miércoles, 22 de mayo de 2013



El arte de saber tomar café



Trabajaba en un café de la Gran Vía. Tauromaquia por doquier. Humo. Mujeres con falda abierta a un costado hasta casi la entrepierna. El lugar seducía, no cabe duda. Y de todo, ella era lo más atractivo.
Laboraba como mesera. Algo quería decir con su mutismo. No hablaba de más; pedían la orden, ella asentía y de inmediato empezaba su esfuerzo algo espartano por servir de manera perfecta. Ni bien la vi quedé prendado. Fue como esos instantes ralentizados hollywoodenses en que el tiempo conspira en contra del personaje principal, quien mientras busca cualquier otra cosa, da con la cosa más importante que hay.
Me senté en una mesa esquinera. No me atendió. Me di valor y después de ir tras ella, la invité a salir. Me dijo que tenía pareja (una mujer emparejada es una mujer demediada, pensé), supongo un grandullón pelafustán que va al gimnasio y que nunca comete delitos leves, como por ejemplo leer.
Durante unos tres días pasé por el frente de su café, sabiendo de antemano que ella estaba allí y que me vería, y yo evité mirar adentro para no ser pillado infraganti. A mí, que me encanta la población de un café a eso de las seis de la tarde, me indignaba tener que sortear voluntariamente el café más atractivo de la capital hispana. Me daba urticaria, de sólo pensarlo. Me enniñecía al saberme cobarde, al no poder cruzar su umbral ni poder despojarme de ese piélago de calamidades que atormentaba mi interior.
Un día, volví a entrar. Ella no me atendió. Me esquivó, como yo antes al café. Un par de sujetos jugaban ajedrez. Quería retarlos. Lo hice. Caí catastróficamente. Sorbí mi café frío. Al salir, todo yo despechado, me dirigí al cine. Vi esa mediocre –para ser honesto, aunque entonces me enterneció sobremanera– producción estadounidense llamada "¿Conoces a Joe Black?", con un Anthony Hopkins siempre rescatable y un Brad Pitt tan enhiesto, gañán y adonis que no daba sino ganas de partirle el mentón de un sopapo, desfigurarlo, obviarlo de la retina femenina; en resumen, una tonta película muy atractiva. Caminé casi a medianoche por Madrid e ingresé a un bar en Malasaña a servirme una copa de bourbon. Medio ebrio, fui a la cama. Farfullaba –lo recuerdo a medias– un nombre cuya portadora me era desconocida.
A la mañana siguiente fui al Corte Inglés por unas viandas y una horrible fanta de piña (gracias al Todopoderoso, nunca llegó al Ecuador; mi estúpida propensión a las segundas posibilidades me habría inclinado a comprarla) y al volver, para mi sorpresa (¡oh!) y alegría sin igual, ella me esperaba en las escaleras del edificio donde arrendaba un cuartucho de dos por dos. Me había perseguido, en silente caminar, todo el día anterior.
De ella no recuerdo más que su apasionamiento, sus dedos entre mis dedos, el olor de su champú; esas ganas únicamente suyas de vivir. Conservo un colgante divino, suyo. Me servía el café como sueñan los vagos y los poetas parnasianos que les sirvan uvas. Retumbaba Miguel Bosé –su favorito– en mi tímpano. El cantante todavía no grababa Morena mía.
Pero, ¡ay!, el café: suave, amargo, caliente, ingresaba a mi garganta, como de la suya no podía emerger otra cosa que música. Su nombre, creo, era Chantal. Chantal y el café. Casi resuena, aún hoy, a mezcla adictiva de canción de barrio pobre, a conjuro. Eso era para mí relacionarme con dos idiomas. El uno, el café, a veces conocido. En realidad, conocido de sobra desde la primera infancia. En el biberón mi madre introducía café, con lo cual dejaba de lado cualquier posibilidad de estorbo. Me ponía nervioso, pero enmudecía. Jugaba con todo. Hasta, involuntario, con el pliegue de la falda de mi prima favorita. Fui un chico quieto, de una quietud uniforme durante todo el lapso de mi infancia hasta la adultez. Cuando quería un obsequio, buscaba mi escondrijo; lo lloraba a solas; al llegar algún posible delator, secaba las lágrimas de inmediato, tragaba saliva y jugaba como si no hubiese ocurrido nada. No era valentía ni nada semejante. Era, simplemente, quietud. Una quietud supina, si cabe el término. El otro idioma, y ese sí que me era novísimo, era Chantal. Su manera de hacer café y dármelo a beber (lo hacía, si no lo dedujiste ya, astuto lector, de boca a boca) me hacía entender lo que el esperanto más rebuscado intenta. Hacer gárgaras con esa dosis de café y saliva, era un acto feral, pero inigualable. Ese idioma, lo entendí, me enseñó a hablarlo en silencio. El idioma del café, que es el que le sobrevivió, debe ser dicho con pecado babélico, y por eso no se lo puede ingerir sin leer. No existe otra manera. Excepto, tal vez, exhalando el humo, que es el fantasma de lo ido.
Hará tres lustros que huí de Madrid. No por decisión, por economía. Desharrapado, sediento. Quedé todavía más callado, acorralado por su adiós a la distancia, por esos dedos que me enrejaron.
En aquellos tiempos pensar en la remota posibilidad de comunicarnos con el vértigo de hoy, era lo más cercano a rumiar. El viaje lento, así como la despedida rápida, eran complementos.
Cuando lo pienso, pienso en toros, en humo, en mujeres con falda abierta a un costado hasta casi la entrepierna. En un sitio que seduce. Y que de todo, ella era lo más atractivo. Cuando lo pienso, pienso que en alguna parte estará dando de beber a sus críos, como un orfebre de ese arte, con énfasis en darlo a conocer y en promoverlo. Yo, para emularla en algo, preparo café. Lo filtro (detesto, desde luego, las cafeteras actuales; esas máquinas inmundas que se quedan con todo el auténtico deleite y el aroma de la tierra). Estoy en la cocina y por la ventana veo caer en abundancia una lluvia típica de nuestra zona. No sé de qué clase será, pero es un café muy oscuro; compré un paquete grande, por impulso, hace unos días. El placer de paladear cada gramo antes de molerlo, me puede; ese breve, mínimo instante que duran en la boca es proporcional a la molestia de prepararlo, de servirlo. Entonces me remonto quince años atrás a una generosa boca de lengua granulosa pero a su vez tersa. No tengo otra paciencia que la que me imprime la lluvia y la enigmática (porque el resultado en otros es adverso) de saber que probaré más café.

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