martes, 18 de noviembre de 2008

Misterios que de mí hacen hombre



Libro de libros


Mariela, por mi treintavo cumpleaños, me regaló ese librito llamado “La justificación”. Nunca hubiera recaído en él; nunca me inspiró la menor curiosidad. Sin embargo, por el afecto de años que se ha criado en mí hacia Mariela, me sentí, en una tarde ociosa, con la obligación de por lo menos repasarlo para saber de qué trataba. No acarreó ninguna sorpresa notable hasta que, en la página setenta y dos, descubrí una línea que me remontó directamente a un cuento de Enrique Vila-Matas. Un tanto preocupado, di con el libro y constaté la no sólo similitud sino casi exactitud entre la idea de la una y de la otra obra. Durante todo el día procedí a un examen sistemático de la obra, persiguiendo la dispersión de los fragmentos en decenas de antologías y colecciones de textos. Así encontré cerca de trescientos cincuenta, repartidos en casi trescientos autores; tanto los célebres como los más oscuros poetas del fin del siglo veinte, y a veces incluso los prosistas (como Georges Perec o Roberto Bolaño), parecían haber hecho del libro “La justificación” la biblia de donde hubieran extraído lo mejor de sí mismos.
Atormentado, empecé la redacción de una novela, quizá en pos de demostrarme que no todos los escritores contemporáneos recaían en el mismo libro; que ése no era la centrífuga de las demás obras literarias e intelectuales del mundo: simple y llanamente, porque ninguna obra podía serlo.
Así transcurrí entre días y días. Intentando no leer nada, para no subjetivarme y escribir lo más original posible. Al cabo de tres meses de labores casi ininterrumpidas, de no ser por llamadas de la misma Mariela, invitándome almuerzos o fiestas, y yo rechazando lo posible, y trabajando arduamente para que mis energías no me tienten a los libros, acabé la obra. No supe cómo titularla. Me perseguía de un lugar a otro el nombre “La justificación”. Pero eso sería un plagio. Ahora bien, ¿no era ésa misma la naturaleza de mi novela? ¿No la había ideado para justificar un mundo que no puede girar sobre un único eje? Pues sí, me respondí. Así, además me burlaba de la obra. La intitulé, al fin y al cabo, La justificación.
¡Qué espanto! ¡Qué debacle la mía cuando, tras hacerle leer el libro a Honorato Riviere, crítico de mi confianza y amigo de verdad, me dijo que ese no era mi libro, que ese libro había sido escrito hace algunos años por un novelista japonés y que incluso el título seguía siendo el mismo! ¡Cómo decirle que lo había escrito yo! ¡Cómo decirle, ya entrado en la locura, que yo era él, que él era yo, que esa obra era todas las obras!


La condecoración

El cojo, quien además era miope, a veces miraba el campo y se ponía a pensar en su familia. A veces creía que la familia está para ser desaparecida, como en una especie de reto para el más brillante de los descendientes: lo que el mejor tiene que hacer es opacar a los que no brillan tanto, robándoles su brillo, se decía. A veces se cruzaba por su mirada un vecino muy alto llamado Hans y recordaba a su tatarabuelo que le contaba la historia del llamado “batallón de lujo”, ese regimiento compuesto sólo de hombres que pasaban el metro ochenticinco y que fracasó en su primera y única contienda, pues resultaba sumamente fácil hacer blanco en ellos.




