El hombre
hincado
A
Eduardo Milán
El hombre está hincado sobre una estera
de mimbre que él mismo ha tejido. Mira con cuidado, como si fuera a gastarlas
al verlas con detenimiento, a las mujeres de su familia que están trabajando la
tierra mojada, en busca de sorgo y arroz. Ellas saben que son vigiladas. Saben
que de no estar él correrían serio riesgo de ser raptadas y luego vendidas. El
hombre se monda los dientes con las uñas que no ha cortado, de no ser
mordiéndoselas, desde hace más de dos meses. Respira con calma. Se cubre del
arduo sol con una rama maltrecha de roble. Tiene hambre, pero también tiene
calor y es el calor el que le estropea los planes de levantarse y hacerse de un
poco de agua fresca. Ve, de cuando en cuando, cómo el manantial fluye,
llevándose su agua. Le gusta oírlo. A
todos en la aldea les gusta oír esa melodía. Es su himno. Trabajan en las
riberas del manantial, en silencio, absortos por esa música que les llena el
alma. A él le gusta oír el correr del agua porque así los otros se callan.
Gasta las noches
mientras recuerda a su madre, que fue la única persona que le enseñó algo útil
en la vida (a tejer esteras de mimbre), en destejer y volver a tejer la estera
de mimbre. Piensa que llegará el sagrado día en que considere su labor
cumplida, en que consume la estera perfecta. Lo hace con un cuidado que se
refleja en la suavidad de las palmas de sus manos que están entrenadas para
incluso sentir la devaluación remota de una moneda. Es un trabajo de filigrana;
siente como si estuviera creando un trébol.
Su mujer ha
llegado a odiarlo y arrojarlo al repudio general al traicionarlo con varios
constructores, carpinteros y leñadores, cuya virilidad se ha encargado de
encarecer, como la de su esposo de desmentir. A él eso le tiene sin cuidado. La
estera de mimbre cada día esplende más. Su vigilancia es incorruptible.
No sabe que la
labor de las mujeres a quienes cuida voluntaria y vocacionalmente, sin que
nadie alguna vez se lo hubiera pedido, reconstruye noche tras noche en la piel
de la estera. Es un mapa de movimientos sinuosos, sensuales, milimétricos; un
mismo ir y venir, como el vaivén de una cucaracha atrapada en un laberinto sin salida
ni centro, un laberinto liso, que no licencia ni siquiera el suicidio. Se sabe
el preciso destino de esas mujeres y de su estera y de toda la economía de su
aldea basada en la venta o el trueque del sorgo y el arroz.
Los otros
hombres no dudan en burlarse de él y su empresa repetida y para muchos absurda.
¿Qué puede hacer un hombre que ni siquiera disfruta del ritual del té, del humo
que crea siluetas de mujer y que otros acarician y que pretenden hermanarlo a
sus enfermedades espirituales, y que lo ha dejado aclarado en público repetidas
veces? Leñadores, carpinteros, alfareros, ya ni siquiera ansían a su mujer. La
ven con asco, como un guante sucio y ajado que encumbra un basural. Esa también
es una forma de repudio y escarnecimiento. Los otros hombres se embriagan con
sake, diezman para una nueva okiya o
alojamiento de geishas, pulsan sus venas del antebrazo mientras apuestan
cualquier cosa, levantan infinitamente un muro infinito para contrarrestar los
embates de un ejército infinito, y tampoco saben ellos que su labor es la misma
del esterero vigilante, que no son sino dedos reemplazables de una enorme y
torpe mano.
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