miércoles, 22 de mayo de 2013





Los conjugados   Este instante –aunque se mezclen imágenes de situaciones similares– pertenece exclusivamente a aquel desconocido en el que se ha repetido el amor incomprensible de una mujer superior. No a racionalistas de sombrero cuadrado que piensan mirando al suelo y que se limitan a triángulos rectángulos, como diría Wallace Stevens, sino a aquellos que saben que son lo que está a su alrededor. Esto ocurre –sólo lo sabemos quienes lo hemos padecido– intempestivamente, en ese breve instante, mientras se introduce la llave en la cerradura, más lenta y torpemente de lo necesario, y se escucha los ruidos que giran en nuestro entorno. Entonces la llave queda atascada y hay que moverla ligeramente en posición horizontal hasta que se desencaje y abra la puerta, retornando al mundo del que el amor nos había exiliado.Bettina Von Armin, la inmortal enamorada que le fue impuesta a Goethe, es el modelo fundamental que nos sirve para entender aquel instante en que la pasión al tiempo que nos abre los sentidos nos extrae del mundo. A esta mujer ejemplar se la ha acusado de causar en Goethe la peor de las influencias: la distracción. No obstante, huelga preguntarse, como Milan Kundera, ¿cómo es posible que no hablen todos aún del amor de Bettina? Entrega ideal, sorda y muda. En su más famoso libro de prosa, Los apuntes de Malte Laurids Brigge, publicado en 1910, Rainer Maria Rilke se cuestiona si “acaso ocurrió desde entonces algo más memorable”, porque ella misma conocía el valor de su amor, le habló de él “al mayor de los poetas, para que lo hiciera humano, porque aquel amor era todavía una fuerza de la naturaleza”. Y he aquí el primer delito real del autor de Werther, que al escribirlo convenció a la gente de que no existía, porque, al leer a Goethe uno, simple ángel devenido mortal, no comprende la naturaleza por encima del poeta.Es sencillo ver a Bettina tomando un copioso desayuno en total tranquilidad, habitando uno solo de esos minutos de tranquilidad sin nubarrones, con la confianza debida de quien en verdad saborea cada bocado o, dicho de otro modo, como si no existiera preocupación alguna en el mundo, pensando sin pensar en humedecer y enceguecer de llanto los ojos de su amado con su belleza y abnegación, pues se atrevería a matar a quien ame a su Goethe y, tras entregarse, esperar que él mate a su amor verdadero.Es el 13 de septiembre de 1811. Bettina, de soltera Brentano, está alojada con su marido, el poeta Von Armin, en casa del matrimonio Goethe, en Weimar. Como los conejos, Bettina encoje la nariz y su esposo sabe que ella está fuera de sí de rabia, pero no sabe que tal rabia es cosecha de sus celos. Goethe sí, y sonríe con su cara de sesenta y dos años que no tiene un solo diente. Bettina, de veintiséis, al verlo se muerde los labios. Lo ve encaminarse, lleno de luz amarilla, directamente hacia el jardín, y parece así que el mismo Goethe representa der Tempel des Ruhmes (El templo de la fama): a un hombre con una chaqueta ligera; se le ve desde atrás y no hay en él nada de particular. Debe de ser Shakespeare, quien, sin tener predecesores y sin preocuparse por seguir modelos, avanza por su cuenta hacia la inmortalidad.Esta enamorada le fue impuesta, y él no estuvo a su altura. Cuando se trata de amor verdadero, el amado importa poquísimo. Don Quijote decide –por siempre, por eso la conjugación verbal– amar a cierta moza, de nombre Dulcinea, a pesar de que casi no la conoce. He aquí que cualquier detractor podría alegar que Don Quijote no sintió sino que exhibió. Pero, ¿el actor que desempeña el papel del viejo Lear no siente en el escenario la tristeza de un hombre abandonado y traicionado?He aquí el segundo gran delito de Goethe y el primero de carácter mortal: no haberse humillado ante la grandeza del amor de Bettina y escribir lo que le dictaba, como Juan de Pathmos, de rodillas y con ambas manos. Esa voz actuaba en representación de los ángeles, que había venido para envolverlo, cual presente, y llevárselo a la eternidad.De la esposa de Goethe, Christiane, sólo queda un calificativo histórico: una “nullité désprit” (nulidad espiritual).Romain Rolland se refiere a Goethe directamente de “cobarde”, “servil”, “con miedo senil a todo lo nuevo en la literatura y la estética”, y a Bettina en cambio como “una clarividente dotada de una capacidad profética que le dan casi la dimensión de un genio”.