En el sur hay una
ciudad que se ha extraviado, donde habito entre otros hombres que como yo
anhelaban una mujer como Irene. Se me excusará que haya atravesado los caminos
con regularidad para pronto evitarlos por montes o propiedades particulares con
el único objetivo de verla. Lo cierto es que yo, pecado diabólico de mis padres
que una noche impar me concibieron, narcisistas de cepa, sin pensar el uno en
el otro sino en sí mismos (cosa que se arraigaría en mis genes proveyéndome así
de las cualidades que poseo para el amor propio, para consumar mi profesión de
abogado de la mejor manera, es decir, indignamente y sin importarme los demás),
yo, que no podía llamarme sino Ariel Leira, un día triste y umbrío, me decidí a
ir por ella, a conquistarla cortando por montes y profanando viviendas ajenas. Todo
a partir de ese día en que mis planes fueron disueltos por lo que creí en un
inicio cosas del azar, y que no mucho tiempo después se develaría como la gran
estrategia de una mujer sin par, Irene, a quien llamaré “ella” hasta que la
historia por sí sola se incline por descubrir su nombre auténtico (y yo me
llamaré “él” o “yo”, para compartir el engaño a voces). Yo me creo culto, pero
no por lo que he aprendido en los libros o en estudios diversos, no por haber
asistido con frecuencia a la
Escuela de Leyes o por haber viajado como un judío errante en
busca de la Tierra Prometida ,
sino a causa de lo escuchado, durante mis años infantiles, en los rincones de
mi casa. Allí se configuró mi imago mundi:
una cultura mágica siempre en colisión con los saberes aprendidos. Recuerdo esa
casa destartalada, ahuecada por la constante ausencia de mi padre, la recuerdo
plácidamente, venturosamente, hermosamente; una casa llena de muebles
desvencijados, que crujían con vida propia, de puertas y ventanas con vida
propia, que parecían absorber la vida propia de los verdaderos propietarios del
inmueble; caja de resonancia de todos los vendavales, de todos los ruidos, de
los pasos quedos de todos los fantasmas, rica en rincones oscuros que mi miedo
me ayudó a poblar de habitantes maravillosos y solemnes, y de entre todos estos
personajes que la musa de la invención me ponía en frente, ninguno más hermoso
y solemne que ella. Me la sabía de memoria desde mi infancia. Desde mi
infancia, la vi venir. Hoy en día, los cuidadores de la casa de mi infancia, de
ese cementerio impar de muebles y ornamentos de otra época y de otra gente,
dicen que no saben de fantasmas, que no creen en ellos, que nunca la vieron
aparecer, ni tan siquiera asomar las narices cleopátricas de las que tanto les
he hablado. Pero yo sé que estaba allí, anticipándoseme, construyendo en mí,
desenfadada, un hombre lleno de memoria a su vez llena de ella, y luego
inventándose una máquina del olvido que experimentó en mí, tatuando en las
rugosidades de mi alma su nombre, inolvidable, su rostro que después se
transformaría en el rostro de la mujer ideal. Como su preciso destinatario, me
enseñó su fantasma a extrañarla por haberse ido para siempre, olvidando que el
amor que me propuso, como siempre, iba a ser para siempre. Todo, hasta que un
día reapareció ante mí, lo que supuse nada más que un engaño, una alucinación
propuesta por el tiempo, que una de mis rugosidades se había estirado de
repente gracias a la influencia del presente. Desde hacía un par de días, exploté
en un terreno minado; me he pasado a partir de entonces, reuniendo los pedazos.
Hasta que hoy me animé y tomé un taxi.
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