jueves, 13 de noviembre de 2008

Las pasiones literarias



Puedo darte mi soledad, mis tinieblas, el hambre de
mi corazón; estoy tratando de sobornarte con la
incertidumbre, el peligro y la derrota.


En una casa en pleno Buenos Aires, hay un cuarto donde Borges dio sus últimos alientos hace veintipico de años y donde su bastón retumba sobre las tablas como el eco del padre de Hamlet en el castillo de Elsinor en Dinamarca. Para entonces, ya había recorrido (o, como a él le habría gustado decir, redescubierto) las ciudades de Europa, había regresado a su Ginebra, había olvidado miles de páginas, miles de caras, había descubierto a final de cuentas que el Ulysses de Joyce, aunque nunca le gustó, o simuló aquello, tal vez por su monumentalidad, es un libro digno de un brindis, y que la ceguera y la vejez no son del todo intolerables. Juzgó más de una vez, enamorado de las paredes que tanto acarició para no caer, que el hombre sólo hace algo para luego poder contradecirse con propiedad. Intentó novedades, que ya en sus últimos días le importaban menos que la verdad. Y quizá nunca supo que su fin no sólo era literario, sino también histórico, también hereditario.
Me concierne, en estos momentos, adentrarme en el panegírico Olimpo de Borges (el taumaturgo), porque se ha convertido en mi recomendación. Diversamente admirable como poeta, narrador y ensayista, este argentino, destinado -como él mismo aseguró- a no vivir más emociones que las que brinda una biblioteca, legó a nuestas generaciones un arduo censo de títulos y autores a los que acudió con inteligencia. Y éste es acaso el más importante de los regalos de Borges: sus lecturas, la magia por artificios que impone la literatura. Me pregunto, a manera de afecto personal, ¿qué sería de mí de no haber leído a Chesterton? Y es aún de haber seguido yo la senda de las literaturas, es vago suponer que habría dado con tanta facilidad con este inglés que me ha desternillado de risa y me ha sorprendido gratamente en más de una ocasión con sus invitaciones a Beocia, y que seguramente provocó lo mismo en Borges quien supo que tanto él como Kafka habrían escogido, de poder hacerlo, la felicidad de ser Chesterton. Tal vez me hubiese ocurrido como con Nerval, a quien llegué por Umberto Eco, y que de no ser por el itálico no habría conocido ni gozado de su infinita semejanza con un servidor. Ergo, esto es Borges en algunos sujetos "impresentables" de mi generación y de generaciones precedentes: el maestro que guió a sus discípulos por la alegre arbolada de espadas y de puñales, por la encendida negligencia de las barajas y de las monedas, por el empañado tiempo (que es la materia de la cual estamos hechos los hombres) en el que siempre sucederá lo mismo, una y otra vez, por las leyendas escandinavas de un Odín que nace cuando se enciende una vela y se extinguirá sólo cuando ésta se apague, enseñándoles a sus aprendices a salir sin rasguños de tales travesías. Este es Borges, el perfectamente infeliz que sin embargo le quitaba el amargor a esa condición, aquel que afirmó: "La desdicha es una experiencia más rica, más intensa que la dicha, porque la dicha es un fin; en cambio, la desventura tiene que ser variada... Por eso, casi no hay poesía de la felicidad". Este es Borges, el mismo que comprende que el funamento literario de una nación es la transcripción de la voz, de un sonido, del lenguaje popular, porque el rumor popular está siempre mucho más cerca de la verdad histórica que la opinión "educada" de nuestros días; porque la tradición -lo reitero- fue siempre más verdadera que la moda. Por ejemplo, en uno de sus relatos poéticos de su libro El Hacedor, al ser un gaucho agredido por otros gauchos y caer y reconocer a un ahijado suyo y exclamar: "¡Pero, che!", Borges, entre paréntesis, dice: "estas palabras (¡Pero, che!) hay que oírlas, no leerlas". Este es Borges, digo, la biblioteca condensada de la erudición cultural sin intelectualismos al alcance de todos, el hombre que nos obligó, sin obligarnos, a releer el Libro de Job, Hamlet, Pygmalion, el Libro de las mil y una noches, y que nos tentó a encontrar más tiempo para desperdiciarlo en Schopenhauer y Alfonso Reyes quien publicaba con Borges sus obras "para que nos se les vaya la vida rehaciéndolas".
No despreciemos un dato nada pobre de la literatura borgeana, la mentira. Aldous Huxley afirmaba, no sin sorna: "Si no sabes mentir, no sabes hacer nada". Borges es ese gran mentiroso, o mejor, ese eterno postergador de verdades, lo que lo empata parcialmente al mundo de un Franz Kafka, quien hallaba un infinito número de imposibilidades en cada acto humano, desde el elemental de dar un paso y no atreverse a hacerlo, hasta el más complejo proceso de morir y no saber hacerlo. Sin embargo, no puede despreciarse la relatividad en estos compuestos idílicos, ya que si para un gran escritor, como fue Borges, a quien, valga la aclaración, le gustaba leer por leer, en un sentido netamente hedonista, digo, si a él le resultaba del todo agrado sentirse metido, qué mejor para nosotros, lectores suyos, sentirnos mentidos, sabernos parte de una invención suya, y es que el buen lector fue su estigma; es que para leer bien hay que ser un buen inventor.

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