Libro de libros
Mariela, por mi treintavo cumpleaños, me regaló ese librito llamado “La justificación”. Nunca hubiera recaído en él; nunca me inspiró la menor curiosidad. Sin embargo, por el afecto de años que se ha criado en mí hacia Mariela, me sentí, en una tarde ociosa, con la obligación de por lo menos repasarlo para saber de qué trataba. No acarreó ninguna sorpresa notable hasta que, en la página setenta y dos, descubrí una línea que me remontó directamente a un cuento de Enrique Vila-Matas. Un tanto preocupado, di con el libro y constaté la no sólo similitud sino casi exactitud entre la idea de la una y de la otra obra. Durante todo el día procedí a un examen sistemático de la obra, persiguiendo la dispersión de los fragmentos en decenas de antologías y colecciones de textos. Así encontré cerca de trescientos cincuenta, repartidos en casi trescientos autores; tanto los célebres como los más oscuros poetas del fin del siglo veinte, y a veces incluso los prosistas (como Georges Perec o Roberto Bolaño), parecían haber hecho del libro “La justificación” la biblia de donde hubieran extraído lo mejor de sí mismos.
Atormentado, empecé la redacción de una novela, quizá en pos de demostrarme que no todos los escritores contemporáneos recaían en el mismo libro; que ése no era la centrífuga de las demás obras literarias e intelectuales del mundo: simple y llanamente, porque ninguna obra podía serlo.
Así transcurrí entre días y días. Intentando no leer nada, para no subjetivarme y escribir lo más original posible. Al cabo de tres meses de labores casi ininterrumpidas, de no ser por llamadas de la misma Mariela, invitándome almuerzos o fiestas, y yo rechazando lo posible, y trabajando arduamente para que mis energías no me tienten a los libros, acabé la obra. No supe cómo titularla. Me perseguía de un lugar a otro el nombre “La justificación”. Pero eso sería un plagio. Ahora bien, ¿no era ésa misma la naturaleza de mi novela? ¿No la había ideado para justificar un mundo que no puede girar sobre un único eje? Pues sí, me respondí. Así, además me burlaba de la obra. La intitulé, al fin y al cabo, La justificación.
¡Qué espanto! ¡Qué debacle la mía cuando, tras hacerle leer el libro a Honorato Riviere, crítico de mi confianza y amigo de verdad, me dijo que ese no era mi libro, que ese libro había sido escrito hace algunos años por un novelista japonés y que incluso el título seguía siendo el mismo! ¡Cómo decirle que lo había escrito yo! ¡Cómo decirle, ya entrado en la locura, que yo era él, que él era yo, que esa obra era todas las obras!
La condecoración
El cojo, quien además era miope, a veces miraba el campo y se ponía a pensar en su familia. A veces creía que la familia está para ser desaparecida, como en una especie de reto para el más brillante de los descendientes: lo que el mejor tiene que hacer es opacar a los que no brillan tanto, robándoles su brillo, se decía. A veces se cruzaba por su mirada un vecino muy alto llamado Hans y recordaba a su tatarabuelo que le contaba la historia del llamado “batallón de lujo”, ese regimiento compuesto sólo de hombres que pasaban el metro ochenticinco y que fracasó en su primera y única contienda, pues resultaba sumamente fácil hacer blanco en ellos.
Mariela, por mi treintavo cumpleaños, me regaló ese librito llamado “La justificación”. Nunca hubiera recaído en él; nunca me inspiró la menor curiosidad. Sin embargo, por el afecto de años que se ha criado en mí hacia Mariela, me sentí, en una tarde ociosa, con la obligación de por lo menos repasarlo para saber de qué trataba. No acarreó ninguna sorpresa notable hasta que, en la página setenta y dos, descubrí una línea que me remontó directamente a un cuento de Enrique Vila-Matas. Un tanto preocupado, di con el libro y constaté la no sólo similitud sino casi exactitud entre la idea de la una y de la otra obra. Durante todo el día procedí a un examen sistemático de la obra, persiguiendo la dispersión de los fragmentos en decenas de antologías y colecciones de textos. Así encontré cerca de trescientos cincuenta, repartidos en casi trescientos autores; tanto los célebres como los más oscuros poetas del fin del siglo veinte, y a veces incluso los prosistas (como Georges Perec o Roberto Bolaño), parecían haber hecho del libro “La justificación” la biblia de donde hubieran extraído lo mejor de sí mismos.