ANIMALITOS DE SOMBRA



Un hombre tiene muchos rostros. No se puede ser alguien sin haber producido resultados o reacciones contradictorios. Entre mis primeros descubrimientos, que para ser honesto no han sido muchos, recuerdo una vieja calle en el centro de Cuenca, toda ella adornada de guirnaldas, por donde pasaban unos cortejos fúnebres que, para qué negarlo, en ese momento los imaginé míos; vi, en esa multitud, a mis allegados llorar por mi partida, y de alguna oscura o atroz manera, me alegré de saber que podía provocar esos sentimientos en la gente que quiero; hoy, esa calle ha sido renovada notablemente, me refiero a la Calle Larga. Acompañé a esos cortejos hasta el mismísimo cementerio donde no pude resistir las ganas de llorar. Fui el último en irme del lugar, sentándome a contemplar la tumba durante unas dos horas –aunque el tiempo, para mi recuerdo, sea tan variable como las caras de los deudos. Mi recuerdo se remonta al año 1982, cuando cursaba el Jardín de Infantes. Es extraño cómo uno cambia con el transcurso del tiempo. De entonces, hasta la universidad, no me había vuelto a ranclar de clases. ¿Quién lo diría, no? A la edad de cinco años, me rebelaba contra lo establecido, y eso que tenía unas compañeras que ni qué les cuento y que además eran tan solidarias conmigo que me permitían hurgar bajo sus faldas, sin saber, el pobre tonto que era yo, qué era lo que debía aprovechar. Pero desde entonces, y durante mi época escolar-colegial, no volví a cometer semejante atropello contra la educación, convencido como estaba que aquélla era la mejor forma de crecer. Hoy en día, con todo esto de las revoluciones y los gritos de nuestro mandamás, he terminado por convencerme de aquello. Ya cuando entré en la universidad, quiero decir, cuando perdí la cordura y la compostura y me saqué la camisa de debajo del pantalón, y aprendí a despeinarme, y rehusé las corbatas y comprendí que estar solo no es tan malo como parece; quiero decir, puntualmente, cuando empecé a leer y a interesarme por ese escabroso y húmedo mundo femenino, retomé aquella malacrianza de huir de clases, proclamando, aquí, allá y acullá, que las aulas entorpecen el entendimiento y, sobre todo, la imaginación. Además, cómo no creer eso si invertía mis tardes ociosas en leer y releer, encantado, como un aprendiz de brujo que aprende cómo volver de la ceniza a la rosa, cuentos de Borges o de Chesterton, o novelas como “El nombre de la rosa” o “Sobre héroes y tumbas” y ya después el mismísimo Quijote y a Flaubert, y me asustaba y me atormentaba y me perseguía su sombra por entre las calles y en mis sueños, al saber que alguien que había vivido sin televisión ni teléfonos celulares hubiese escrito Hamlet o El rey Lear, todo yo boquiabierto y babeante ante semejantes historias que me hacían temblar, como cuando pasaba frente a mí una mujer obnubilante… y ésa fue precisamente la razón por la cual siempre he comparado a la mujer con los libros: me provocaban (ya, ya, me dejo de cuentos: me provocan) las mismas sensaciones: escalofríos, tembladeras repentinas, a veces hasta “moquera”, tartamudeos, sudores espontáneos, ganas de gritar y huir y esconderme en una cueva o en el pico de una lejana montaña, o, ya de por sí, ganas de saltar de un puente. Llegado ese momento, cuando me he escondido en una cueva, me ha fastidiado no tener libros o mujeres que conquistar; o ya en la montaña, me han dado ganas de volver a las comodidades del hogar para contar a diestra y siniestra lo que viví o lo que dejé de vivir. Y ni qué decir cuando se me ha ocurrido aquello de saltar de un puente: primero: me ha faltado la dosis de valor necesaria para hacerlo; segundo: son tan agradables los puentes de Cuenca que pocas ganas dan de saltar. Mejor, pensaba, escribir un poema sobre ellos, imaginando que entonces una preciosa curiosa podría acercárseme y preguntarme, qué sé yo, si la vida vale la pena como para convertirse en escritor.
Pues bien, decía que el hombre tiene muchos rostros. Ya lo proclamó Shakespeare, que en su ubicuidad fue nadie, y lo remarcó Whitman, que en su canto fue todos. Yo, que no he sido nadie y que aún así sigo siendo lo que soy, he tenido unos tres o cuatro rostros. Casi todos ellos moldeados o por las letras –destino que juguetea conmigo como si no me dolieran los jalones que da a los hilos con los cuales me titiritea– o por las mujeres –como si no me doliera que cada una de ellas me descubra in fraganti y de perfil, por su locuaz y común manía de acertar.
