sábado, 1 de agosto de 2009

El viajero que no se detiene


Para quienes de una u otra manera hemos incursionado en el mundo de las letras desde la perspectiva de quien crea, o las ordena con el objetivo de ampliar horizontes, el hecho de escribir no se circunscribe a un solo ámbito: no es sólo cuestión de honor, no es sólo una forma de exorcisarse de tanto mal que rodea, no es tampoco una forma clara para sentirse satisfecho con una vida que cada día propone menos formas de integridad individual y busca (en alegatos sociales, en los medios, incluso en los deportes y de una manera nefasta en las expresiones artísticas y en algunas que llaman literarias) una suerte de integridad comunal, como si cada hombre tuviera que verse atado a la tierra donde nació y sumido a los gustos y preferencias de la gente con la cual vivió. Si algo nos ha demostrado la cultura universal (perdón por el oxímoron, pero tal cultura sí existe), los grandes maestros, tanto los orales, dígase Jesucristo o Aristóteles o el Buda, cuanto los maestros que han legado su esencia a través de actos, como los grandes emperadores, o los que lo han hecho en base a la palabra escrita, como Shakespeare, Dante o los grandes pensadores, es que, en definitiva, la idea es ser un hombre de todos los lugares y de todas las fechas.


Hoy por hoy se ha instituido la moda (gracias a Dios, que parece absolutamente demodable), de manera especial en nuestros amplios de mente países bolivarianos, que todos debemos ser una sola patria y defender airosos contra cuanto enemigo arremeta, nuestra esencia cultural, nuestra lengua y nuestros ideales; en otras palabras, se ha tratado de instituir una defensa de todos nuestros errores. No quiero decir con esto que no haya ideales bastos o que nuestra lengua tenga fallas o que en sí nuestra cultura adolezca en comparación con otras. No. Lo que quiero decir es que a veces al defender un ideal, a capa y espada, se atacan otros que pueden ser totalmente ricos en enigmas y religiones (o visiones, para que no se halen los pelos ciertos puristas, religiosas), tampoco -¡cómo me atrevería!- a descreer de mi encantador idioma, sin embargo sí es una certeza el mal empleo que damos de éste y, mientras más defendamos que hablamos o escribimos bien, más nos vamos a ver sumidos a la debacle intelectual emocional de no podernos comprender.


En este sentido, y valga la redundancia, el sentido del viaje se ha visto reducido a un sentido de congregación, a una especie de identificación colectiva, y el viaje de las letras, como el de los países, no difiere demasiado de cómo nos comportemos ante las amenazas de la vida: las de olvidarnos de quiénes somos sin saber que tenemos gente lejos que puede hacernos ver quién debemos (o podemos) ser. En otras palabras, cabe decir que todo lo antedicho sólo demuesra un derruimbe de identidad. No se quiere decir que hay que ser europeos o asiáticos para ser latinoamericanos, pero sí que hay que ser alguien que conozca el derredor para dar una pauta de lo que es uno mismo. En psicología general se asegura que un individuo es su herencia y su entorno, ¿por qué habría de dejar de serlo un latinoamericano?


La novela del escritor argentino-español Andrés Neuman, "El viajero del siglo", ganadora del concurso Anagrama de novela 2009, tiene, entre otras cualidades, la de saber enmarcarse en una búsqueda profunda de las raíces de cualquier idioma, desde luego que parte desde el nuestro, usado como plataforma de identificación (evidentemente: está escrita en español). La novela no depende de mayor elucidación en el campo de la trama. Un hombre llega a una ciudad laberíntica (que es en donde se radica el mayor aporte de Neuman a la paisajística, pues se trata de un lugar que sufre deformaciones constantes, como un ente que trata de enmarañar a los organismos que la recorren habitualmente) de donde se sabe que no será fácil salir. Pronto entabla una relación amical con un organillero (he aquí el móvil de la situación, o su posible enraizamiento, ya que este viejo que gana monedas con música que ya nadie conoce, es la primera razón de que el viajero asiente valijas en una posada de segunda categoría) y su entrañable perro (el mismo que me ha hecho sufrir por su desaparecimiento al final de la novela). Para no alargar esta diatriba insistente y, como todo que insiste, torpe, añadiré el caso de la Sophie Gotlieb a la que se dedica gran parte de la obra. Una mujer-muchacha -no al revés, conste- que más parece un ángel caído de las alturas que como toda mujer íntegra sabe ser niña, dama y hembra según las circunstancias que la rodeen. Una mujer única y en la que muchos hombres basan sus sueños (habemos algunos, sin embargo y perdón la vanidad, que no tenemos por qué soñarla ya que la vivimos).
Por fin, el personaje principal, Hans. Para quienes tuvimos la oportunidad de compartir y departir con Andrés Neuman, no se nos hace ajeno tal sujeto. Es la radiografía de sí mismo. Incluso en los ademanes que le atribuye, en las características físicas, en el aire de bondad que emana.
Por último, la inteligencia con la cual está escrita la obra. Fluye (sin ser un eufemismo) como el viento que lleva a un viajero de aquí para allá o acullá, o incluso al Más Allá. Además deja constancia, Neuman, de su sapiencia en cuanto a la época (lo que quiere decir a todas las épocas), y torna al lector en un enterado sobre el asunto, pues no nos queda sino asentir ante sus descrpciones tanto del ajuar cotidiano cuanto de los lugares retratados.
La novela surge como una torre de entre las otras novelas que han ganado premios como el Anagrama o el Planeta (aunque sí tienen sus diferencias, notorias diferencias a mi manera de ver). No es éste un sitio para defenestrar a nadie, pero sí hay premios con algún toque de gracia superior a otros. El premio Anagrama -del cual debo admitir que leído todas las obras triunfadoras-, nunca tuvo un escritor que alardeara como Neuman de su conocimiento semántico ni un escritor que conjugara tan bien a personajes tan variopintos como los de "El viajero del siglo".
A veces volver también es viajar.
A veces quedarse en un solo lugar, es emprender el viaje más difícil de todos.
A veces contar los segundos es la mejor manera de ser un viajero por el tiempo.
A veces basta con verse al espjo para saber que uno ha viajado.
Y a veces, sólo a veces, el mejor viajero es el más lento de los hombres.