lunes, 16 de marzo de 2015

j.p.c.r.


A los 41 años la vida es una apoplejía. Quiero decir, sin ser uno viejo ya tiene problemas de memoria, adolece de hinchazón del vientre, las articulaciones engranan con complejidad, cruzar las piernas obliga a exhalar un quejido, los ojos reclaman por otros ojos sustitutos, la necesidad del amor es un requerimiento constante, la pubertad vuelve con su carga de fantasías, los pasos hacia la libertad están claramente demarcados y es un camino que nos está vedado, la literatura es el arte de lo que no se tiene, todas las tecnologías son un reto todavía superable, Dios vuelve a ser verbo al ser la palabra de los hijos, de pronto todas las mujeres son objeto de deseo y todos los demás hombres (excepto unos cuantos, los amigos del alma y la noche) son unos idiotas que demuestran que todas las mujeres tienen mal gusto, la razón ya no nos pertenece tanto al descubrir para el pesar del universo que ser viejo no certifica que se tendrá sabiduría y que ser joven no implica per se innovación. A los 41 años ya no es Shakespeare, menos Neruda y se exacerba un odio hacia Bukowski; ahora son Onetti, algún que otro escritor ruso de mediados del siglo XX y cualquier otra grata novedad, estilo Sándor Márai. A los 41, aunque nunca se ha tenido menos tiempo, se lee más que nunca.
También sabe alguien de 41 que todos los problemas son el principio de una solución, que la bruma de las imágenes lo obligan a aguzar la mirada y en ese espejismo encontrar algo de magia. Redescubrir lo eternamente redescubierto.
Quizá esto lo entiende de mejor manera un hombre de 41 años que ya ha pasado página tras página de lo que ha querido amonedar en el viento (para emplear una metáfora borgeana), de lo que ha querido besar, esas palabras maravillosas que luego de leerlas las releemos mascullándolas, como paladeándolas, y que en verdad besamos. Sabemos a los 41 años que la crueldad en literatura es fundamental para desaparecerla del mundo, y compartimos la tesis de William Faulkner de que lo dicho pierde su peso, se volatiliza, se apaga como un cerillo que es arrojado al viento a mitad de la noche.
Al leer a Juan Pablo Castro, sabemos que alguien de 41 sabe esto y mucho más: sabe que para ser un buen hombre y un escritor a la vez (cosa que para muchos es un oxímoron, una necedad, inaudito y que peca de irresponsabilidad verbal), es necesario comprender aquello que nadie sabe qué es, pero que es lo único que importa en literatura, y más aún en lo que comprende ser un buen hombre, y Juan Pablo Castro Rodas es –no encuentro mayor elogio, pero tampoco mayor verdad– las dos cosas.


1 comentario:

Eric Gelsinger dijo...

Hola Carlitos,

Un amigo de su pasado olimpico te busca.

Sigo husmeando sus huellas de internet, pero nunca me han cabido bien las novelas policiales.

Por favor, escribeme.

eric.gelsinger@gmail.com