Este tipo de autobiografías, muchas de las veces nos tientan a hablar de nosotros mismos en un tono remoto y reverencial como si habláramos de un ilustre pariente que a veces encontráramos en los velorios. Lo que pretendo, al contrario, es intimar jovialmente conmigo mismo y hasta reírme de mí. Hay muchos escritores, por ejemplo, que dicen que no hay un solo imbécil que pueda tratarlo de amigo. Pues, en cuanto a mí, supongo que hay muchos imbéciles que pueden tratarme de amigo y también muchos amigos que pueden tratarme de imbécil.
Mi primer libro, fue la Biblia. Lo leí íntegramente, cada noche, a partir de los once años. Acto que de alguna manera me prefiguraba. No he hallado nada, sin embargo las múltiples opciones que promete la literatura, y aunque sostenga que en lo que respecta a literatura todavía no hay nada escrito, nada, digo, que me conmueva más que el Libro de Job. No sé si fue Harold Bloom o la escolástica, o quizá mi propensión a elevar a las mujeres a los altares, lo que me ha convencido, a la larga, que fue ingeniada por Betsabé, esposa del rey David y madre de ese otro rey llamado Salomón.
A partir de este libro, libro de libros, en mi caso, empecé a hurgar por los distintos destinos de las letras. Abordé, encandilado, al ciego Borges, quien marcó, por mucho tiempo, mi forma narrativa y hasta mi estilo, si es que eso existe. Por él tomé la ruta de los clásicos, amándolos con denuedo, desde los libros antiquísimos de la Odisea y la Ilíada, que siempre me recuerdan una metáfora al respecto de cuando regresa Ulises y tras dar muerte a todos los pretendientes de su mujer, Penélope, ella le dice, irritada por la excitación y la rabia: ¿y bien, qué me vas a decir, por qué tardaste tanto en volver?, y el vagabundo Ulises, no sin antes llenarla de besos para calmarla, se inventa la Ilíada y la Odisea.
Pues bien, así empezó mi recorrido por las letras, muchas veces hipertrofiado y otras simplificado por la irresponsable reducción del mundo. Escribí cuentos e intenté poemas, que no han pasado del intento. Luego, me arriesgué y publiqué un par de novelas, de las cuales, no lo voy a negar, me siento bastante contento, a pesar de muchas veces, por mí o por otros, dudar de ellas y hasta pretender renegarlas.
¿Por qué escribí, de una vez y para todas? Ésta es la verdad. La verdad verdadera, esa que no he contado nunca y que bien habría querido narrar alguna vez. Tal vez no la he contado porque no es original y porque sé que se parece a una historia de Umberto Eco. Fue un atardecer de gran ternura. Entraba la noche, delante de lo que se avizoraba como el último whisky en la oscuridad de mi bar favorito, el más acogedor de todos, sentí que esa mujer, a mi lado, esperaba algo de mí para decir “qué bonito”. Lo sabía, pero callé. Salimos, bajamos hasta las riberas del Tomebamba y en el curso de un paseo a orillas de ese curso de agua, supe que ella no esperaba nada más que un hermoso relato, porque al acabar de contarle que muchas sombras de los difuntos se dedican a lamer las aguas del río de los muertos, porque éste viene de donde estamos nosotros y aún tiene el sabor salado de nuestros mares y del llanto que dejan caer en él los enamorados, y que el río se resiste, le dije, de asco, y fluye en sentido contrario y en sus ondas arrastra a los muertos a la vida; decía que al acabar de contarle esa historia oí el ansiado “qué bonito” y sentí su mano al coger la mía. A partir de ese momento, supe que estaba tentado por las historias, que me sentía satisfecho con la imaginería mundanal, y que ver el mundo con los ojos propios, o sea estos ojos de un picapedrestre buscador de diamantes incrustados en las piedras, era lo que quería, era lo que me apasionaba.
Y para no aburrirles más, no hablaré sobre las influencias, sobre todo las que han marcado las de los últimos libros que son años. No hablaré de Georges Perec, sobre todo acerca de ese puzzle que quiso que fuera un libro, y que lo logró, titulado “La vida, instrucciones de uso”, que trata sobre una planificación perfecta de asesinato, ni de “Mientras agonizo”, la que, en mi humilde y limitada opinión, es la mejor novela estadounidense del siglo XX, escrita por William Faulkner, cuyo tema central es la muerte de la madre de una numerosa, aunque en ese tiempo usual, familia sureña. Una obra que sabe cómo conmover hasta al más reacio de los lectores, hasta al más sesudo de los críticos, hasta al más insensible