Atormentado, empecé la redacción de una novela, quizá en pos de demostrarme que no todos los escritores contemporáneos recaían en el mismo libro; que ése no era la centrífuga de las demás obras literarias e intelectuales del mundo: simple y llanamente, porque ninguna obra podía serlo.
Así transcurrí entre días y días. Intentando no leer nada, para no subjetivarme y escribir lo más original posible. Al cabo de tres meses de labores casi ininterrumpidas, de no ser por llamadas de la misma Mariela, invitándome almuerzos o fiestas, y yo rechazando lo posible, y trabajando arduamente para que mis energías no me tienten a los libros, acabé la obra. No supe cómo titularla. Me perseguía de un lugar a otro el nombre “La justificación”. Pero eso sería un plagio. Ahora bien, ¿no era ésa misma la naturaleza de mi novela? ¿No la había ideado para justificar un mundo que no puede girar sobre un único eje? Pues sí, me respondí. Así, además me burlaba de la obra. La intitulé, al fin y al cabo, La justificación.
¡Qué espanto! ¡Qué debacle la mía cuando, tras hacerle leer el libro a Honorato Riviere, crítico de mi confianza y amigo de verdad, me dijo que ese no era mi libro, que ese libro había sido escrito hace algunos años por un novelista japonés y que incluso el título seguía siendo el mismo! ¡Cómo decirle que lo había escrito yo! ¡Cómo decirle, ya entrado en la locura, que yo era él, que él era yo, que esa obra era todas las obras!
La condecoración
El cojo, quien además era miope, a veces miraba el campo y se ponía a pensar en su familia. A veces creía que la familia está para ser desaparecida, como en una especie de reto para el más brillante de los descendientes: lo que el mejor tiene que hacer es opacar a los que no brillan tanto, robándoles su brillo, se decía. A veces se cruzaba por su mirada un vecino muy alto llamado Hans y recordaba a su tatarabuelo que le contaba la historia del llamado “batallón de lujo”, ese regimiento compuesto sólo de hombres que pasaban el metro ochenticinco y que fracasó en su primera y única contienda, pues resultaba sumamente fácil hacer blanco en ellos.
ANIMALITOS DE SOMBRA
Un hombre tiene muchos rostros. No se puede ser alguien sin haber producido resultados o reacciones contradictorios. Entre mis primeros descubrimientos, que para ser honesto no han sido muchos, recuerdo una vieja calle en el centro de Cuenca, toda ella adornada de guirnaldas, por donde pasaban unos cortejos fúnebres que, para qué negarlo, en ese momento los imaginé míos; vi, en esa multitud, a mis allegados llorar por mi partida, y de alguna oscura o atroz manera, me alegré de saber que podía provocar esos sentimientos en la gente que quiero; hoy, esa calle ha sido renovada notablemente, me refiero a la Calle Larga. Acompañé a esos cortejos hasta el mismísimo cementerio donde no pude resistir las ganas de llorar. Fui el último en irme del lugar, sentándome a contemplar la tumba durante unas dos horas –aunque el tiempo, para mi recuerdo, sea tan variable como las caras de los deudos. Mi recuerdo se remonta al año 1982, cuando cursaba el Jardín de Infantes. Es extraño cómo uno cambia con el transcurso del tiempo. De entonces, hasta la universidad, no me había vuelto a ranclar de clases. ¿Quién lo diría, no? A la edad de cinco años, me rebelaba contra lo establecido, y eso que tenía unas compañeras que ni qué les cuento y que además eran tan solidarias conmigo que me permitían hurgar bajo sus faldas, sin saber, el pobre tonto que era yo, qué era lo que debía aprovechar. Pero desde entonces, y durante mi época escolar-colegial, no volví a cometer semejante atropello contra la educación, convencido como estaba que aquélla era la mejor forma de crecer. Hoy en día, con todo esto de las revoluciones y los gritos de nuestro mandamás, he terminado por convencerme de aquello. Ya cuando entré en la universidad, quiero