“El poeta reconocido”, dice Paul Eluard, “autor de Werther, prefiere la mesura de su hogar a los delirios activos de la pasión”.No fue Goethe quien sembró en el corazón de Bettina ese amor. El que lo hizo estaba por encima de ellos dos; si no Dios, al menos uno de los ángeles, de aquellos defectuosos que olvidaron hacer lo mismo en el corazón del poeta. Bettina, a él, le fue impuesta como una tarea. Y es entonces que brota, acaso sin saberlo, el Goethe anarquista, el contestatario, el que evita el sagrado conflicto. Sin embargo, Goethe olvidó que aquella era una reacción racional y por ello se convirtió en el Falstaff del amor.La gentuza es el instrumento del justiciero odio revolucionario. Ofrece a la triste pluma del escriba, que son sus labios –para hablar y para besar– su frente pálida e insulsa, de desarreglados cabellos postizos y cuyos huesos se transparentan como las puntas de una corona de espinas o las cuentas de un rosario. Aquella que dice que es más provechoso leer algo sobre Goethe que leer a Goethe. Aquella que sufre un orgasmo colectivo cuando devora con los ojos una ejecución. Aquella que no entiende que hay que quitar la sonrisa para volver a alguien sensual, o que la mudez es atlética y erótica (o por lo menos la tartamudez). Aquella que jamás se interroga si quiere acostarse con Rita Hayworth o prefiere que solo lo vean con ella. Esta gentuza es la que ha hecho de Bettina un episodio insignificante, y que ha ensalzado al poeta por no ser un tapicero y eliminar todos los rellenos de su historia, sin entender que la vida real sólo se compone de rellenos como éste. Como en El cuento de invierno de Shakespeare, la sensibilidad nos obliga a admirar a Bettina, la mujer más conmovedora, aquella acusada inocente, pura tras largos años de separación y de destierro, que permanece de manera inexplicable en el aposento contiguo, decorado con elegancia, y que por astucia se ha convertido en una estatua. Ahí está Bettina, cual cariátide de la vida y obra de Goethe.Este instante no es para aquellos que fueron niños hechos por el aguardiente. Este es un instante para endomingarse y perder cualquier propensión a volverse blandos, porque la verdad es confusa y a veces adversa, porque tratamos sobre el amor, y el amor es a veces confuso y adverso. Porque cuando le preguntaron a Bettina Von Armin, de soltera Bretano, cuál era su última voluntad, ella contestó que mejor no le pregunten porque nunca se pondrían de acuerdo, porque como una hikikomori, como una asceta, ella se guardaría de pedir a su amor. Porque su venganza consistía en no pedir nada y, porque en la vida hace falta siempre un ideal, así constar en la mejor de las biografías y, quizá, para ser borrada de tales libros con furor para de tal manera dejar de existir, porque, a saber lo que sabía muy bien Bettina, lo bueno es que eso de no existir le deja a uno la posibilidad de nacer en cualquier momento en cualquier lugar (o en su defecto, nacer perpetuamente).–No pasa nada –le decía Bettina mientras él cometía el pecado que lo haría inmortal. El que no repetiría para recordarlo siempre como el molde para días futuros. Allí, él cautivo en el horizonte y ella, inmensa, cautiva en él, tocándole el hombro, distrayéndolo con sus ojos que eran mapas en su devenir.Goethe se equivocaba. En efecto, no veía en la sombra, bajo el encañonado de una cofia resplandeciente, enhiesta y frágil, como si hubiera sido de azúcar hilado, los remolinos concéntricos de una sonrisa de agradecimiento anticipado. No sabía que Bettina le agradecía por despreciarla. De haber estado un poco acostumbrado a ella, tinieblas de capilla, habría distinguido en su rostro el amor desinteresado de una mujer que agradece ser convertida en musa.

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