de los sensibleros. No creo que convenga que me refiera, ni siquiera un momento, a la omnipresencia, que cada vez se ratifica más, de las obras shakesperianas, que nos enseñan que no somos otra cosa que juguetes del destino, o del cariño infinito hacia Chesterton, mi polígrafo por excelencia. No vale, asimismo, decir cuánto quiero a un Bob Dylan o a un Joaquín Sabina, hablar de sus letras, usurpando un neologismo joyceano, siniestrogíricas, porque resulta, al hacerlo, un poco kitsch. En estas intensidades, cuando uno trata de desnudar el alma, o mejor será decir desanudarla, abundan las interpretaciones que de nosotros mismos, o de las diferentes versiones que se van sucediendo día tras día, podemos identificar. No son injustas, ni las propias, menos las ajenas, pero tampoco son necesarias. Lo que podríamos metaforizar en forma de pregunta, es si ¿en esto de competir contra uno mismo, el mejor papel a adoptar sería el de Aquiles o el de la tortuga?
Perdón por la suma de peroratas.
Y para no aburrirles más, en una suerte de manifiesto diré por qué sigo escribiendo, a pesar de que hoy por hoy no haya mujer alguna que me guíe por los ríos de la muerte (y conste que no me estoy haciendo cuña publicitaria…). No escribo en espera de que las cosas contaminen lo que intento ni de que las palabras descontaminen mi vida: ni por las aguas altas que inundan lo que busco y lo esconden, ni por las arduas literaturas de todos los tiempos, que son mi dilecto, ni por helenismo ni por mitología ni por estoicismo, ni por una mujer establecida (aunque ellas así lo crean). No escribo en pos de ti ni para que me esperes en andén alguno. Tampoco lo hago por esas chicas que en la playa me sonríen en sus shorts, reclinando las cabezas para ver diferente la realidad que sus hambrientos ojos no pueden distorsionar, o por los viejos barquitos de papel en los que se hundieron algunos de mis sueños. No podría escribir por mi familia, no dependen de las letras para ser felices. Ni siquiera escribo por el mero encanto de saber que alguien escribió ya la historia del ser con los pies al revés y que así distrae a sus perseguidores, porque ellos buscan de donde partió y no a donde llegó. No escribo por el Ulysses de Joyce o el Museo de la Novela de la Eterna de Macedonio. Ni por Mallarmé ni por Keats. No escribo por tanto “canalla” que acomoda mis noches a sus requerimientos de bohemia y malas compañías, de mujeres placenteras y antros entrañables. No escribo para no desnaturalizarme y no convertirme en un psicópata o en violador de niñas. No escribo por la vaciedad del mundo o la simiedad de muchos vecinos. No escribo por los besos no recibidos o la música que me los robó; menos aun por ti, invisible y sapiente lector. Escribo, hedonista, lo que ya no cabe en mi mano y que de ella quiere desprenderse, y que por eso me la retuerce desde adentro y me la acalambra como una artrosis; esta mano que quiere engañarse al ocuparse de otros menesteres como dibujar animalitos de sombra o acariciar rostros delicados, sostenerme a las paredes que impiden mis caídas y brindar alzando las copas que al cabo las provocan; o contar a aquellas personas impresentables que se hacen llamar mis amigos sin saber lo que hacen, o aguantar a ese cielo que parecería quererse caer y promover infiernos y que, al final, no sabe cómo descontentarse de ser lo que es.
Ahora bien, todo esto puede ser una mentira. La mentira es necesaria, indispensable en la creación literaria. ¿Quién puede creer los cuentos que yo cuento? El narrador busca, siempre, puntos de apoyo, y no hay nada que sirva más o mejor que una imaginación ilimitada que franquee las puertas de la realidad pero diciéndola como un conjuro de protección mientras pasa sus umbrales.
“En la medida que creamos al personaje se puede decir hacia donde va”, pregonaba Juan Rulfo. Esto lo traduzco como la más atinada respuesta a las interrogantes ¿en qué me baso al escribir?, ¿qué me impulsa a hacerlo? Y esa respuesta es: la gana de saber qué les sucederá a cada uno de mis personajes, y quizá, a la postre, a mí mismo. En resumen: para escribir, me siento a escribir.
No obstante, no quiero con esto caer en el espantoso ateísmo, aún en la literatura, lo que viene a ser algo así como ateísmo laico, de decir que escribo por o para mí mismo. No, escribo por el Lector Futuro, ése que descifrará mis signos, y escribo y leo, a veces mucho, para no entristecerme cada vez que acabo de escribir y de leer.

