El arte de saber tomar café
Trabajaba en un café de la Gran Vía. Tauromaquia
por doquier. Humo. Mujeres con falda abierta a un costado hasta casi la
entrepierna. El lugar seducía, no cabe duda. Y de todo, ella era lo más
atractivo.
Laboraba como
mesera. Algo quería decir con su mutismo. No hablaba de más; pedían la orden,
ella asentía y de inmediato empezaba su esfuerzo algo espartano por servir de
manera perfecta. Ni bien la vi quedé prendado. Fue como esos instantes
ralentizados hollywoodenses en que el tiempo conspira en contra del personaje
principal, quien mientras busca cualquier otra cosa, da con la cosa más
importante que hay.
Me senté en una
mesa esquinera. No me atendió. Me di valor y después de ir tras ella, la invité
a salir. Me dijo que tenía pareja (una mujer emparejada es una mujer demediada,
pensé), supongo un grandullón pelafustán que va al gimnasio y que nunca comete
delitos leves, como por ejemplo leer.
Durante unos
tres días pasé por el frente de su café, sabiendo de antemano que ella estaba
allí y que me vería, y yo evité mirar adentro para no ser pillado infraganti. A
mí, que me encanta la población de un café a eso de las seis de la tarde, me
indignaba tener que sortear voluntariamente el café más atractivo de la capital
hispana. Me daba urticaria, de sólo pensarlo. Me enniñecía al saberme cobarde,
al no poder cruzar su umbral ni poder despojarme de ese piélago de calamidades
que atormentaba mi interior.
Un día, volví a
entrar. Ella no me atendió. Me esquivó, como yo antes al café. Un par de sujetos
jugaban ajedrez. Quería retarlos. Lo hice. Caí catastróficamente. Sorbí mi café
frío. Al salir, todo yo despechado, me dirigí al cine. Vi esa mediocre –para
ser honesto, aunque entonces me enterneció sobremanera– producción
estadounidense llamada "¿Conoces a Joe Black?", con un Anthony
Hopkins siempre rescatable y un Brad Pitt tan enhiesto, gañán y adonis que no
daba sino ganas de partirle el mentón de un sopapo, desfigurarlo, obviarlo de
la retina femenina; en resumen, una tonta película muy atractiva. Caminé casi a
medianoche por Madrid e ingresé a un bar en Malasaña a servirme una copa de
bourbon. Medio ebrio, fui a la cama. Farfullaba –lo recuerdo a medias– un
nombre cuya portadora me era desconocida.
A la mañana
siguiente fui al Corte Inglés por unas viandas y una horrible fanta de piña
(gracias al Todopoderoso, nunca llegó al Ecuador; mi estúpida propensión a las
segundas posibilidades me habría inclinado a comprarla) y al volver, para mi
sorpresa (¡oh!) y alegría sin igual, ella me esperaba en las escaleras del
edificio donde arrendaba un cuartucho de dos por dos. Me había perseguido, en
silente caminar, todo el día anterior.
De ella no
recuerdo más que su apasionamiento, sus dedos entre mis dedos, el olor de su
champú; esas ganas únicamente suyas de vivir. Conservo un colgante divino, suyo.
Me servía el café como sueñan los vagos y los poetas parnasianos que les sirvan
uvas. Retumbaba Miguel Bosé –su favorito– en mi tímpano. El cantante todavía no
grababa Morena mía.
Pero, ¡ay!, el
café: suave, amargo, caliente, ingresaba a mi garganta, como de la suya no
podía emerger otra cosa que música. Su nombre, creo, era Chantal. Chantal y el
café. Casi resuena, aún hoy, a mezcla adictiva de canción de barrio pobre, a conjuro.
Eso era para mí relacionarme con dos idiomas. El uno, el café, a veces
conocido. En realidad, conocido de sobra desde la primera infancia. En el biberón
mi madre introducía café, con lo cual dejaba de lado cualquier posibilidad de
estorbo. Me ponía nervioso, pero enmudecía. Jugaba con todo. Hasta,
involuntario, con el pliegue de la falda de mi prima favorita. Fui un chico
quieto, de una quietud uniforme durante todo el lapso de mi infancia hasta la
adultez. Cuando quería un obsequio, buscaba mi escondrijo; lo lloraba a solas;
al llegar algún posible delator, secaba las lágrimas de inmediato, tragaba
saliva y jugaba como si no hubiese ocurrido nada. No era valentía ni nada
semejante. Era, simplemente, quietud. Una quietud supina, si cabe el término.
El otro idioma, y ese sí que me era novísimo, era Chantal. Su manera de hacer
café y dármelo a beber (lo hacía, si no lo dedujiste ya, astuto lector, de boca
a boca) me hacía entender lo que el esperanto más rebuscado intenta. Hacer
gárgaras con esa dosis de café y saliva, era un acto feral, pero inigualable.
Ese idioma, lo entendí, me enseñó a hablarlo en silencio. El idioma del café,
que es el que le sobrevivió, debe ser dicho con pecado babélico, y por eso no se
lo puede ingerir sin leer. No existe otra manera. Excepto, tal vez, exhalando
el humo, que es el fantasma de lo ido.
Hará tres
lustros que huí de Madrid. No por decisión, por economía. Desharrapado,
sediento. Quedé todavía más callado, acorralado por su adiós a la distancia,
por esos dedos que me enrejaron.
En aquellos
tiempos pensar en la remota posibilidad de comunicarnos con el vértigo de hoy,
era lo más cercano a rumiar. El viaje lento, así como la despedida rápida, eran
complementos.
Cuando lo
pienso, pienso en toros, en humo, en mujeres con falda abierta a un costado
hasta casi la entrepierna. En un sitio que seduce. Y que de todo, ella era lo
más atractivo. Cuando lo pienso, pienso que en alguna parte estará dando de
beber a sus críos, como un orfebre de ese arte, con énfasis en darlo a conocer
y en promoverlo. Yo, para emularla en algo, preparo café.
Lo filtro (detesto, desde luego, las cafeteras actuales; esas máquinas inmundas
que se quedan con todo el auténtico deleite y el aroma de la tierra). Estoy en
la cocina y por la ventana veo caer en abundancia una lluvia típica de nuestra
zona. No sé de qué clase será, pero es un café muy oscuro; compré un paquete
grande, por impulso, hace unos días. El placer de paladear cada gramo antes de
molerlo, me puede; ese breve, mínimo instante que duran en la boca es
proporcional a la molestia de prepararlo, de servirlo. Entonces me remonto
quince años atrás a una generosa boca de lengua granulosa pero a su vez tersa. No
tengo otra paciencia que la que me imprime la lluvia y la enigmática (porque el
resultado en otros es adverso) de saber que probaré más café.
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