decir, cuando perdí la cordura y la compostura y me saqué la camisa de debajo del pantalón, y aprendí a despeinarme, y rehusé las corbatas y comprendí que estar solo no es tan malo como parece; quiero decir, puntualmente, cuando empecé a leer y a interesarme por ese escabroso y húmedo mundo femenino, retomé aquella malacrianza de huir de clases, proclamando, aquí, allá y acullá, que las aulas entorpecen el entendimiento y, sobre todo, la imaginación. Además, cómo no creer eso si invertía mis tardes ociosas en leer y releer, encantado, como un aprendiz de brujo que aprende cómo volver de la ceniza a la rosa, cuentos de Borges o de Chesterton, o novelas como “El nombre de la rosa” o “Sobre héroes y tumbas” y ya después el mismísimo Quijote y a Flaubert, y me asustaba y me atormentaba y me perseguía su sombra por entre las calles y en mis sueños, al saber que alguien que había vivido sin televisión ni teléfonos celulares hubiese escrito Hamlet o El rey Lear, todo yo boquiabierto y babeante ante semejantes historias que me hacían temblar, como cuando pasaba frente a mí una mujer obnubilante… y ésa fue precisamente la razón por la cual siempre he comparado a la mujer con los libros: me provocaban (ya, ya, me dejo de cuentos: me provocan) las mismas sensaciones: escalofríos, tembladeras repentinas, a veces hasta “moquera”, tartamudeos, sudores espontáneos, ganas de gritar y huir y esconderme en una cueva o en el pico de una lejana montaña, o, ya de por sí, ganas de saltar de un puente. Llegado ese momento, cuando me he escondido en una cueva, me ha fastidiado no tener libros o mujeres que conquistar; o ya en la montaña, me han dado ganas de volver a las comodidades del hogar para contar a diestra y siniestra lo que viví o lo que dejé de vivir. Y ni qué decir cuando se me ha ocurrido aquello de saltar de un puente: primero: me ha faltado la dosis de valor necesaria para hacerlo; segundo: son tan agradables los puentes de Cuenca que pocas ganas dan de saltar. Mejor, pensaba, escribir un poema sobre ellos, imaginando que entonces una preciosa curiosa podría acercárseme y preguntarme, qué sé yo, si la vida vale la pena como para convertirse en escritor.
Pues bien, decía que el hombre tiene muchos rostros. Ya lo proclamó Shakespeare, que en su ubicuidad fue nadie, y lo remarcó Whitman, que en su canto fue todos. Yo, que no he sido nadie y que aún así sigo siendo lo que soy, he tenido unos tres o cuatro rostros. Casi todos ellos moldeados o por las letras –destino que juguetea conmigo como si no me dolieran los jalones que da a los hilos con los cuales me titiritea– o por las mujeres –como si no me doliera que cada una de ellas me descubra in fraganti y de perfil, por su locuaz y común manía de acertar.
Este tipo de autobiografías, muchas de las veces nos tientan a hablar de nosotros mismos en un tono remoto y reverencial como si habláramos de un ilustre pariente que a veces encontráramos en los velorios. Lo que pretendo, al contrario, es intimar jovialmente conmigo mismo y hasta reírme de mí. Hay muchos escritores, por ejemplo, que dicen que no hay un solo imbécil que pueda tratarlo de amigo. Pues, en cuanto a mí, supongo que hay muchos imbéciles que pueden tratarme de amigo y también muchos amigos que pueden tratarme de imbécil.
Mi primer libro, fue la Biblia. Lo leí íntegramente, cada noche, a partir de los once años. Acto que de alguna manera me prefiguraba. No he hallado nada, sin embargo las múltiples opciones que promete la literatura, y aunque sostenga que en lo que respecta a literatura todavía no hay nada escrito, nada, digo, que me conmueva más que el Libro de Job. No sé si fue Harold Bloom o la escolástica, o quizá mi propensión a elevar a las mujeres a los altares, lo que me ha convencido, a la larga, que fue ingeniada por Betsabé, esposa del rey David y madre de ese otro rey llamado Salomón.