Cuenca, viernes 28 de noviembre de 2008

sábado, 15 de noviembre de 2008

La raza extinta


Me place transcribir, a continuación, un texto crítico a manera de epístola que el escritor, crítico y catedrático Oswaldo Encalada, tuvo la gentileza de transimitirme, sobre mi última novela, La raza extinta. Lo hago por la sensación de estímulo que la misma me provoca, y porque me une al estimado Doctor Encalada más que el "simple" afán literario. Además, conviene decir que estos pequeños detalles, que son grandes manifestaciones, nos dan alas para continuar en la lucha contra uno mismo. Y ni qué decir acerca de la reivindicación que provoca, como ciertas críticas (que prefiero omitirlas para precisamente no alardear) que, igual a ésta, han venido de la mano de la seguridad y la entereza. Espero, sin embargo, no pecar de vanagloria al hacerlo, o simplemente caer en esquemas snob nada apetecibles; de ser así, pues, pues, pues que me incendie espontáneamente, merecidamente:


Estimado Carlos:

He leído su interesante y atrapadora novela, y estas son mis opiniones:
LA RAZA EXTINTA es una novela densa, morosa, detallista, donde no hay espacio para el silencio. La palabra lo cubre todo, cada lugar del mundo creado está lleno de palabras, en una especie de crecimiento que, al parecer, podría volverse imparable.
El tema es la muerte, ¿asesinato?, ¿suicidio?, de Víctor Reiter y María Loyola Ríos. A cada paso la perplejidad del lector crece porque se atan los cabos sueltos más insospechados y el relato se explaya en cada vericueto posible, quizá para despistar al lector y dificultar la investigación.
La novela abre frentes de batalla -frentes de escritura- a cada momento y aparentemente deja en olvido lo sustancial, lo cual es una técnica del narrador, para dilatarnos más la solución y distraernos del objetivo principal: el conocimiento del culpable.
La voz del narrador se mueve en múltiples planos que fugazmente adquieren preponderancia, para luego hundirse en el anonimato.
LA RAZA EXTINTA es una novela muy original, de naturaleza policíaca, contada por un narrador conocedor de las técnicas, y gran lector, además. La imaginación prima en cada página; pero sobre todo brilla y se desborda -la novela es un continente que no alcanza contenerla realmente- sobre todo en ese alarde de fantasía que son las "gacetillas".
Carlos Vásconez es un narrador que cada día progresa y cada vez ofrece frutos más refinados, como es precisamente el caso de esta novela.

Oswaldo Encalada Vásquez

jueves, 13 de noviembre de 2008

Cosas imperdibles que se pierden con frecuencia

Las mujeres
Todas las mujeres son iguales, sin embargo hay unas que son más iguales que otras.


Las palabras
El imperdible: nombre ridículo a algo que siempre se nos pierde.


La estampa
Una de las características de la literatura, es que despeina.


