo juro. Sé que parece una mera justificación para apropiarse —mediante la lectura y la escritura de este venturoso porvenir— de obras ajenas y hacerlas nuestras… Parecería una suerte de juego bajo alegar que no hay traiciones, pero sí las hay, y hay que posarlas en la mesa de discusión, cuando ésta ha empezado. La hidalguía, la nobleza, no son hereditarias, se las adquiere con altura y sinceridad (como se adquiere el buen gusto), y aquello ni los susodichos “enemigos” pueden imputarle a uno, si no es basándose en la burda ficcionalidad, ni siquiera en el intertexto ni en la metaliteratura, sino en la copia rebajada de la buena ficción.

La integridad, créanmelo, la firmeza, la solvencia, la seguridad no son agotables, por la suficiente y simple razón de que un solo hombre no lo es. El hombre no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de innumerables relaciones. Una civilización difiere de otra, ulterior o anterior, menos por la raza que por la manera de tratar y ser tratada. Metaforizando, y como diría Borges: “si me fuera otorgado leer cualquier página actual —ésta, por ejemplo— como la leerán el año dos mil, yo sabría cómo será la literatura el año dos mil.”

Esta sentida epístola (pecosa en bolañismos), en la cual abundan y naufragan los buenos modales y la intención literaria, sólo quiere aclarar que ciertos malevos han procurado nuestro desliz, intentando trastabillarnos al paso, cosa que no sucederá pues no tiene asidero, no hay por qué reaccionar siempre. A palabras necias… Uno empieza como poeta garabateando galimatías en los pupitres de la escuela, como bailarín en los cumpleaños de las vecinas, como arqueólogo en los patios traseros de las viejas y añoradas casas, etcétera. Admira la literatura expresionista alemana (aprende francés y alemán por algo que podríamos llamar amor, y lo aprende sin maestros, solo, como se aprenden las cosas importantes), pero posiblemente nunca leerá a Hans Henny Jahn. Aparece en las fotos de los años noventa y lo vemos, a uno, con un gesto envarado y triste, un joven cuyo cuerpo casi sin aristas parece tender hacia la redondez, hacia la suavidad, cosa que los años se han encargado de desmentir. Practica la costumbre de la amistad y es fiel; sus primeros amigos perviven en la memoria con el fervor de la adolescencia o de la memoria sin culpa de la adolescencia. Y tiene muchísima suerte: frecuenta buenos nuevos amigos y hace algunos contactos con personas idóneas, que justificarían el mundo ante Dios, si Él lo necesitara así. Es básicamente un prosista. Y escribe ensayos, y sólo bien entrado en la treintena se pone a escribir poemas, soñándose sin embargo dueño de una voz propia, incendiaria, conquistadora de sentimientos válidos. Y hoy, hoy escribe esta carta sin destinatario preciso, pero que recaerá en el destinatario que otra voz y otro ojo ha determinado, no yo. No, en modo alguno. Ni voy a todos los lugares adonde me invitan ni hago todos los viajes de promoción que suelen hacer los otros escritores ni hago vida social. Prefiero estar donde debo, atrás de todos, viéndolos, sin caer en la tentación del alarde mal intencionado ni de las bulerías callejeras o provinciales. Al contrario. Vivo en una ciudad de enorme corazón, de gran inteligencia y gente sin par; soy independiente, nunca he recibido ayuda oficial de ningún gobierno, no voy detrás de publicaciones ni de becas, a pesar de entenderlas en este posmoderno mundo sin fin. Dejo que me plagien con total tranquilidad. Mis “enemigos” (gratuitos) crecen como la yerba.

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