A partir de este libro, libro de libros, en mi caso, empecé a hurgar por los distintos destinos de las letras. Abordé, encandilado, al ciego Borges, quien marcó, por mucho tiempo, mi forma narrativa y hasta mi estilo, si es que eso existe. Por él tomé la ruta de los clásicos, amándolos con denuedo, desde los libros antiquísimos de la Odisea y la Ilíada, que siempre me recuerdan una metáfora al respecto de cuando regresa Ulises y tras dar muerte a todos los pretendientes de su mujer, Penélope, ella le dice, irritada por la excitación y la rabia: ¿y bien, qué me vas a decir, por qué tardaste tanto en volver?, y el vagabundo Ulises, no sin antes llenarla de besos para calmarla, se inventa la Ilíada y la Odisea.
Pues bien, así empezó mi recorrido por las letras, muchas veces hipertrofiado y otras simplificado por la irresponsable reducción del mundo. Escribí cuentos e intenté poemas, que no han pasado del intento. Luego, me arriesgué y publiqué un par de novelas, de las cuales, no lo voy a negar, me siento bastante contento, a pesar de muchas veces, por mí o por otros, dudar de ellas y hasta pretender renegarlas.
¿Por qué escribí, de una vez y para todas? Ésta es la verdad. La verdad verdadera, esa que no he contado nunca y que bien habría querido narrar alguna vez. Tal vez no la he contado porque no es original y porque sé que se parece a una historia de Umberto Eco. Fue un atardecer de gran ternura. Entraba la noche, delante de lo que se avizoraba como el último whisky en la oscuridad de mi bar favorito, el más acogedor de todos, sentí que esa mujer, a mi lado, esperaba algo de mí para decir “qué bonito”. Lo sabía, pero callé. Salimos, bajamos hasta las riberas del Tomebamba y en el curso de un paseo a orillas de ese curso de agua, supe que ella no esperaba nada más que un hermoso relato, porque al acabar de contarle que muchas sombras de los difuntos se dedican a lamer las aguas del río de los muertos, porque éste viene de donde estamos nosotros y aún tiene el sabor salado de nuestros mares y del llanto que dejan caer en él los enamorados, y que el río se resiste, le dije, de asco, y fluye en sentido contrario y en sus ondas arrastra a los muertos a la vida; decía que al acabar de contarle esa historia oí el ansiado “qué bonito” y sentí su mano al coger la mía. A partir de ese momento, supe que estaba tentado por las historias, que me sentía satisfecho con la imaginería mundanal, y que ver el mundo con los ojos propios, o sea estos ojos de un picapedrestre buscador de diamantes incrustados en las piedras, era lo que quería, era lo que me apasionaba.
Y para no aburrirles más, no hablaré sobre las influencias, sobre todo las que han marcado las de los últimos libros que son años. No hablaré de Georges Perec, sobre todo acerca de ese puzzle que quiso que fuera un libro, y que lo logró, titulado “La vida, instrucciones de uso”, que trata sobre una planificación perfecta de asesinato, ni de “Mientras agonizo”, la que, en mi humilde y limitada opinión, es la mejor novela estadounidense del siglo XX, escrita por William Faulkner, cuyo tema central es la muerte de la madre de una numerosa, aunque en ese tiempo usual, familia sureña. Una obra que sabe cómo conmover hasta al más reacio de los lectores, hasta al más sesudo de los críticos, hasta al más insensible de los sensibleros. No creo que convenga que me refiera, ni siquiera un momento, a la omnipresencia, que cada vez se ratifica más, de las obras shakesperianas, que nos enseñan que no somos otra cosa que juguetes del destino, o del cariño infinito hacia Chesterton, mi polígrafo por excelencia. No vale, asimismo, decir cuánto quiero a un Bob Dylan o a un Joaquín Sabina, hablar de sus letras, usurpando un neologismo joyceano, siniestrogíricas, porque resulta, al hacerlo, un poco kitsch. En estas intensidades, cuando uno trata de desnudar el alma, o mejor será decir desanudarla, abundan las interpretaciones que de nosotros mismos, o de las diferentes versiones que se van sucediendo día tras día, podemos identificar. No son injustas, ni las propias, menos las ajenas, pero tampoco son necesarias. Lo que podríamos metaforizar en forma de pregunta, es si ¿en esto de competir contra uno mismo, el mejor papel a adoptar sería el de Aquiles o el de la tortuga?