Las triquiñuelas
Ella no era mentirosa y por eso le gustaba ser trágica, apasionada. Donde estaba estaba más contenta. Tenía un sueño recurrente en el cual exprimía las tetas de una vaca y luego se bañaba con su leche, rejuveneciendo. Se levantaba y todavía con gotas blancas en su pelo y en las pestañas se iba al pueblo a arreglar su propio entierro... Y ese sueño le quería significar algo, o por lo menos de eso se convencía. Y volvía a renacer en ella la tragedia, incluso una especie de patetismo. Y le gustaba despertarse muy de madrugada y no volver a dormirse. Quiero decir que no sólo lo era, sino que además le gustaba serlo. Escogió ser una mártir, una puta, una enfermera en Etiopía. Era todo lo que olía a pólvora, que ideaba héroes heridos en el suelo. Todo lo que ayudara al hombre a crecer o, por lo menos, a sentirse bien. "La vida es bella", solía repetirse por doquier, intentando convencerse.

De esa manera desaforada había cultivado una suerte de "extravagancia de la referencia", apersonándose de cuanto sucedía a su alrededor, imaginando que todo era una proyección suya, sintiéndose una santa y preocupándose por todo cuanto ocurría en el mundo. Una guerra en Medio Oriente le resultaba como un dolor de cabeza intolerable o como una fractura de tibia; un huracán en la Península de Yucatán, igual a un dolor de muelas o un mareo causado por un mal trago. En definitiva, un mundo en el que pasan tantas cosas, la mayoría que tienden al acabose de la humanidad, que al comienzo no supo cómo identificar hasta que las comprendió como palabras (como sus palabras). Palabras de un lenguaje obsceno, o en su defecto mal pronunciadas, mal redactadas, con una gramática deplorable. En suma, una bullanga. Pero una bullanga que se propuso enmendar, hablando puntillosamente, sin retruécanos, cosa que fluya como el amor, como el eufemismo que es decir que algo puede fluir como el amor.
Y habló. Habló con todos los que pudo. No es difícil imaginarla en la noche, planeando discursos, conferencias, sermones o entrevistas donde ella es quien pregunta y ella misma quien responde. Más complicado es imaginar quién podría detenerse a entablar una charla de tan alto nivel sin tener de por medio un interés. Así, pues...

Llegó, como no podía ser de otra manera, la tarde en la que el ruido le resultó insoportable. Decidió, con tapones en los oídos, dejar de hacer el bien, porque ésa era la fuente de donde brotaba todo ese caudal de ruido, ¿y el pensamiento?, ¿y el silencio? Si es lo contrario al ruido, es el mal.

Por eso ahora sus objetivos son diferentes. No hace nada por nadie. A lo que se limita es a insultar cuando le piden por favor esto o aquello, y a desenfundar toda su carga de odio contra los que trabajan. De tanto pensar, se olvidó que el mundo era ella, que odiarlo era odiarse.


El ego
Debieron haber escogido otro;
soy el menos adecuado para ser yo,
yo, que tantos he sido...


La inmortalidad
Quisiera ser tú para no tener la necesidad de estar a tu lado.


La mortalidad
A veces los rasgos se nos confunden en el smog de Babilonia.

La soledad
Nos une una ansiedad abrazadora y, ahora,
toda una biblioteca, una flor ridícula, la añeja
palabra arcángel, un barco ebrio, un rosario,
tu deber de ser yo.
La condecoración
El cojo, quien además era miope, a veces miraba el campo y se ponía a pensar en su familia. A veces creía que la familia está para ser desaparecida, como en una especie de reto para el más brillante de los descendientes: lo que el mejor tiene que hacer es opacar a los que no brillan tanto, robándoles su brillo, se decía. A veces se cruzaba por su mirada un vecino muy alto llamado Hans y recordaba a su tatarabuelo que le contaba la historia del "batallón de lujo", ese regimiento compuesto sólo de hombres que pasaban el metro ochentaicinco y que fracasó en su primera y única contienda, pues resultaba sumamente fácil hacer blanco en ellos.

Las pasiones literarias



Puedo darte mi soledad, mis tinieblas, el hambre de
mi corazón; estoy tratando de sobornarte con la
incertidumbre, el peligro y la derrota.


