viernes, 6 de marzo de 2009

Si una noche de luna un veedor

Americanos
de Robert Frank





A Robert Frank le ofrecieron elaborar un libro de fotografías. Era 1952. ¿Qué tema uso?, se preguntó. Evidentemente, empezó a hurgar por las cosas que veía a diario y las cosas que conoció y que, pedantemente como cualquier genio, creyó alguna vez suyas. Recorrió, pues, los valles del centro de Estados Unidos, buscándose, y no pudo hacerlo de mejor manera que en sus recuerdos. Recordó, a la postre, los añejos días de su infancia. Recordó cómo se veía a sí mismo, solo, solísimo, en las calles de Nueva Orleans o en los caminos escarpados del Mississippi, por donde también anduvieron otros genios, entre ellos uno al que adiraba como cualquier admirador del alma humana y de quien bien sabe encontrarla en los ojos inhabitados de la soledad.





A Robert Frank se le olvidó que le habían impulsado a realizar un libro de fotografías, y por eso mismo empezó a tomar fotos en distintos lugares de su país, hallando gente impar que por sí misma tenía la capacidad de conmoverlo. Hurgó por los recovecos más inextricables de la sociedad, se allanó para sentirse incómodo, pues aunque el arte y la literatura necesitan soledad, se sabe también de cuánto amorfan al ser humano, cuánto lo convierten en una bestia irracional que trata a toda costa de racionalizarse y racionalizar al resto, porque sabe, no sabe cómo ni por qué, que ha visto cosas, que ha sentido cosas, que quiere indicar cosas que no todos los otros pueden ver, y hasta quizá nadie más. Si una noche de luna un veedor hubiese visto lo que él vio, habría advertido lo que no quiso hacer y por ese glorioso defecto, hizo.





A Robert Frank se le dio por daguerrotipar el odio, la insensatez, la vanagloria, los colores sin colores de la bandera estadounidense. También estampó la gracia y el quemeimportismo, muchachas crecidas antes de hora, muchachos muertos justo a tiempo y que todavía caminaban entre los hombres, como fantasmas. Postindustrial, postrecesión y todavía depresivo, grabó la esencia de un pueblo por haberse olvidado que algo tenía que hacer.




A Robert Frank le insistieron con lo del libro de fotografías. Dormía en hoteles de paso. Escuchaba historias raras, la mayoría de ellas nacidas de la pluma de algún eremita barbado que creía que el hambre es útil para cazar osos, porque así el hombre no expele olores y puede acercárseles los suficiente para el zarpazo fulminante. De tanto insistirle, cayó en cuenta que tenía material suficiente para reunir su obra de la gente y hacerla muestra de la excelsitud y vanidad del hombre. Sus fotografías son un himno a la diversidad, es decir a la democracia, es decir al alma humana.

A Robert Frank se le dio por enviar sus fotografías más preciadas y llamarlas, en conjunto, Americans. Tropezó mucho al hacerlo. Se encargó de destinarse como todo un genio, es decir: no saber que estaba cumpliendo con ese destino.
Fue 1953 el año que vio la luz de uno de los libros de fotografía más impresionantes que se han hecho, hito en la rama, demostración de que los hombres no sólo son variopintos en sus querencias, sino que también son idénticos entre sí.

1 comentario:

Jose A Gallego dijo...

gracias por el curro, muy bien comentado uno de los fotografos mas sinceros