Perdón por la suma de peroratas.
Y para no aburrirles más, en una suerte de manifiesto diré por qué sigo escribiendo, a pesar de que hoy por hoy no haya mujer alguna que me guíe por los ríos de la muerte (y conste que no me estoy haciendo cuña publicitaria…). No escribo en espera de que las cosas contaminen lo que intento ni de que las palabras descontaminen mi vida: ni por las aguas altas que inundan lo que busco y lo esconden, ni por las arduas literaturas de todos los tiempos, que son mi dilecto, ni por helenismo ni por mitología ni por estoicismo, ni por una mujer establecida (aunque ellas así lo crean). No escribo en pos de ti ni para que me esperes en andén alguno. Tampoco lo hago por esas chicas que en la playa me sonríen en sus shorts, reclinando las cabezas para ver diferente la realidad que sus hambrientos ojos no pueden distorsionar, o por los viejos barquitos de papel en los que se hundieron algunos de mis sueños. No podría escribir por mi familia, no dependen de las letras para ser felices. Ni siquiera escribo por el mero encanto de saber que alguien escribió ya la historia del ser con los pies al revés y que así distrae a sus perseguidores, porque ellos buscan de donde partió y no a donde llegó. No escribo por el Ulysses de Joyce o el Museo de la Novela de la Eterna de Macedonio. Ni por Mallarmé ni por Keats. No escribo por tanto “canalla” que acomoda mis noches a sus requerimientos de bohemia y malas compañías, de mujeres placenteras y antros entrañables. No escribo para no desnaturalizarme y no convertirme en un psicópata o en violador de niñas. No escribo por la vaciedad del mundo o la simiedad de muchos vecinos. No escribo por los besos no recibidos o la música que me los robó; menos aun por ti, invisible y sapiente lector. Escribo, hedonista, lo que ya no cabe en mi mano y que de ella quiere desprenderse, y que por eso me la retuerce desde adentro y me la acalambra como una artrosis; esta mano que quiere engañarse al ocuparse de otros menesteres como dibujar animalitos de sombra o acariciar rostros delicados, sostenerme a las paredes que impiden mis caídas y brindar alzando las copas que al cabo las provocan; o contar a aquellas personas impresentables que se hacen llamar mis amigos sin saber lo que hacen, o aguantar a ese cielo que parecería quererse caer y promover infiernos y que, al final, no sabe cómo descontentarse de ser lo que es.
Ahora bien, todo esto puede ser una mentira. La mentira es necesaria, indispensable en la creación literaria. ¿Quién puede creer los cuentos que yo cuento? El narrador busca, siempre, puntos de apoyo, y no hay nada que sirva más o mejor que una imaginación ilimitada que franquee las puertas de la realidad pero diciéndola como un conjuro de protección mientras pasa sus umbrales.
“En la medida que creamos al personaje se puede decir hacia donde va”, pregonaba Juan Rulfo. Esto lo traduzco como la más atinada respuesta a las interrogantes ¿en qué me baso al escribir?, ¿qué me impulsa a hacerlo? Y esa respuesta es: la gana de saber qué les sucederá a cada uno de mis personajes, y quizá, a la postre, a mí mismo. En resumen: para escribir, me siento a escribir.
No obstante, no quiero con esto caer en el espantoso ateísmo, aún en la literatura, lo que viene a ser algo así como ateísmo laico, de decir que escribo por o para mí mismo. No, escribo por el Lector Futuro, ése que descifrará mis signos, y escribo y leo, a veces mucho, para no entristecerme cada vez que acabo de escribir y de leer.
Cuenca, viernes 28 de noviembre de 2008