En una casa en pleno Buenos Aires, hay un cuarto donde Borges dio sus últimos alientos hace veintipico de años y donde su bastón retumba sobre las tablas como el eco del padre de Hamlet en el castillo de Elsinor en Dinamarca. Para entonces, ya había recorrido (o, como a él le habría gustado decir, redescubierto) las ciudades de Europa, había regresado a su Ginebra, había olvidado miles de páginas, miles de caras, había descubierto a final de cuentas que el Ulysses de Joyce, aunque nunca le gustó, o simuló aquello, tal vez por su monumentalidad, es un libro digno de un brindis, y que la ceguera y la vejez no son del todo intolerables. Juzgó más de una vez, enamorado de las paredes que tanto acarició para no caer, que el hombre sólo hace algo para luego poder contradecirse con propiedad. Intentó novedades, que ya en sus últimos días le importaban menos que la verdad. Y quizá nunca supo que su fin no sólo era literario, sino también histórico, también hereditario.
Me concierne, en estos momentos, adentrarme en el panegírico Olimpo de Borges (el taumaturgo), porque se ha convertido en mi recomendación. Diversamente admirable como poeta, narrador y ensayista, este argentino, destinado -como él mismo aseguró- a no vivir más emociones que las que brinda una biblioteca, legó a nuestas generaciones un arduo censo de títulos y autores a los que acudió con inteligencia. Y éste es acaso el más importante de los regalos de Borges: sus lecturas, la magia por artificios que impone la literatura. Me pregunto, a manera de afecto personal, ¿qué sería de mí de no haber leído a Chesterton? Y es aún de haber seguido yo la senda de las literaturas, es vago suponer que habría dado con tanta facilidad con este inglés que me ha desternillado de risa y me ha sorprendido gratamente en más de una ocasión con sus invitaciones a Beocia, y que seguramente provocó lo mismo en Borges quien supo que tanto él como Kafka habrían escogido, de poder hacerlo, la felicidad de ser Chesterton. Tal vez me hubiese ocurrido como con Nerval, a quien llegué por Umberto Eco, y que de no ser por el itálico no habría conocido ni gozado de su infinita semejanza con un servidor. Ergo, esto es Borges en algunos sujetos "impresentables" de mi generación y de generaciones precedentes: el maestro que guió a sus discípulos por la alegre arbolada de espadas y de puñales, por la encendida negligencia de las barajas y de las monedas, por el empañado tiempo (que es la materia de la cual estamos hechos los hombres) en el que siempre sucederá lo mismo, una y otra vez, por las leyendas escandinavas de un Odín que nace cuando se enciende una vela y se extinguirá sólo cuando ésta se apague, enseñándoles a sus aprendices a salir sin rasguños de tales travesías. Este es Borges, el perfectamente infeliz que sin embargo le quitaba el amargor a esa condición, aquel que afirmó: "La desdicha es una experiencia más rica, más intensa que la dicha, porque la dicha es un fin; en cambio, la desventura tiene que ser variada... Por eso, casi no hay poesía de la felicidad". Este es Borges, el mismo que comprende que el funamento literario de una nación es la transcripción de la voz, de un sonido, del lenguaje popular, porque el rumor popular está siempre mucho más cerca de la verdad histórica que la opinión "educada" de nuestros días; porque la tradición -lo reitero- fue siempre más verdadera que la moda. Por ejemplo, en uno de sus relatos poéticos de su libro El Hacedor, al ser un gaucho agredido por otros gauchos y caer y reconocer a un ahijado suyo y exclamar: "¡Pero, che!", Borges, entre paréntesis, dice: "estas palabras (¡Pero, che!) hay que oírlas, no leerlas". Este es Borges, digo, la biblioteca condensada de la erudición cultural sin intelectualismos al alcance de todos, el hombre que nos obligó, sin obligarnos, a releer el Libro de Job, Hamlet, Pygmalion, el Libro de las mil y una noches, y que nos tentó a encontrar más tiempo para desperdiciarlo en Schopenhauer y Alfonso Reyes quien publicaba con Borges sus obras "para que nos se les vaya la vida rehaciéndolas".
No despreciemos un dato nada pobre de la literatura borgeana, la mentira. Aldous Huxley afirmaba, no sin sorna: "Si no sabes mentir, no sabes hacer nada". Borges es ese gran mentiroso, o mejor, ese eterno postergador de verdades, lo que lo empata parcialmente al mundo de un Franz Kafka, quien hallaba un infinito número de imposibilidades en cada acto humano, desde el elemental de dar un paso y no atreverse a hacerlo, hasta el más complejo proceso de morir y no saber hacerlo. Sin embargo, no puede despreciarse la relatividad en estos compuestos idílicos, ya que si para un gran escritor, como fue Borges, a quien, valga la aclaración, le gustaba leer por leer, en un sentido netamente hedonista, digo, si a él le resultaba del todo agrado sentirse metido, qué mejor para nosotros, lectores suyos, sentirnos mentidos, sabernos parte de una invención suya, y es que el buen lector fue su estigma; es que para leer bien hay que ser un buen inventor.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Tantas veces todos


Por descrucificar los anhelos
clavados en mi pluma


El imaginario popular nos ofrece una gama amplísima de opciones para hallar seres que más bien parecen salidos de un digno bestiario medioeval que del vientre de buena madre. Sólo hay que abrir los ojos para ver por las calles de cualquier ciudad, perros de Bubastes, caballos que calzan cráneos humanos, leones Saíticos, al Macho Cabrío Mendesio, cocodrilos lagrimeantes con sus hórridas aberturas de fauces, a Androcles en su tarea eterna, a los ávidos Dípsodos, a los astutos Icneumones, caracoles de concha retorcida y hasta a seres divinos que fluyen por el universo y traman a estos pantomorfos seres desplegándonos ante nuestra vista.
Hay, no obstante, quienes son todos, incluso estos seres -y no sólo por entenderlos, sino por vincularse y ser ellos. El gran Walt dejó dicho: No concibo un hombre que por lo menos un día en su vida no fue una mujer.

Cara y cruz

Una de las ideas más gratificantes que puede haber propuesto el hombre es la de radicar su acción en una idea posterior. Sé que es extraña y aun paradójica tal frase, pero como toda grata paradoja lo que propone no es descabellado. Imaginémos un mundo regido por el libro de todos los idiomas, por ese esperanto que tanto ha buscado el ser humano desde que posee uso de razón, lo que quiere decir desde el embrollo generado en Babilonia desde donde partimos inentendidos a entendernos de nuevo.
Pues bien, esta sociedad, ideémosla una isla, se basa en la posibilidad de todos los días olvidar al precedente, precisamente porque se ha olvidado el idioma que se habló el día anterior, lo que conlleva a olvidar los actos y los pensamientos que en la mayoría de los casos se rigen a las letras o a las palabras en sí. En este ignoto lugar, ha donde se llega en un temible bergantín con medio plano de un tesoro que, claro está, nadie recuerda en qué orilla fue enterrado, se habla todas las lenguas o ninguna de manera íntegra. A menudo tratan de escribir, acaso en la arena, acaso en las cortezas de las palmeras, por el impulso frecuente de querer expresarse, y al día siguiente el significado de esos garabatos les resulta escondido. Ahora bien, este olvido no es del todo maléfico, porque apenas han olvidado el viejo lenguaje (que tal vez sí vuelven a encontrar, pero a medias, como a todos), en largas noches de borrachera, les nace el entendimiento del nuevo idioma. Se sienten loritos que copian lo que escuchan. Dicen cosas como: every person, place and thing in the chaosmos of Alle amyway connected with the gobblydumped turkey ostroghotic kakography siniestrogírico desidered, e improperios similares.
Hay quien perjura que toda es una amenaza femenina. Que en esta confusión babélica los hombres pueden amar cada día a su esposa como si fuera el primer día, para lo cual inventan brebajes que el mundo de hoy ha olvidado al convencerse que la brujería no existe.
Este lugar, regido por esa obra de un irlandés que no la conoció, que es el único libro que se podría leer aquí porque engloba a todos los otros, puede ser sorteado o vulnerado, no sé, cuando se halle la mitad del mapa faltante. Es decir, cuando alguien trace al reverso lo que falta trazar: la idea de salir.